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Corsarios De Levante

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Corsarios De Levante
Название: Corsarios De Levante
Дата добавления: 15 январь 2020
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Corsarios De Levante - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capit?n Alatriste`, que Arturo P?rez Reverte comenz? a escribir all? por el a?o de nuestro se?or de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.

Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasi?n Arturito nos lleva por las aguas del Mediterr?neo, Donde Turcos, Espa?oles, Venecianos, Franceses, Ingleses y dem?s se pasaban el d?a comerci?ndo y degoll?ndose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito I?igo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento m?s, que no es menester de estas l?neas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.

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Regresamos al Burgo al atardecer, cuando el polvo suspendido en el aire y los últimos rayos de sol teñían de rojo los muros de la fortaleza de San Ángel como si fueran de hierro incandescente. Antes de embarcar habíamos paseado otro largo rato por las calles rectas y empinadas de la ciudad nueva, visitando el puerto de Marsamucetto, que está por el lado de poniente, y los albergues o cuarteles famosos de Aragón y de Castilla, este último con su bella escalinata; que en la ciudad cada uno tiene su albergue según las siete lenguas, pues así las llaman ellos, en que se reparten los caballeros de la Orden: los citados Aragón y Castilla -que son de nación española-, Auvernia, Provenza y Francia -las tres de nación francesa-, Italia y Alemania. El caso es que, regresando, echamos pie a tierra en la marina junto al foso del Burgo, donde están las tabernas de marineros y soldados de la ciudad vieja. Y como quedaba más de media hora para la oración, momento en que debíamos recogernos a la galera, decidimos soslayar la mazamorra de a bordo remojando la gorja por nuestra cuenta y masticando algo cristiano en un bodegoncillo. Y allí nos instalamos, en torno a un barril que hacía de mesa, con una mano de carnero en vinagre, chuletas de puerco, un pan de bazar de dos cuartales y un golondrino de vino tinto de Metelín valiente como un Roldan; que, por cierto, nos recordó el de Toro. Mirábamos el vaivén de gente: los hombres morenos de piel y con carácter y costumbres a la siciliana, hablando su lengua mezclada con palabras viejas que venían de los cartagineses; y las mujeres, que allí son bellas aunque rehuyen por honestidad la compañía masculina, y salen de casa cubiertas con mantos negros y pardos a causa de sus parientes y maridos, que son celosos como los españoles, y aún más; costumbre que nos viene a todos de los moros y sarracenos. En ésas estábamos los tres, flojo el arnés, cuando unos soldados y gente de cabo de un bajel veneciano, que bebían cerca, compraron a un santero, que paseaba con su caja de mercancía colgada al cuello, unas piedras de San Pablo, que en Malta son de mucha devoción -es leyenda que el santo naufragó allí- porque tienen fama de curar mordeduras de alacranes y serpientes.

Entonces fui imprudente. Yo no era mozo descreído, pero sí sobrio en cuestiones de fe, como me había enseñado a ser el capitán Alatriste. Y con la insolencia de mi juventud no pude evitar una sonrisa cuando vi que uno de los venecianos mostraba a sus compañeros, muy satisfecho, una de tales piedras engarzada en un cordón; con tan mala fortuna que advirtió mi gesto, mortificándose. No debía de ser hombre sufrido, pues torciendo la boca se me encaró con mal talante, viniéndose a mí con una mano apoyada en el pomo de la temeraria y sus compañeros haciéndole espaldas.

– Discúlpate -me aconsejó entre dientes el capitán Alatriste.

Lo miré de reojo, asombrado de su tono áspero y de que me hiciese tragar el desafuero; aunque, reflexionando en frío, concluí que tenía razón. No por miedo a las consecuencias -aunque eran seis, y nosotros tres-, sino porque el filo de las avemarías resultaba hora menguada para meterse en querella, y porque tener cuestión con venecianos, y en Malta, podía traer consecuencias. Las relaciones entre nosotros y la Serenísima de San Marcos no eran buenas, los incidentes en el Adriático por cuestiones de preeminencia y soberanía resultaban frecuentes, y cualquier chispa quemaba pólvora. De modo que, tragándome el orgullo, sonreí forzado al veneciano para quitarle hierro al asunto, diciendo, en la lengua franca que usábamos los españoles por aquellos mares y tierras, algo así como mi escusi, siñore, no era cuesto con voi. Pero el veneciano no amainó vela, sino al contrario. Envalentonado por lo que creyó mansedumbre, y por la diferencia numérica, se echó el pelo hacia atrás -lo llevaba largo como columpio de liendres, a diferencia de los españoles, que lo usábamos corto desde tiempos del emperador Carlos- y me maltrató de palabra con mucha bellaquería, llamándome ladrón ponentino, cosa que escuece a cualquiera, y más a un guipuzcoano. Y ya iba a ponerme en pie, desatinado, metiendo mano para desatar la sierpe, cuando el capitán, que seguía impasible, me sujetó por un brazo.

– El mozo es joven y no conoce las costumbres -dijo en castellano y con mucha calma, mirando al veneciano a los ojos-. Pero con mucho gusto pagará a vuestra merced una jarra de vino.

Por segunda vez, el otro interpretó mal la cosa. Pues, creyendo que también mis dos acompañantes se arrugaban, y crecido por la presencia de los suyos, hizo como que no había oído las palabras del capitán; y sin renunciar a su presa, que era yo, afirmóse en los estribos, soltando con mucha demasía:

– Xende, españuolo marrano, ca te volio amazar.

Y seguía manoseando la empuñadura de su espada. Con lo cual, sin alterarse, el capitán Alatriste retiró la mano de mi brazo. Luego, mientras se pasaba dos dedos por el mostacho, miró a Copons. Y éste, que había permanecido, como solía, mudo y sin perder de vista a los camaradas del fanfarrón, se puso despacio en pie.

– Pantalones come-hígados -masculló. -¿Qué cosa diche? -preguntó el veneciano, descompuesto. -Dice -respondió el capitán, levantándose a su vez- que vas a amazar a la señora putaña que te parió.

Y así fue -tienen vuestras mercedes mi palabra- como se inició el incidente entre españoles y venecianos que la historia de Malta y las relaciones de aquellos años recuerdan como el motín de Birgu, o del Burgo; sobre el que, para escribir por menudo los sucesos, no habría suficiente papel en Génova. Porque apenas dicho eso, el capitán metió mano, y metimos Copons y yo con tanta diligencia que, aunque el veneciano tenía el puño en la espada y sus compañeros andaban prevenidos, el pantalón come-hígados, como lo había llamado Copons, se fue para atrás dando saltos, con una mejilla cortada por la daga que, como un relámpago, saltó de la vaina a la mano izquierda del capitán, y con ella a la cara del veneciano. Y en menos tiempo del que tardo en contarlo, el que estaba más cerca de Copons viose con el molledo de un brazo trinchado por la espada del aragonés, mientras yo, ligero de pies, le daba de punta a un tercero; y aunque éste se echó a un lado, no pudo esquivar un buen piquete que, pese a darle sobre el coleto sin hacer carne, lo hizo irse lejos y en respeto.

A partir de ahí empezaron a desaforarse las cosas. Porque en ese momento, salido de no sé dónde, apareció el moro Gurriato -luego supe que nos esperó todo el día sentado a la sombra, desde que subimos al bote para ir a la ciudad nueva-, y yéndose al veneciano que vio más cerca, lo tajó sin decir esta boca es mía con un jiferazo en los riñones. Entonces, como el bodegoncillo estaba en el arranque de la calle que sube de la explanada de la marina hasta la iglesia que hay cerca del foso de San Ángel, lugar en extremo concurrido, y además era la hora de recogerse a las naves acostadas allí o fondeadas cerca, aquello hormigueaba de soldados y marineros. Por lo que a gritos de los heridos y de sus acompañantes, que habían desenvainado pero no osaban acercársenos, acudieron más venecianos, apretándonos con no poco peligro. Y pese a que hicimos rueda a manera de tercio viejo, cubiertos con taburetes y tapas de tinaja a modo de rodelas y dándoles como diablos estocadas y tajos, habríamos acabado de mala manera si muchos camaradas de la Mulata, que también esperaban el momento de embarcar, no desnudaran temerarias, poniéndose a nuestro lado sin preguntar el motivo de la querella. Que al no ser la gente de galeras muy de llevarse bien con la Justicia, era costumbre acudir en socorro de los compañones, hoy por ti y mañana por mí, con razón o sin ella, lo mismo contra alguaciles y corchetes que contra naturales o extranjeros; siendo punto de honra amparar a todo soldado, marinero o galeote que tras cualquier tropelía se refugiase a bordo, cual si a iglesia se llamara, no respondiendo éste sino ante su capitán de mar y guerra.

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