La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - читать бесплатно онлайн , автор Hohlbein Wolfgang

Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

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Me acabas de contar mi propia historia, casi palabra por palabra.

Pero no lo dijo. ¿Cómo podría? Y, aunque hubiera podido, ¿cómo iba a creerle?

– Parece un cuento, lo sé -dijo Ginebra cuando vio que él no seguía hablando-. Normalmente no se lo cuento a nadie. Sólo lo sabía Uther, y ahora Arturo… y tú. Pero tienes que darme tu palabra de que no se lo dirás a nadie.

En lugar de hacer lo que ella esperaba y darle su palabra, preguntó:

– ¿Arturo?

– Pronto seremos marido y mujer -recordó Ginebra-. No tenemos secretos entre nosotros. También hablé con Arturo sobre ti.

– Sobre… ¿mí?

– No debes tener miedo -aseguró Ginebra-. Arturo no lo aceptaría nunca, pero me confesó que estaba un poco celoso de ti.

– ¿Celoso?

– Es un hombre -respondió Ginebra, como si eso lo explicara todo-. Pero después de que desaparecieras, se hizo muchos reproches. Me prometió que, si querías, podrías quedarte en Camelot.

Hasta entonces a Dulac le había resultado difícil atender a las palabras de ella, sus pensamientos seguían dando vueltas a la increíble confidencia que le había hecho. Pero ahora abrió los ojos de par en par. Claro, eso era lo que había querido Arturo: que estuviera lo más lejos posible de Camelot. Y, sobre todo, de Ginebra.

– Es cierto -aseguró Ginebra-. Lamenta lo que hizo. También se culpa porque le prometió a Dagda que se ocuparía de ti. Estoy segura de que se alegrará cuando regreses -de pronto hizo una mueca-. Sobre todo porque tu sucesor en la cocina armó una buena.

– ¿Tander?

– Sí. Robó todo lo que pudo y se embolsó unas monedas de oro que le dio Arturo para ir a comprar al mercado.

– ¿Sólo eso? -Dulac no se había llevado ninguna sorpresa-. Creía que la cosa iba a ser mucho más grave.

– Dale tiempo -respondió Ginebra en tono serio.

– ¿Por qué Arturo no lo manda a paseo o deja que se pudra un mes en las mazmorras? -Dulac supo la respuesta antes de que se la dijera Ginebra.

– Porque Arturo es Arturo -dijo ella-. Dice que ya llegará el momento de que Tander pague sus deudas.

– Sí -gimió Dulac-. Eso es muy de Arturo.

Ginebra sonrió, pero luego se puso seria de nuevo. Se separó un poco de él, le miró profundamente a los ojos y dijo:

– Vuelve a Camelot, Dulac.

– ¿Por qué? -preguntó Dulac-. ¿Porque Arturo me necesita? Acabará con Tander sin mi ayuda.

– Porque yo te necesito.

– ¿Vos? -el corazón de Dulac saltó de alegría. Jamás se habría atrevido a desear escuchar aquellas palabras de su boca. Y ahora las había pronunciado.

– Necesito un amigo, Dulac -contestó Ginebra-. Estoy muy sola en Camelot.

– Pero… vos misma dijisteis…

– Sé lo que dije -le interrumpió Ginebra. En su voz y su mirada había una seriedad que le provocó escalofríos-. Y eso es lo que pienso, entonces y ahora -dudó un momento-. ¿Crees que podrías ser sólo mi amigo?

– Arturo no lo permitiría nunca -respondió él, pero Ginebra negó con la cabeza.

– Sí, si se lo pido -dijo.

– ¿Estáis tan segura?

– Claro que sí -afirmó Ginebra-. Le he prometido que en mi corazón no hay lugar para otra persona, y voy a cumplirlo. Arturo lo sabe -lo miró interrogante-. ¿Vendrás conmigo?

Dulac no respondió enseguida, sólo miró al lago. «Tal vez -pensó-, existe algo parecido al poder del destino, pero si es así, tiene un peculiar sentido del humor». Justo en aquel lugar había obtenido todo lo que había soñado. Ese sueño se había transformado en una pesadilla y, ahora que, en ese mismo lugar, acababa de deshacerse de la armadura y de la espada mágica, por lo que parecía, iba a regresar a su vida de antes. Quizá hubiera algún sentido para todo aquello; pero, si era así, él se sentía incapaz de descubrirlo.

– ¿Bueno? -preguntó Ginebra-. ¿Qué quieres hacer? ¿Seguir dando vueltas por los bosques, alimentándote de setas y raíces? ¿O venir conmigo a Camelot? Como mucho tendrás que escuchar una reprimenda de Arturo, que en ningún caso irá en serio…

Dulac meditó largo rato, aunque en el fondo no había mucho que meditar. Hasta aquel momento no se había visto obligado a llevar esa vida en los bosques, de la que ella hablaba, pero si se montaba a caballo y salía cabalgando, tendría que acabar por hacerlo. No había ningún lugar al que perteneciera, ningún sitio adonde pudiera ir, literalmente nadie que conociera y, menos todavía, una sola persona que quisiera ayudarle. La inminente guerra había proyectado una sombra sobre el país y, aparte de que pudiera barrer el suelo y escanciar el vino, no tenía especiales habilidades. No aguantaría mucho en el bosque, alimentándose de raíces y setas; como mucho el próximo invierno acabaría congelado o muerto por alguna otra causa.

Y si regresaba a Camelot, por lo menos permanecería cerca de Ginebra.

En lugar de decir todo aquello en voz alta, hizo un movimiento de cabeza y preguntó con una sonrisa algo turbada:

– ¿Y realmente creéis que Arturo no tendría nada en contra si regresara con vos… desnudo y cubierto por vuestra capa?

Ginebra comenzó a reír a carcajadas. Por lo visto, tampoco las ropas eran un problema, y menos todavía, el regreso a Camelot. Ginebra no había dicho toda la verdad cuando aseguró estar sola. Se montó sobre su caballo y se alejó sin dar ninguna explicación. Pocos minutos después, apareció de nuevo arrastrando por las riendas un nuevo caballo ensillado y, sin decir nada tampoco, tiró al suelo un hatillo que contenía unas botas de finísima piel, unas calzas de tela gruesa y una blusa blanca. Ignoró por completo su pregunta sobre la procedencia de aquellos objetos, así como su mirada, que la invitaba a cerrar los ojos o, por lo menos, a darse la vuelta mientras se vestía, de tal modo que se vio obligado a hacerlo sin quitarse la capa blanca, que a esas alturas ya estaba empapada y se le pegaba al cuerpo como una segunda piel.

Ginebra observó sus movimientos con franca diversión. En cuanto el joven acabó y se quitó la capa mojada, se acercó un poco y señaló con la cabeza el caballo sin jinete que estaba a su lado.

– ¿Podrás montarte tú solo o corto unas cuantas ramas y te construyo una escalera? -preguntó en son de burla.

Dulac se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua y señalando al animal, preguntó con desconfianza:

– ¿De dónde ha salido?

– Del establo de Arturo -respondió Ginebra-. Y date prisa. Mi doncella se estará poniendo nerviosa. Y me temo que mi guardia personal también.

– ¿Guardia personal? -Dulac se dio la vuelta sobresaltado-. ¿A qué guardia os referís? ¿Y cuál doncella?

– Pues a mi guardia y a una doncella -Ginebra entornó los ojos-. Soy la futura reina de Camelot.

Dulac comenzó a retorcer la capa mojada.

– ¿Y de dónde proceden estas ropas? -volvió a preguntar él.

– Son mías -respondió Ginebra y, cuando vio la mirada interrogativa de sus ojos, encogió los hombros y luego continuó-: A veces… cabalgo campo a través. O me pongo a galopar. Para esos casos estas ropas son más adecuadas.

Eso debía de ser; pero, de repente, Dulac se debatía entre pensamientos contrapuestos. Algo de aquella ropa que ahora llevaba le había parecido raro desde el principio, y ahora sabía el qué. Era bonita y de mejor calidad que cualquier prenda que había poseído. Pero eso no quitaba que fuera ropa de mujer…

– ¿Qué dirá Arturo si yo vuelvo vestido con vuestra ropa? -preguntó.

Ginebra se encogió de hombros.

– No creo que se dé cuenta. En estos momentos Arturo tiene demasiadas cosas entre manos como para fijarse en mis vestidos. Y si se fijara, ¿qué crees que diría si tú fueras desnudo en vez de llevar esto?

Dulac prefirió no pensar en ello. Tras un último titubeo, se montó sobre el caballo. Seguía sin creer que su regreso a Camelot fuera a transcurrir de manera tan sencilla como Ginebra imaginaba.

En todo caso, tal vez tendría la oportunidad de encontrar algo parecido a un hogar. Con Ginebra a su lado lo peor quedaba atrás.

Por lo menos, eso creía en aquel instante.

Todavía no había visto Camelot.

Ginebra no sólo iba acompañada de dos doncellas, sino que también llevaba cuatro guerreros que formaban su guardia personal. Verlos tendría que haber tranquilizado a Dulac, pero sucedió justamente lo contrario. Antes, nadie necesitaba una guardia personal cuando abandonaba Camelot.

Cabalgaban tan deprisa que las doncellas tenían serios problemas para no caerse. Sin embargo, tardaron más de una hora en avistar Camelot. Y cuando ocurrió, la visión le produjo a Dulac tal horror que tiró de las riendas de su caballo y lo clavó en el suelo.

La silueta de la ciudad se había transformado. Era como si, en el castillo, le hubieran dado un mordisco a la torre del homenaje; había menguado más de un tercio. En cuanto a la muralla exterior, parecía que un gigante la hubiera golpeado con un martillo. Y también varias casas estaban deterioradas, algunas casi destruidas.

Como detuvo el caballo tan de improviso, Ginebra siguió cabalgando un rato más antes de darse cuenta de que él ya no montaba junto a ella. La dama dio la vuelta y se alineó al lado de Dulac.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.

Dulac levantó el brazo y señaló con la mano temblorosa la ciudad. Le costaba trabajo incluso hablar.

– ¿Qué… qué es lo que ha sucedido… aquí? -logró articular por fin.

– El terremoto -entre las cejas de Ginebra se formó una profunda arruga.

– ¿Terremoto? ¿Pero… qué… qué terremoto? -preguntó Dulac con desaliento.

– El gran terremoto de hace cuatro semanas -dijo Ginebra.

¿Hacía cuatro semanas? Dulac la miró con desconcierto, callado.

– ¿No sabías nada? -Ginebra parecía sensiblemente consternada-. Tienes que haber estado muy lejos si no has oído hablar de él.

«¿Muy lejos?», pensó Dulac. Sí, realmente había estado muy lejos. Más lejos todavía de lo que ella se podía imaginar.

Ginebra hizo un movimiento de cabeza.

– Sigamos. Pero no te asustes, porque la ciudad no tiene buen aspecto.

Y no había exagerado nada, más bien se quedó corta. Cuanto más se acercaban a Camelot, más rastros de destrucción descubría. La muralla no había desaparecido por completo en ninguna zona, pero en varias partes se había quedado a la mitad de su altura. No quedaba ninguna sección completa de los túneles de defensa, y la puerta por la que entraron colgaba torcida de los goznes. Ni una sola casa intacta. Muchísimos tejados se habían hundido o venido abajo del todo. Enormes grietas se abrían en las paredes de los edificios y, en algunos casos, habían tenido que poner vigas para apuntalarlos. También pasaron por delante de casas, que ya eran únicamente montones de escombros y piedras de la altura de un hombre. Tras el asalto del ejército picto, Camelot había sido de nuevo arrasada y con mucha más saña.

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