Corsarios De Levante

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Corsarios De Levante
Название: Corsarios De Levante
Дата добавления: 15 январь 2020
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Corsarios De Levante - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capit?n Alatriste`, que Arturo P?rez Reverte comenz? a escribir all? por el a?o de nuestro se?or de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.

Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasi?n Arturito nos lleva por las aguas del Mediterr?neo, Donde Turcos, Espa?oles, Venecianos, Franceses, Ingleses y dem?s se pasaban el d?a comerci?ndo y degoll?ndose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito I?igo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento m?s, que no es menester de estas l?neas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.

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Señor don Íñigo Balboa Aguirre

Bandera del capitán don Justino Armenta de Medrano

Posta militar del Tercio de infantería de Nápoles

Señor soldado:

No ha sido fácil dar con vuestro paradero, aunque, pese a hallarme lejos de España, mis parientes y conocidos mantienen comunicación constante con cuanto allí ocurre. He sabido así de vuestras andanzas de vuelta a lo militar en compañía de ese capitán Batistre, o Eltriste, comprobando que, no ahito con la antigua experiencia de degollar herejes en Flandes, dedicáis ahora vuestros ímpetus al Turco, siempre en sostén de nuestra universal monarquía de la verdadera religión, detalle que os honra como valiente esforzado caballero.

Si consideráis mi vida aquí como un destierro, erraréis el cálculo. Nueva España es un mundo nuevo y apasionante, lleno de posibilidades, y los apellidos y relaciones de mi tío don Luis son tan útiles aquí como en la Corte, e incluso más, por lo espaciado de la comunicación con ésta. Baste deciros que su posición no sólo no ha sufrido menoscabo, sino que se acrecienta en seguridad y fortuna pese a los falsos argumentos que le levantaron el año pasado, relacionándolo con el incidente de El Escorial. Tengo esperanzas de verlo pronto rehabilitado ante el rey nuestro señor, pues conserva en la Corte buenos amigos y deudos que lo favorecen. Hay además con qué alentarlos, pues aquí sobra pólvora para la contramina, como diríais en vuestra jerga de soldadote. En Taxco, donde vivo, producimos la mejor y más gentil plata del mundo, y buena parte de la que llevan las flotas a Cádiz y España pasa por manos de mi tío, lo que viene a ser por las mías. Como diría fray Emilio Bocanegra, ese santo hombre de Dios al que recordaréis, sin duda, con el mismo afecto que yo, los caminos de Dios son inescrutables, y más en nuestra católica patria, baluarte de la fe de tantas y acrisoladas virtudes.

En lo que se refiere a vuestra merced y a mí, han pasado mucho tiempo y muchas cosas desde nuestro último encuentro, del que recuerdo cada momento y cada detalle como espero lo recordaréis vos. He crecido por dentro y por fuera, y deseo contrastar de cerca tales cambios; así que confío sobremanera en encontraros cara a cara en día no lejano, cuando este tiempo de inconvenientes, viajes y distancias sólo sea memoria. Aunque y a me conocéis: sé esperar. Mientras tanto, si aún albergáis hacia mí los sentimientos que os conocí, exijo una carta inmediata de vuestro puño y letra asegurándome que el tiempo, la distancia y las mujeres de Italia o Levante no os han borrado la huella de mis manos, mis labios y mi puñal. De lo contrario, maldito seáis, porque os desearé los peores males del mundo, cadenas en Argel, remo de galeote y empalamientos turcos incluidos. Pero si permanecéis fiel a la que se alegra de no haberos matado todavía, juro recompensaros con tormentos y felicidad que no imagináis siquiera.

Como podéis ver, creo que aún os amo. Pero no tengáis certeza de eso, ni de nada. Sólo podréis comprobarlo cuando estemos de nuevo cara a cara, mirándonos a los ojos. Hasta entonces, manteneos vivo sin mutilaciones enojosas. Tengo interesantes planes para vos.

Buena suerte, soldado. Y cuando asaltéis la próxima galera turca, gritad mi nombre. Me gusta sentirme en la boca de un hombre valiente.

Vuestra

Angélica de Alquézar

Tras dudarlo un momento, bajé a la calle. Encontré al capitán sentado en la puerta de la posada, desabrochado el jubón, puestos sombrero, espada y daga sobre un taburete, viendo pasar a la gente. Yo tenía la carta en la mano y se la mostré con nobleza, pero él no quiso mirarla. Se limitó a mover un poco la cabeza.

– El apellido Alquézar nos trae mala suerte -dijo.

– Ella es asunto mío -respondí.

Lo vi negar de nuevo, el aire ausente. Parecía pensar en cualquier otra cosa. Mantenía los ojos fijos en el cruce de nuestra calle -la posada estaba en la cuesta de los Tres Reyes-con la de San Mateo, donde unas mulas sujetas a argollas de la pared estercolaban de cagajones el suelo, entre una covacha donde se vendía carbón, picón y astillas, y una grasería llena de manojos e hileras de velas de sebo. El sol estaba alto, y la ropa tendida de ventana a ventana, que goteaba sobre nuestras cabezas, alternaba rectángulos de luz y sombra en el suelo.

– No fue sólo asunto tuyo en las mazmorras de la Inquisición, ni cuando lo del Niklaasbergen -el capitán hablaba quedo, cual si más que dirigirse a mí pensara en voz baja-. Tampoco lo fue en el claustro de las Minillas, ni en El Escorial… Implicó a amigos nuestros. Murió gente.

– El problema no era Angélica. La utilizaron.

Volvió el rostro hacia mí, lentamente, y se quedó mirando la carta que yo aún tenía en la mano. Bajé los ojos, incómodo. Luego doblé el pliego, guardándolo en el bolsillo. Había quedado lacre del sello roto en mis uñas, y parecía sangre seca.

– La amo -dije.

– Eso ya lo escuché una vez, en Breda. Habías recibido una carta como ésa.

– Ahora la amo más.

El capitán permaneció callado otro rato largo. Apoyé un hombro en la pared. Mirábamos pasar a la gente: soldados, mujeres, mozos de posada, criados, esportilleros. El barrio entero, construido por particulares desde el siglo anterior a iniciativa del virrey don Pedro de Toledo, albergaba a buena parte de los tres mil soldados españoles del tercio de Nápoles, pues sólo un corto número cabía en los barracones militares. El resto se alojaba allí, como nosotros. Ortogonal, homogéneo y promiscuo, aquél no era un lugar bello sino práctico: carente de edificios públicos, casi todo eran posadas, hospederías y casas de vecinos con cuartos en alquiler, en inmuebles de cuatro y hasta cinco pisos que ocupaban todo el espacio posible. Era, en realidad, un inmenso recinto militar urbano poblado por soldados de paso o de guarnición, donde convivíamos -algunos se casaban con italianas o con mujeres venidas de España y tenían hijos allí- con los vecinos que alquilaban alojamientos, nos procuraban de comer y se sostenían, en suma, de cuanto la milicia gastaba, que no era poco. Y aquel día, como todos, mientras el capitán y yo charlábamos en la puerta de la posada, sobre nuestras cabezas había mujeres parlando de ventana a ventana, viejos asomados y fuertes voces resonando dentro de las casas, donde se mezclaban los diversos acentos españoles con el cerrado acento napolitano. En ambas lenguas gritaban también unos chicuelos desharrapados que martirizaban con mucha bulla a un perro, calle arriba: le habían atado un cántaro roto al rabo y lo perseguían con palos, al grito de perro judío.

– Hay mujeres…

Eso empezó a decir el capitán, pero calló de pronto, fruncido el ceño, como si hubiera olvidado el resto. Sin saber por qué, me sentí irritado. Insolente. Hacía doce años, en aquel mismo cuartel de los españoles, con harto vino en el estómago y harta furia en el alma, mi antiguo amo había matado a su mejor amigo y marcado, con un tajo de daga, la cara de una mujer.

– No creo que vuestra merced pueda darme lecciones sobre mujeres -dije, alzando un punto el tono-. Sobre todo aquí, en Nápoles.

Al maestro, cuchillada. Un relámpago helado cruzó sus ojos glaucos. Otro habría tenido miedo de aquella mirada, pero yo no. Él mismo me había enseñado a no temer a nada, ni a nadie.

– Ni en Madrid -añadí-, con la pobre Lebrijana llorando mientras María de Castro…

Ahora fui yo quien dejó la frase a la mitad, algo fuera de temple, pues el capitán se había levantado despacio y me seguía mirando fijo, muy de cerca, con sus ojos helados que parecían agua de los canales de Flandes en invierno. Pese a sostenerle la mirada con descaro, tragué saliva cuando vi que se pasaba dos dedos por el mostacho.

– Ya -dijo.

Contempló su espada y su daga, que estaban sobre el taburete. Pensativo.

– Creo que Sebastián tiene razón -dijo tras un instante-. Has crecido demasiado.

Cogió las armas y se las ciñó a la cintura, sin prisa. Lo había visto hacerlo mil veces, pero en esa ocasión el tintineo del acero me erizó la piel. Al cabo, muy en silencio, cogió el chapeo de anchas alas y se lo caló, ensombreciéndose el rostro.

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