Corsarios De Levante
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Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capit?n Alatriste`, que Arturo P?rez Reverte comenz? a escribir all? por el a?o de nuestro se?or de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.
Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasi?n Arturito nos lleva por las aguas del Mediterr?neo, Donde Turcos, Espa?oles, Venecianos, Franceses, Ingleses y dem?s se pasaban el d?a comerci?ndo y degoll?ndose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito I?igo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento m?s, que no es menester de estas l?neas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.
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– Voacé a fato acua -dijo con mucha flema-. A perduto.
Miré a mi vez los bueyes puestos boca arriba, más picado de que nos tomara por bobos que por la trampa en sí. Los reyes y los sietes con que pretendía darnos garatusa tenían más alas de mosca que un pastelero y más cejas que Bartolo Cagafuego. Hasta un niño habría descornado la flor, pero aquel bergante, viéndonos chapetones, nos tomaba por menos que niños.
– Coge nuestro dinero -le susurré a Correas-. Y a Villadiego.
Sin hacérselo decir dos veces, mi compañero se metió en la faltriquera las monedas que antes habíamos alijado como pardillos. Yo, siempre con la jarra en la mano, no le quitaba la vista de encima al tahúr, ni de soslayo a sus consortes. Seguía haciendo cálculos de ajedrez, como tanto me aconsejaba el capitán Alatriste: antes de meter mano, piensa cómo vas a irte. Había diez pasos y una docena de peldaños hasta la puerta donde estaban las armas. Teníamos a nuestro favor que, para evitar al dueño del garito problemas con la Justa, los parroquianos habituales no solían caerte encima allí, sino en la calle. Eso nos despejaba el terreno hasta la plaza. Hice memoria. De todas las iglesias cercanas para acogerse en caso de estocadas, Santa María la Nueva y Monserrate eran las más próximas.
Salimos sin que nos inquietaran, lo que pese a todo me sorprendió, aunque el silencio podía cortarse con navaja. Arriba de la escalera cogimos nuestras espadas y dagas, dimos una moneda al mozo y salimos a la plaza del Olmo mirando por encima del hombro, pues sentíamos pasos detrás. La aurora de rosáceos dedos despuntaba, con todas sus metáforas, tras la montaña coronada por el castillo de San Martín, e iluminó nuestros rostros demacrados y soñolientos, de perdularios tras una noche de harto vino, harta música y harto darle a la descuadernada. Jaime Correas, que no había crecido mucho en estatura desde Flandes, pero sí en anchura de hombros y en catadura soldadesca -ahora llevaba una barbita casi espesa, prematura, y una tizona tan larga que arrastraba la punta por el suelo-, señaló con un movimiento de cabeza al tahúr y a tres de sus consortes, que venían detrás, preguntándome por lo bajini si echábamos a correr o desnudábamos temerarias. Lo cierto es que lo noté más partidario de calcorrear que de otra cosa. Eso me desalentó, pues tampoco yo andaba con el pulso fino para compases de esgrima. Aparte que, según las premáticas del virrey, andar a mojadas en plena calle y a la luz del día era viático infalible para la cárcel de Santiago, si eras soldado español, y para la de Vicaría, si italiano. Y allí estaba yo, en fin, con el fullero florentín y sus secuaces pegados a la chepa, dudando, como miles gloriosus que era, entre la táctica del rebato sus y a ellos, en plan cierra España, o la de la velocísima liebre -que el valor no ofusca lo prudente-, cuando a Correas y a mí se nos apareció la Virgen. O, para ser más exactos, se nos apareció en forma de piquete de soldados españoles que venía de hacer el relevo en la garita del muelle picólo y embocaba la calle de la Aduana. De manera que, sin dudarlo un instante, nos acogimos a la patria mientras los malandrines, frustrado el intento, se mantenían quietos en su esquina. Mirándonos mucho, eso sí, para quedarse con nuestras señas y caras.
Yo adoraba Nápoles. Y todavía, cuando echo la vista atrás, el recuerdo de mis años mozos en aquella ciudad, que era un mundo abreviado, grande como Sevilla y hermosa como el paraíso, me arranca una sonrisa de placer y nostalgia. Imagínenme joven, gallardo y español, bajo las banderas de la famosa infantería cuya nación era mayor potencia y azote del orbe, en tierra deliciosa como aquélla: Madono, porta manjar. Bisoño presuto e vino, presto. Bongiorno, bela siñorina. Añadan a eso que en toda Italia, salvo en Sicilia, las mujeres iban de día sin manto por la calle, en cuerpo y mostrando el tobillo, el cabello en redecilla o con mantilla o pañuelo ligero de seda. Además, a diferencia de los mezquinos franceses, los sórdidos ingleses o los brutales tudescos, los españoles aún teníamos buen cartel en Italia; pues aunque arrogantes y fanfarrones, también se nos conceptuaba de disciplinados, valientes y escotados de bolsa. Y pese a nuestra natural ferocidad -de la que daban fe los mismos papas de Roma- en aquel tiempo solíamos entendernos de maravilla con la gente italiana. Sobre todo en Nápoles y Sicilia, donde se hablaba la parla castellana con facilidad. Muchos eran los tercios de italianos -los habíamos tenido con nosotros en Breda- que derramaban su sangre bajo nuestras banderas, y a quienes su gente e historiadores nunca consideraron traidores, sino servidores fieles de su patria. Fue más adelante cuando, en vez de capitanes y soldados que tuvieran a raya a franceses y turcos, llovieron de España recaudadores, magistrados, escribanos y sanguijuelas sin recato, y las grandes hazañas dieron paso a la dominación sin escrúpulos, los andrajos, el bandidaje y la miseria, que abonarían disturbios y sublevaciones sangrientas como la del año cuarenta y siete, con Masaniello.
Pero volvamos al Nápoles de mi juventud. Que como dije, próspero y fascinante, era escenario perfecto de mi mocedad. Y añádanle, como dije, la agitada compañía del camarada Jaime Correas; pues hasta conventos rondábamos en plan galanes de monjas, aparte viernes y sábados campando de garulla en la marina, baños nocturnos en el muelle los días de calor, o rondas a cuanta reja, balcón o celosía con unos ojos de mujer detrás se nos ponía a tiro, sin perdonar ramo de taberna -en Italia eran de laurel-, muestra de garito ni puerta de mancebía. Aunque en estas últimas me condujese tan comedido como arrojado mi camarada; pues, por reparo de las enfermedades que mochan parejo salud y bolsa, mientras Jaime iba y venía con cuanta acechona le espetaba ojos lindos tienes, yo solía quedar aparte, bebiendo tazas de lo fino y en educada conversación, limitándome a escaramuzas periféricas, gratas y sin mucho riesgo. Y como, merced al capitán Alatriste, mi crianza era de garzón discreto y liberal de bolsa, y más estimado es reloj que da la hora que el que la señala, nunca tuve mala ejecutoria en los ventorros elegantes de la playa de Chiaia, en las manflas de la vía Catalana o en las ermitas del Mandaracho o del Chorrillo: las daifas me querían bien, conmovidas por mi discreción y juventud, y hasta alguna me planchaba -y almidonaba- vueltas, valonas y camisas. También la amontonada valentía que frecuentaba tales pastos solía tratarme de voacé y buen camarada; aparte que, como consta a vuestras mercedes, y gracias a la experiencia junto al capitán, yo tenía oficio en lo de meter mano y desatar la sierpe, siendo vivo de espada, rápido de daga y ligero de pies. Cosas que, junto con monedas para gastar, siempre dan buena reputación entre Sacabuches, Ganchosos, Maniferros, Escarramanes y otra gente del araño.
– Tienes una carta -dijo el capitán Alatriste.
Por la mañana, al salir de guardia en Castilnuovo, había pasado por la posta de la garita de Don Francisco, recogiendo el pliego doblado y lacrado que, con mi nombre en el sobrescrito, estaba ahora sobre la mesa de nuestra habitación de la posada de Ana de Osorio, en el cuartel español. El capitán me miraba sin más palabras, de pie junto a la ventana que le iluminaba en contraluz medio rostro y el extremo del mostacho. Me acerqué despacio, como a territorio enemigo, reconociendo la letra. Y voto a Dios que, pese al tiempo transcurrido, a la distancia, a mis años, a las cosas que habían pasado desde aquella noche intensa y terrible de El Escorial, la cicatriz de la espalda se me contrajo casi imperceptiblemente, cual si acabara de sentir en ella unos labios cálidos tras el frío de un acero, y mi corazón se detuvo antes de latir de nuevo, fuerte y sin compás. Al fin alargué la mano para tomar la carta, y entonces el capitán me miró a los ojos. Parecía a punto de decir algo; pero en vez de eso, transcurrido un instante, cogió sombrero y talabarte, pasó por mi lado y me dejó solo en el cuarto.