El caballero del jubon amarillo
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Don Francisco de Quevedo me dirigi? una mirada que interpret? como era debido, pues fui detr?s del capit?n Alatriste. Av?same si hay problemas, hab?an dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen m?s papel que uno. Y as?, consciente de mi responsabilidad, acomod? la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un rat?n, confiando en que esta vez pudi?ramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habr?a sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qu? punto la bell?sima actriz Mar?a de Castro iba a complicar mi vida y la del capit?n, poni?ndonos a ambos en grav?simo peligro, por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos d?as anduvo literalmente al filo de una espada.
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El caso es que estábamos aquella mañana don Francisco de Quevedo y yo frente a la capital del mundo, apeándonos del coche en los jardines de la Casa de Campo, ante el doble edificio rojizo con pórticos y logias a la italiana, vigilado por la imponente estatua ecuestre del difunto Felipe III, padre de nuestro monarca. Y fue en el ameno bosquecillo ajardinado con chopos, álamos, sauces y plantas flamencas que había detrás de la estatua, alrededor de la hermosa fuente de tres alturas, donde la reina nuestra señora recibió a don Francisco sentada bajo un toldo de damasco, rodeada de sus damas y criados más próximos, bufón Gastoncillo incluido. Isabel de Borbón acogió al poeta con muestras de regio afecto; invitólo a rezar con ella el ángelus -era mediodía y las campanas resonaban por todo Madrid- y yo asistí de lejos y descubierto. Luego nuestra señora la reina mandó que don Francisco se sentara a su lado, y departieron largo rato sobre, los progresos de La espada y la daga, de la que el poeta leyes en voz alta los últimos versos, improvisados, dijo, aquella misma noche; por más que yo supiera que los tenía escritos y corregidos de sobra. El único punto que incomodaba a la hija del Bearnés -confesó por ella, entre bromas y veras- era que la comedia quevedesca iba a representarse en El Escorial; y é. carácter austero y sombrío de aquella magna fábrica real repugnaba a su alegre temperamento de francesa. Ésa era la causa: de que evitara, siempre que podía, visitar el palacio construido por el abuelo de su augusto esposo. Aunque, paradojas del destino, dieciocho años después de lo que narro nuestra pobre señora terminase -imagino que muy a su pesar- ocupando un nicho en la cripta.
No vi a Angélica de Alquézar entre las azafatas de la reina. Y mientras Quevedo, sobrado de razones y finezas, deleitaba a las damas con su buen humor cortesano, di un paseo por el jardín, admirando los uniformes de la guardia borgoñona que estaba de facción ese día. Anduve así, más satisfecho que un rey con sus alcabalas, hasta la balaustrada que daba sobre las parras y el camino viejo de Guadarrama, admirando la vista de las huertas de la Buitrera y la Florida, muy verdes en esa estación del año. El aire era sutil, y desde el bosque tras el pequeño palacio llegaban, apagados por la distancia, ladridos de perros punteados por escopetazos; prueba de que nuestro monarca, con su proverbial puntería -glosada hasta la saciedad por todos los poetas de la Corte, incluidos Lope y Quevedo-, daba razón de cuanto conejo, perdiz, codorniz o faisán le ponían a tiro sus batidores. Que si en vez de tanto inocente animalillo lo que el cuarto Austria arcabuceara en su dilatada vida fuesen herejes, turcos y franceses, otro gallo habría cantado a España.
– Vaya. Aquí tenemos a quien abandona a una dama en plena noche para irse con sus amigotes.
Me volví, suspendidos ánimo y respiración. Angélica de Alquézar estaba a mi lado. Decir bellísima sería ocioso. La luz del cielo de Madrid le aclaraba aún más los ojos, irónicamente fijos en mí. Hermosos y mortales.
– Nunca lo habría imaginado en un hidalgo.
Peinaba tirabuzones y vestía con amplia saboyana de tabí rojo y juboncito corto, cerrado con un gracioso cuello de beatilla donde relucían una cadena de oro y una cruz de esmeraldas. Una muda sonrosada, de librillo, le daba ligero rubor cortesano a la palidez perfecta del rostro. Así parecía mayor, pensé de pronto. Más hembra.
– Siento haberos dejado la otra noche -dije-. Pero no podía…
Me interrumpió indiferente, cual si todo fuese cosa vieja. Contemplaba el paisaje. Al cabo me miró de soslayo.
– ¿Terminó bien?
El tono era frívolo, como si de eras no le importara gran cosa.
– Más o menos.
Oí el gorjeo de las damas que estaban alrededor de la reina y de don Francisco. Sin duda el poeta había dicho algo ingenioso, y lo celebraban.
– Ese capitán Batiste, o Triste, o como se llame, no parece sujeto recomendable, ¿verdad?… Siempre os mete en problemas.
Me erguí, picado. Angélica de Alquézar, nada menos, diciendo eso.
– Es mi amigo.
Rió suavemente, las manos en la balaustrada. Olía dulce a rosas y miel. Era agradable, pero yo prefería el aroma de la otra noche, mientras nos besábamos. La piel se me erizó al recordar. Pan tierno.
– Me abandonasteis en plena calle -repitió.
– Es cierto. ¿Qué puedo hacer para compensaros?
– Acompañarme de nuevo cuando sea necesario.
– ¿Otra vez de noche?
– Sí.
– ¿Vestida de hombre?
Me miró como se mira a un tonto.
– No pretenderéis que salga con esta ropa.
– Ni lo soñéis -dije.
– Qué descortés. Recordad que estáis en deuda conmigo.
Se había vuelto a estudiarme con la fijeza de un puñal apuntando a las entrañas. Debo decir que mi estampa tampoco era desaliñada ese día: pelo limpio, vestido de paño negro y daga atrás, al cinto. Tal vez eso me dio aplomo para sostener su mirada.
– No hasta ese punto -respondí, sereno.
– Sois un zafio -parecía irritada como una jovencita a la que se le niega un capricho-. Veo que preferís ocuparos de ese capitán Sotatriste.
– Ya he dicho que es mi amigo.
Hizo un gesto despectivo.
– Naturalmente. Conozco la copla: Flandes y todo eso, espadas, pardieces, tabernas y mujerzuelas. Ruindades de hombres.
Sonaba a censura, pero creí advertir también una nota extraña. Como si de algún modo lamentase no hallarse cerca de todo aquello.
– De cualquier manera -añadió- permitid que os diga que, con amigos como ése, no necesitáis enemigos.
La observé boquiabierto a mi pesar, admirado de su descaro.
– ¿Y qué sois vos?
Frunció los labios cual si de veras reflexionara. Después inclinó un poco la cabeza, sin apartar sus ojos de los míos.
– Ya dije que os amo.
Me estremecí al oírlo, y se dio cuenta. Sonreía como lo habría hecho Luzbel antes de caer del cielo.
– Debería bastaros -remató- si no sois bellaco, estúpido o presuntuoso.
– No sé lo que soy. Pero sobráis para llevarme al quemadero de Alcalá, o al garrote del verdugo.
Se rió otra vez, las manos cruzadas casi con modestia ante la amplia falda sobre la que pendía un abanico de nácar. Miré el dibujo nítido de su boca. Al infierno todo, pensé. Pan tierno, rosas y miel. Piel desnuda debajo. Me habría arrojado sobre esos labios, de no hallarme donde me hallaba.
– No pretenderéis -dijo- que os salga gratis.
Antes de que las cosas se enredaran peligrosamente hubo tiempo para un sabroso lance, propio de verse en un corral de comedias. Fraguóse éste durante una comida en el del León, ofrecida por el capitán Alonso de Contreras, locuaz, simpático y un punto fanfarrón como siempre, que presidía repantigado contra una cuba de vino sobre la que estaban nuestras capas, sombreros y espadas. Éramos comensales d Francisco de Quevedo, Lopito de Vega, mi amo y yo mismo, despachando una sopa de capirotada y un espeso salpicón de vaca y tocino. Invitaba Contreras, quien celebraba haber cobrado al fin las doblas de cierta ventaja que se adeudaba, dijo, desde lo de Roncesvalles. Terminóse comentando cómo los amores del hijo del Fénix con Laura Mosca topaban con la oposición berroqueña del tío -enterarse el carnicero de que había amistad entre Lopito y Diego Al triste no mejoraba las cosas-, y el joven militar nos refirió desolado, que sólo podía ver a su dama furtivamente, cuando ésta salía con la dueña a hacer alguna compra, o en la mis diaria de las Maravillas, donde él la observaba de lejos, arrodillado sobre su capa, y a veces lograba acercarse e intercambiar ternezas ofreciéndole, dicha suprema, agua bendita en el cuenco de la mano para que ella se persignara. Lo malo era que, empeñado Moscatel en casar a su sobrina con el infame procurador Saturnino Apolo, a la pobre no le quedaba otra que esa boda o el convento, y las posibilidades de Lopito eran tan remotas que lo mismo le daba buscar novia en el serrallo de Constantinopla. Al tío de la doncella no lo persuadían ni veinte de a caballo. Además, eran tiempos revueltos: con las idas y venidas del turco y del hereje, Lopito se exponía a tener que incorporarse a sus deberes con el rey en cualquier momento; y eso significaba perder a Laura para siempre. Aquello lo llevaba, según nos confió ese día, a maldecir de cuantos lances apretados había en las comedias de su mismísimo señor padre, porque ni en ellas encontraba paso alguno para resolver el problema.