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El caballero del jubon amarillo

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El caballero del jubon amarillo
Название: El caballero del jubon amarillo
Дата добавления: 15 январь 2020
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El caballero del jubon amarillo - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

Don Francisco de Quevedo me dirigi? una mirada que interpret? como era debido, pues fui detr?s del capit?n Alatriste. Av?same si hay problemas, hab?an dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen m?s papel que uno. Y as?, consciente de mi responsabilidad, acomod? la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un rat?n, confiando en que esta vez pudi?ramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habr?a sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qu? punto la bell?sima actriz Mar?a de Castro iba a complicar mi vida y la del capit?n, poni?ndonos a ambos en grav?simo peligro, por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos d?as anduvo literalmente al filo de una espada.

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– Dame la carta.

Se sorprendió Alatriste, que se disponía a guardarla.

– Es mía.

– Ya no. La lee y la devuelve, ordenaron. Sólo se trata, supongo, de que te convenzas con tus propios ojos: su letra y su firma.

– ¿Y qué vas a hacer con ella?

– Quemarla ahora mismo.

La tomó de entre los dedos del capitán, que no opuso resistencia. Después, mirando alrededor, se decidió por la imagen piadosa que un herbolario tenía en la puerta, junto a un murciélago y un lagarto disecados. Fue allí y encendió el papel en la lamparilla de aceite.

– Ella sabe lo que le conviene, y su marido también -opinó, volviendo junto al capitán con el papel encendido en la mano-… Supongo que se lo hicieron escribir al dictado.

Estuvieron viendo arder el billete hasta que Saldaña lo dejó caer y pisó las cenizas.

– El rey es mozo -dijo de pronto.

Lo soltó como si aquello justificara muchas cosas. Alatriste se lo quedó mirando con mucha fijeza.

– Pero es el rey -apostilló, neutro.

Saldaña fruncía ahora el entrecejo, apoyada una mano en la culata de un milanés. Con la otra se rascaba la barba entrecana.

– ¿Sabes una cosa, Diego?… A veces, como tú, añoro el barro y la mierda de Flandes.

El palacio de Guadalmedina se alzaba en la esquina de la calle del Barquillo con la de Alcalá, junto al convento de San Hermenegildo. El gran portón estaba abierto, de modo que Diego Alatriste pasó al amplio zaguán, donde un portero de librea le salió al paso. Era un viejo criado a quien el capitán conocía de antiguo.

– Quisiera ver al señor conde.

– ¿Ha sido llamado vuesa merced? -preguntó el otro, amable y con mucha política.

– No.

– Veré si su excelencia puede recibir.

Retiróse el portero y estuvo el capitán paseando junto a la verja que daba al jardín, muy frondoso y cuidado, con árboles frutales y de ornamento, amorcillos de piedra y estatuas clásicas entre la hiedra y los macizos de flores. Aprovechó para componerse un poco la ropa, ajustarse la valona limpia y cerrar correctamente las presillas del jubón. No sabía cuál iba a ser la actitud de Álvaro de la Marca cuando estuvieran frente a frente, aunque esperaba que atendiese las disculpas que traía previstas. No era el capitán -y eso el otro lo sabía muy bien- hombre dado a recoger palabras y aceros, y de ambos géneros habíase derrochado la víspera. Pero él mismo, al analizar su conducta, no estaba seguro de haber obrado en justicia frente a quien, a fin de cuentas, empleaba en sus obligaciones la misma firmeza que él había aplicado a las suyas en los campos de batalla. El rey es el rey, recordó, aunque haya reyes y reyes. Y cada cual decide por conciencia, o interés, el modo en que los sirve. Si Guadalmedina cobraba en favores reales su estipendio, también Diego Alatriste y Tenorio -aunque poco, tarde y mal- había cobrado el suyo en los tercios, como soldado de ese mismo rey, de su padre y de su abuelo. De cualquier modo, Guadalmedina, pese a su elevada condición, a su sangre, a su carácter cortesano y a las circunstancias que lo complicaban todo, era un hombre avisado y leal. Amén de habérselas visto juntos frente a terceros en algún lance de espada, el capitán le había salvado la vida cuando el desastre de las Querquenes, y luego recurrió a él cuando la aventura de los dos ingleses. También durante el incidente con el Santo Oficio la benevolencia del conde quedó probada, sin contar el asunto del oro de Cádiz o las advertencias transmitidas a don Francisco de Quevedo sobre María de Castro desde que el capricho real había entrado en escena. Todo aquello creaba vínculos -ésa era su esperanza mientras aguardaba junto a la verja del jardín- que tal vez salvaran la afición que los dos se tenían. Pero quizás el orgullo de Álvaro de la Marca estuviese reñido con conciliación alguna: la nobleza sufría poco verse maltratada, y aquel piquete en el brazo del conde no mejoraba el negocio. En todo caso, Alatriste tenía previsto ponerse a su disposición para lo que gustara, incluido dejarse meter un palmo de acero en el momento y lugar que Guadalmedina decidiese.

– Su excelencia no quiere recibir a vuesa merced.

Diego Alatriste se quedó inmóvil, cortado el aliento, una mano sobre la guarnición de la espada. El criado indicaba la puerta con un gesto.

– ¿Estáis seguro?

Asintió desdeñoso el otro. No quedaba rastro de su amabilidad inicial.

– Dice que se vaya vuesa merced en buena hora.

El capitán era hombre cuajado, mas no pudo evitar que un golpe de calor le subiese a la cara al verse de aquel modo desacomodado y sin favor. Aún miró un instante al portero, adivinándole secreto regocijo. Luego respiró hondo y, conteniéndose para no azotarlo con el plano de fa espada, se arriscó el chapeo, dio media vuelta y salió a ha calle.

Anduvo como ciego calle de Alcalá arriba, sin mirar por dónde iba, igual que ante una veladura roja. Blasfemaba entre dientes, usando sin reparo el nombre de Cristo. Varias veces su paso precipitado, a grandes zancadas, estuvo a punto de atropellar a los transeúntes; pero las protestas de éstos -uno hasta hizo amago de tocar la espada- se desvanecían apenas le miraban el rostro. De ese modo cruzó la puerta del Sol hasta la calle Carretas, y allí se detuvo ante la taberna de la Rocha, en cuya puerta leyó, escrito con yeso: Vino de Esquivias.

Aquella misma noche mató a un hombre. Lo eligió al azar y en silencio entre los parroquianos -tan borrachos como él- que alborotaban en la taberna. Al cabo tiró unas monedas sobre la mesa manchada de vino y salió tambaleándose, seguido del desconocido; un tipo con aires de valentón que, en compañía de otros dos, se empeñaba en reñir, media hoja fuera de la vaina, porque Alatriste lo había estado mirando largo rato sin apartar los ojos; y a él -nunca llegó a saber su nombre-, según voceó con muchos y desabridos verbos, no lo miraba así de fijo ningún puto de España o las Indias. Una vez afuera, Alatriste anduvo con el hombro pegado a la pared hasta la calle de los Majadericos; y allí, bien a oscuras y lejos de miradas indiscretas, cuando sintió los pasos que iban detrás para darle alcance, metió mano, revolvióse e hizo cara. Hirió de antuvión a la primera estocada, sin precaución ni alardes de esgrima, y el otro se fue al suelo con el pecho pasado antes de decir esta boca es mía, mientras sus consortes ponían pies en polvorosa. Al asesino, gritaban. Al asesino. Vomitó el vino junto al cadáver mismo, apoyado en la pared y todavía espada en mano. Después limpió el acero en la capa del muerto, se embozó en la suya y buscó la calle de Toledo disimulándose entre las sombras.

Tres días más tarde, don Francisco de Quevedo y yo cruzamos la puente segoviana para acudir a la Casa de Campo, donde descansaban sus majestades aprovechando la bondad del tiempo, dedicado a la caza el rey y entretenida la reina en paseos, lecturas y música. En coche de dos mulas pasamos a la otra orilla y, dejando atrás la ermita del Ángel y la embocadura del camino de San Isidro, subimos por la margen derecha hasta los jardines que circundaban la casa de reposo de Su Católica Majestad. A un lado teníamos los frondosos pinares, y al otro, allende el Manzanares, Madrid se mostraba en todo su esplendor: las innumerables torres de iglesias y conventos, la muralla construida sobre los cimientos de la antigua fortificación árabe, y en lo alto, maciza e imponente, la mole del Alcázar Real, con la Torre Dorada avanzando como la proa de un galeón sobre la cortadura que dominaba el exiguo cauce del río, cuyas orillas estaban salpicadas con las manchas blancas de la ropa que las lavanderas tendían a secar en los arbustos. Era hermosa la vista, y la admiré tanto que don Francisco sonrió, comprensivo.

– El ombligo del mundo -dijo-. De momento.

Yo estaba entonces lejos de advertir la reserva que había en su comentario. A mis años, deslumbrado por cuanto me rodeaba, no podía imaginar que aquello, la magnificencia de la Corte, el enseñoramiento del orbe en que nos hallábamos los españoles, el imperio que -unido a la rica herencia portuguesa que entonces compartíamos- llegaba hasta las Indias occidentales, el Brasil, Flandes, Italia, las posesiones de África, las islas Filipinas y otros enclaves de las lejanas Indias orientales, todo terminaría desmoronándose cuando los hombres de hierro cedieron plaza a hombres de barro, incapaces de sostener con su ambición, su talento y sus espadas tan vasta empresa. Que así de grande era en mi mocedad, aunque ya empezara a dejar de serlo, aquella España forjada de gloria y crueldad, de luces y sombras. Un mundo irrepetible que podría resumirse, si fuera posible, en los viejos versos de Lorencio de Zamora:

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