Limpieza De Sangre
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– Aquí nos despedimos, rapaz -dijo Malatesta.
Lo miré aturdido, sin comprender. El mío debía de ser un aspecto lamentable, con toda la sangre seca del pobre Luis de la Cruz en mi cara y ropas, y las huellas del viaje. Por un momento creí ver fruncirse el ceño del italiano, como si no estuviera satisfecho de mi estado, O de mi situación. Yo seguía mirándolo, confuso.
– Aquí se hacen cargo de ti -añadió, al cabo.
Inició un esbozo de sonrisa: aquel gesto suyo lento, cruel y peligroso, que descubría los dientes blancos como colmillos de un lobo. Pero lo interrumpió en seguida, cual con desgana. Tal vez estimó que yo estaba asaz abatido como para mortificarme con su mueca. Lo cierto es que no parecía del todo a sus anchas. Todavía me observó un momento y luego, otra vez inescrutable, apoyó la mano en la portezuela para cerrarla de nuevo.
– ¿Dónde me llevan? -pregunté.
Mi voz había sonado débil, tan desconocida como si perteneciera a otro. El italiano se quedó quieto. Sus ojos negros como la muerte me miraban sin parpadear. Gualterio Malatesta siempre te miraba igual que si no tuviera párpados.
– Allí.
Señalaba con un gesto del mentón la ciudad que tenía a la espalda. Miré su mano apoyada en la portezuela como si fuera la mano del verdugo, y aquella la losa de una tumba. Luego quise prolongar lo que mi instinto decía era la última luz del sol que iba a ver en mucho tiempo.
– ¿Por qué?… ¿Qué he hecho?
No respondió. Sólo siguió observándome un poco más. Hasta mí llegaba el ruido del cambio de mulas, y al enganchar las de refresco se estremeció el carruaje. Vi pasar por detrás del italiano a varios hombres armados hasta los dientes, y entre ellos los hábitos negros y blancos de un par de frailes dominicos. Uno me dirigió al pasar una ojeada indiferente y breve, cual si en vez de a ser humano la dirigiese a un objeto; y aquella mirada me produjo más miedo que ninguna otra cosa.
– Lo siento, rapaz -dijo Malatesta.
Parecía haber leído el horror en mi pensamiento. Y que me lleve el diablo si en aquel momento no pensé de veras que era sincero. Fue sólo un instante, sin embargo. Esas tres palabras, y apenas un reflejo en la oscuridad de su mirada. Más cuando quise ahondar en lo que creí atisbo de compasión, topéme de nuevo con la máscara impasible del sicario. Vi que empezaba a cerrar la portezuela.
– ¿Qué es del capitán? -pregunté angustiado, intentando retener un poco más aquel sol que estaban a punto de arrebatarme, quizá para siempre.
Siguió callado. Quedaban dos cuartas de luz enmarcando su rostro sombrío. Y entonces sí que advertí, sin lugar a dudas, un levísimo relámpago de despecho cruzarle el semblante. Duró sólo un momento, y en el acto quedó oculto tras la mueca cruel, la sonrisa peligrosa, carnicera, que por fin crispó los labios pálidos y fríos del italiano. Pero entonces mi corazón ya saltaba de gozo y la mueca se me daba una higa; pues comprendí, en el acto y con toda certeza, que Diego Alatriste había logrado eludir la emboscada.
Entonces Malatesta cerró de golpe y quedé otra vez en tinieblas. Oí órdenes confusas, el galope de un caballo alejándose y luego el látigo del cochero. Después, las mulas se pusieron en marcha y el carruaje rodó, conduciéndome allí donde ni siquiera Dios iba a estar de mi parte.
El desamparo de estar en manos de una maquinaria omnipotente, desprovista de sentimientos y por tanto de piedad, se manifestó apenas me hicieron descender del coche en un lóbrego patio interior, que el crepúsculo hacía más sombrío. Después de quitarme los grilletes fui conducido a un sótano por una escolta silenciosa de cuatro esbirros del Santo Oficio y los dos dominicos que había entrevisto en el cambio de mulas. Ahorro a vuestras mercedes los trámites: desde desnudarme en minucioso registro, a interrogatorio preliminar por un escribano que reclamó de mi, gracia, apellidos, edad, nombre de mi padre y de mi madre, el de mis cuatro abuelos y el de mis ocho bisabuelos, vivienda actual y lugar de origen. Después, en rutinario tono de trámite, comprobó mis conocimientos de buen cristiano haciéndome recitar el padrenuestro y el avemaría, antes de pedirme el nombre de cuanta persona pudiera recordar relacionada con mí situación. Pregunté cuál era mi situación, y no me la dijo. Pregunté por qué estaba allí, y tampoco. Al volver a insistirme sobre mis conocidos no respondí, aparentando confusión y miedo, o más bien -si he de ser franco- limitándome a exteriorizar los sentimientos sinceros que embargaban mi ánimo. Ante la insistencia del amanuense me eché a llorar sin consuelo, y eso pareció bastar de momento, pues dejó la pluma en el tintero, echó polvos en la página fresca y guardó los pliegos. Resolví, de ese modo, recurrir al llanto siempre que me viera apretado; aunque mucho temía no requerir esfuerzo para ello. Porque si algo no iba a faltar allí adentro, barruntaba en mi desdicha, eran motivos para derramar lágrimas.
Después de aquello, cuando creía haber finiquitado el trámite, comprobé que era sólo el proemio, o prólogo, y que el primer acto ni siquiera había comenzado todavía. Lo supe cuando fui llevado a una habitación cuadrada, sin ventanas ni saeteras, iluminada por un gran candelabro y cuyo mobiliario era una mesa grande, otra pequeña con recado de escribir, y unos pocos bancos. junto a la mesa grande se sentaban los dos frailes de la parada de postas, y un tercer individuo de barba oscura y ropón negro que le daba imponente aspecto de relator o de juez, con una cruz de oro al pecho. Tras la mesa pequeña se sentaba un escribano distinto al del interrogatorio preliminar: un tipo con aire de cuervo que apuntaba por lo menudo cuanto allí se decía, y mucho llegué a temer que también lo que no se decía. Dos esbirros, uno alto y fuerte y otro pelirrojo y flaco, me vigilaban. Y en la pared había un enorme crucifijo, cuyo inquilino parecía haber pasado antes por las manos de aquel mismo tribunal.
Como supe a partir de ahí, lo más terrible de estar preso en las cárceles secretas de la Inquisición era que nadie te decía cuál era el delito, ni qué pruebas o testigos había contra ti, ni nada de nada. Los inquisidores se limitaban a formular pregunta tras pregunta, con el escribano anotándolo todo, mientras te estrujabas el seso queriendo averiguar si lo que decías iba a cuenta de tu descargo o tu condena. Podías pasar así semanas, meses e incluso años ignorándolo todo sobre la causa de la prisión; con el agravante de que si tus respuestas no eran satisfactorias, recurríase al tormento para facilitar la confesión y pruebas necesarias. De ese modo eras torturado y respondías sin ton ni son, ignorante de lo que en verdad tenías que responder; y todo te arrastraba a la desesperación, la delación consciente o inconsciente de tus amigos y de ti mismo, y a veces a la locura y la muerte. Eso, cuando no ibas luego con sambenito y encorozado al cadalso, el garrote en torno al cuello, una pira de buena leña bajo los pies, y tus vecinos y antiguos conocidos aplaudiendo en la plaza, encantados con el espectáculo.
Al menos yo sí sabía por qué estaba allí; aunque eso tampoco fuera gran consuelo. Por ello, tras las preguntas iniciales pronto vime en serios aprietos. Sobre todo cuando el fraile más joven, el mismo que me había mirado con indiferencia en el carruaje durante mi última charla con Malatesta, inquirió los nombres de mis cómplices.
– ¿Los cómplices de qué, Ilustrísima?
– No soy Ilustrísima -dijo el otro, sombrío, la amplia tonsura brillándole con la luz del candelabro-. Y te interrogo por los cómplices de tu sacrilegio.
Se repartían los papeles, como en las comedias. Mientras el del ropón negro y la barba permanecía silencioso, cual juez que escucha y delibera consigo mismo antes de emitir sentencia, los dos frailes desempeñaban con mucho oficio el papel de inquisidor implacable, el más joven, y de confidente benévolo, el otro, que era algo mayor, con aspecto más regordete y plácido. Pero yo llevaba en la Corte tiempo sobrado para adivinar ciertas tretas; así que resolví no fiar en el uno ni en el otro, y hacer como que no veía al del ropón negro. Además, ignoraba cuánto era lo que sabían. Y carecía de la menor idea sobre si mi sacrilegio -como acababan de definirlo- era exactamente el mismo que ellos pretendían que fuera. Porque, en hablando con quien puede hacer que te pese, el peligro tanto está en pedir naipe de menos como en pedir naipe de más. Y hasta decir aquí me planto puede aparejarte la ruina.