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Limpieza De Sangre

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Limpieza De Sangre
Название: Limpieza De Sangre
Дата добавления: 15 январь 2020
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Limpieza De Sangre - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

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– Ten mucho tiento -dijo.

Después me puso una mano en el hombro. Y yo respiré hondo y crucé la plaza como quien se mete en la boca de un lobo, sintiendo fijos en mí los ojos del capitán y, en los oídos, el homenaje que Don Francisco tuvo a bien improvisar mientras me alejaba:

Feliz, de piedra el alto muro escala
el que en lozana juventud se fía.

El corazón me iba tan fuerte como por la mañana, junto a Angélica de Alquézar. O tal vez más. Sentía una tensión casi insoportable en el estómago y la garganta, y en mis oídos redoblaban extraños tambores cuando pasé junto a los bultos agazapados de Don Vicente de la Cruz y sus hijos. Estaban pegados a la tapia y relucían las armas entre sus capas.

– Date prisa, chico -susurró el padre, impaciente.

Asentí sin decir nada, y seguí la tapia hasta el guardacantón de la esquina. Allí me persigné subrepticiamente, encomendándome al mismo Dios de quien me aprestaba a violar un sagrado recinto. Luego subí sin dificultad al guardacantón -yo tenía entonces la agilidad de un simio- y, sosteniéndome en equilibrio sobre su estrecho remate, pude echar las manos arriba e izarme a pulso hasta que me vi encaramado en lo alto del muro. Allí estuve a horcajadas, procurando no recortarme demasiado en la claridad de la luna, teniendo a un lado, abajo, la calle y la plazuela con los bultos silenciosos de mis compañeros de aventura pegados a la pared; y al otro el silencio umbrío del huerto de las Benitas, sólo roto a intervalos por el chirriar de un grillo noctámbulo. Esperé a que el redoble del tambor decreciese en mis tímpanos antes de moverme de nuevo; y cuando lo hice tintineó, al salirse de mis ropas y rozar en el muro, el dije con la cadena que Angélica de Alquézar me había regalado en la fuente del Acero. Yo había pasado horas mirándolo; parecía antiguo, y en su interior figuraban varios signos grabados, muy extraños y fascinantes.

Lo introduje otra vez en la camisa, bien pegado al pecho, esperando que ese amuleto me trajese la suerte que requería el lance. Las ramas de un manzano rozaron mi cara cuando me incliné hacia dentro de la tapia y, tras colgar de las manos, dejéme caer desde seis o siete pies de altura. Rodé por el suelo sin excesivas magulladuras, sacudí la tierra de mi ropa, y, rogando a la Madre de Dios que no hubiese perros sueltos en el lugar, anduve pegado a la tapia hasta la puertecilla y descorrí con diligencia el cerrojo. Apenas hube abierto se colaron dentro Don Vicente de la Cruz y sus hijos, embozados en sus capas y con las herreruzas desenvainadas, y cruzaron el huerto con rápidos pasos que la tierra blanda amortiguaba. Aquello, en lo que a mi tocaba, era negocio hecho.

Había cumplido como mozo de hígados; que de no haber empresas no conociéramos a los héroes. Así que salí a la calle, satisfecho, y crucé sin demora la plazuela. Mis instrucciones eran estrictas por parte del capitán: ir a casa por el camino más corto. Anduve arrimado al pretil de la cuesta, dejando las Benitas y la Encarnación a mi espalda, sereno y henchido de orgullo porque todo había salido a pedir de boca. Entonces me asaltó la tentación de permanecer en los alrededores, cerca del coche que aguardaba con las mulas trabadas, para ver, aunque fuese a la luz de la luna y por un instante, a la doncella rescatada cuando su padre y hermanos la llevaran hasta allí. Dudé un momento entre la disciplina y el gusto, sin llegar a resolverme del todo. Y en esa irresolución estaba cuando oí el primer disparo.

Eran al menos diez, calculó Diego Alatriste mientras desenvainaba espada y daga. Y en el patio del convento, algunos más. Salían de todas partes, de las esquinas y los zaguanes, y calle y plazuela relucían de aceros desenvainados mientras los gritos «¡Ténganse a la Inquisición!» y «¡Favor al Rey!» atronaban la noche de arriba abajo. Sonaron más tiros al otro lado de la tapia de las Benitas, y un confuso tropel apareció en la puertecilla, con mucha gente trabándose a estocadas. Por un momento Alatriste creyó ver unas tocas blancas de novicia entre el vaivén de aceros, pero la escena quedó oculta por el resplandor de dos nuevos pistoletazos. Y, además, era momento de cuidar la propia salud. El grito de ténganse a la Inquisición bastaba para erizarle el cabello a cualquiera; y, de haber espacio para ello, el capitán habríase impresionado lo mucho que las circunstancias reclamaban. Pero ya estaba luchando por salvar la piel, y en tales trances igual daba Inquisición que corchetes del corregidor: lo mismo degüella cuchilla seglar que rociada con agua bendita. Paró con su daga la estocada de una sombra que parecía materializarse de la nada a su espalda, hizo a la sombra retroceder con tres mandobles y un voto a Dios, y por el rabillo del ojo vio que Don Francisco de Quevedo se enfrentaba a otras dos. Era superfluo -hubiera exigido gastar resuello necesario a otros menesteres- gritar traición o algo por el estilo. Así que Don Francisco y el capitán se aplicaron a batirse con la boca más o menos cerrada. Fuera quien fuese el responsable, la emboscada estaba clara y allí no quedaba sino vender caras las asaduras de cada uno. El que había atacado antes cerraba de nuevo contra Alatriste; así que éste, intuyendo el acero enemigo por su reflejo, afirmó los pies, paró justo a tiempo un buen tajo de revés, avanzó un pie y luego el otro, sujetó la espada del adversario entre el codo y el costado, adelantó la punta de la suya, y al extremo de la herreruza pudo oír el adecuado grito de dolor cuando marcó al otro en la cara. Por fortuna los familiares de la Inquisición no eran Amadises, y aquello resultaba llevadero. Retrocedió en la oscuridad hasta apoyar la espalda en un muro, y aprovechó el respiro para echarle un vistazo a Don Francisco. El poeta, fiel a su probada destreza, cojeando y maldiciendo ahora entre dientes, mantenía a raya a quienes lo acosaban; pero llegaba más gente, y pronto iban a faltar manos para sangrar tanto puerco. Por suerte, casi todos los atacantes se concentraban junto a la tapia de las Benitas, donde la confusión y los gritos iban en aumento. Era obvio que Don Vicente de la Cruz y sus hijos andaban listos de memoriales. Hasta el capitán llegó el olor de cuerdas de arcabuz encendidas.

– ¡No queda sino largarse! -le gritó a Don Francisco, intentando hacerse oír por encima del cling clang de los aceros.

– ¡Eso intento! -replicó el poeta, entre mandoble y mandoble-… ¡Desde hace rato!

Acababa de matar a uno de sus adversarios y retrocedía a lo largo del muro, con el otro pegado a la toledana. Una nueva sombra apareció de improviso ante Alatriste, o tal vez fuera la misma de antes que se había rehecho y venía con las de Mahoma, a cobrarse el tajo de la cara. Hubo chispas al chocar las espadas entre sí y contra la pared, y luego el capitán, protegiéndose con el antebrazo izquierdo a la altura de la cabeza, aprovechó que el otro se afirmaba entre dos movimientos para arrojarse contra él y darle una patada que lo hizo trastabillar. Después acuchilló de cerca con espada, daga, Y luego otra vez espada. Cuando su enemigo quiso enderezarse, al menos dos cuartas de acero del capitán debían de asomarle por la espalda.

– ¡Virgen santísima! -le oyó murmurar, echando el aliento al tiempo que Alatriste le sacaba la hoja del pecho. Después blasfemó, invocó de nuevo a la Virgen y cayó de rodillas pegado a la pared, mientras su espada resonaba metálica en el suelo, entre sus muslos.

Alguien se alejó corriendo del tropel de gente arremolinado ante el convento. Entonces empezaron los tiros de arcabuz, y la calle y la plazuela parecían una fiesta de cohetes y pólvora. Algunas balas zurrearon cerca del capitán y de Don Francisco, y una se aplastó entre ellos, en el muro.

– Joder -dijo Quevedo.

La cosa no estaba para endecasílabos. Y llegaba más gente. Alatriste, empapado en sudor bajo el coleto de búfalo que ya le había ahorrado al menos tres buenas mojadas aquella noche, miró alrededor buscando el modo de zafarse y huir. Al retroceder ante una acometida, Don Francisco se acercó al capitán de modo que sus hombros se tocaron. El pensamiento del poeta era idéntico.

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