Limpieza De Sangre
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– Volvemos a encontrarnos -repitió.
Luego se apartó del murete casi con esfuerzo, igual que sí le diera pereza moverse, y avanzó un paso hacia mí. Uno sólo. Pude ver que llevaba la espada dentro de la vaina. Moví un poco la daga, sin bajarla, y volvió ésta a brillar suavemente entre él y yo.
– Dame eso -dijo.
Apreté los dientes sin responder, para que no alcanzase a calcular todo mi miedo. A un lado, en el suelo, el moribundo emitió un último gemido y dejé de oír su estertor. Haciendo caso omiso de mi acero desnudo, Malatesta dio dos pasos más en su dirección y se inclinó un poco, atento.
– Menos trabajo para el verdugo.
Lo empujó con un pie mientras hablaba. Después volvióse de nuevo a mí, que seguía amenazándolo con la daga. Comprobé, pese a la oscuridad, que parecía sorprendido de verme aún con ella en la mano.
– Déjalo ya, rapaz -murmuró, sin prestarme casi atención.
Otras sombras se destacaban alrededor, hombres armados que se iban acercando; y éstos sí traían pistolas, espadas y dagas desenvainadas. La luz de un farol dobló la esquina sobre el murete, se asomó arriba de nuestras cabezas y descendió luego por la cuesta. A su resplandor pude ver la sombra negra del italiano deslizarse sobre Luis de la Cruz. El joven estaba inmóvil, acurrucado en el suelo; y de no ser por los ojos abiertos, fijos ante sí, hubiérase dicho que dormía en un inmenso charco rojo.
El farol ya se acercaba, proyectando ahora sobre mí la sombra de Malatesta. Lo vi recortarse en el contraluz junto a los reflejos metálicos de los hombres que llegaban. Yo seguía manteniendo la daga alzada. Y cuando el farol se detuvo cerca, iluminó lateralmente el rostro flaco y picado de viruela y cicatrices del espadachín, semejante a una siniestra faz de la luna. Sobre su bigote, recortado muy fino, los ojos tan negros como su indumentaria me estudiaban con divertida atención.
– Date preso a la Santa Inquisición, rapaz -dijo, y la temible fórmula sonaba a burla en su boca, con aquella sonrisa que era una amenaza.
Yo estaba aterrado en demasía para responder o moverme, así que no lo hice. Me estuve inmóvil, siempre con la daga empuñada en alto; e imagino que, visto desde afuera, eso podía interpretarse como resolución. Tal vez por ello creí sorprender curiosidad, o interés, en la mirada negra de mi enemigo. Al cabo de un instante, algunos de los esbirros que nos rodeaban hicieron ademán de ocuparse de mí; pero Malatesta los detuvo con un gesto. Después, muy despacio, cual si estuviera dándome la oportunidad de reflexionar, sacó la espada de la vaina. Una espada enorme, interminable, de grandes gavilanes y amplia cazoleta. Contempló unos momentos la hoja, con aire reflexivo, y luego alzóla lentamente hasta que relució ante mí. Junto a ella, mi pobre daga parecía ridícula. Pero era mi daga. Así que, aunque el brazo empezaba a pesarme como si estuviera cargado de plomo, la mantuve delante, siempre quieto, mirando los ojos del italiano como quien mira los ojos fascinadores de una serpiente.
– Tiene hígados, el mozo.
Hubo risas entre las sombras que nos cercaban tras el farol. Malatesta alargó su acero hasta rozar la punta de mi daga. Aquel toque metálico me erizó el vello en la nuca.
– Déjalo ya -dijo.
Alguien volvió a reír, y aquella risa me encendió la sangre. Tiré una cuchillada violenta para apartar el acero de Malatesta, y el cling resonó igual que un desafío. De pronto, sin saber cómo, vi la punta de su espada a dos pulgadas de mi cara, inmóvil, cual sí considerase muy por lo menudo atravesarme o no. Tiré otra cuchillada, más la hoja desapareció de pronto y mi golpe se perdió en el vacío.
Hubo nuevas risas. Y yo sentí por mí mismo una pena muy honda y un gran desconsuelo; una tristeza infinita que me hizo subir las ganas de llorar, no a los ojos -que mi orgullo mantenía secos-, sino al corazón y la garganta. Y comprendí que hay cosas que ningún hombre puede tolerar, aunque le vaya la vida en ello, o justamente porque le va en ello más que la vida. Y en esa tristeza rememoré los montes y los campos verdes de mi infancia, y el humo de los caseríos en el aire húmedo de la mañana, y el recuerdo de las manos duras y ásperas de mi padre, con el roce de su mostacho de soldado el día que me abrazó por última vez siendo yo muy niño, antes de ir a buscar su destino bajo los muros de Jülich. Y sentí el calor de la chimenea, y entreví el escorzo de mi madre inclinada junto al fuego, cosiendo o cocinando; y la risa de mis hermanillas que jugaban cerca. Y añoré desesperadamente el calor tibio del lecho al amanecer los días de invierno. Y después fue el cielo azul como los ojos de Angélica de Alquézar el que lamenté no tener sobre mí, en vez de acabar en la oscuridad, a la luz de un farol, de aquel modo tan sombrío y tan triste. Pero nadie escoge el momento, y aquel sin duda era el mío.
Es hora de morir, me dije. Y con todo el vigor de mis trece años, y con toda la desesperación de cuantas cosas hermosas ya no serían posibles para mí, nunca, miré con fijeza la punta reluciente del acero enemigo y encomendé mi alma a Dios torpemente, con una rápida oración que mi madre me había enseñado en su lengua vascuence con mis primeras palabras. Y luego, seguro de que mi padre estaría aguardándome con los brazos abiertos y una sonrisa de orgullo en la boca, empuñé bien fuerte la daga, cerré los ojos y me arrojé, tirando cuchilladas a ciegas, contra la espada de Gualterio Malatesta.
Viví. Después, cada vez que quise recordar el momento, sólo pude recomponerlo mediante una rápida sucesión de sensaciones: el brillo último de la espada ante mí, la fatiga del brazo asestando golpes a diestro y siniestro, el impulso hacia adelante sin dar en nada, ni acero, ni dolor, ni resistencia. Y, de pronto, el contacto con un cuerpo sólido, recio, y unas ropas, y una mano fuerte que me sujetaba, o más bien parecía abrazarme cual si temiera que me lastimase. Y mi brazo intentando liberarse para apuñalar, mientras yo me debatía en silencio, y una voz con vago acento italiano susurraba «¡Tranquilo, rapaz, tranquilo!» casi con ternura, sujetándome como si el daño con la daga me lo fuera a infligir yo mismo. Y luego, mientras seguía debatiéndome con la cara hundida entre aquel ropaje oscuro que olía un poco a sudor y un poco a cuero y a metal, la mano que parecía abrazarme o protegerme retorcióme el brazo despacio, sin excesiva brutalidad, hasta que hube de soltar la daga. Entonces, a punto de echarme a llorar y deseando poder hacerlo, así aquel brazo con fuerza, con rabia, como un perro de presa dispuesto a hacerse matar en el sitio. Y no cejé hasta que aquella misma mano se cerró en un puño, y un golpe detrás de mi oreja hizo estallar la noche en mil pedazos y me sumió en un sueño repentino y brutal. Un vacío negro, profundo, donde caí sin proferir un grito ni una queja. Dispuesto a ir a Dios como buen soldado. Después soñé que no había muerto. Y me aterró la certeza de que iba a despertar.