El Zorro
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«?sta es la historia de Diego de la Vega y de c?mo se convirti? en el legendario Zorro. Por fin puedo revelar su identidad, que por tantos a?os mantuvimos en secreto?» California, a?o 1790: empieza una aventura en una ?poca fascinante y turbulenta, con personajes entra?ables y de esp?ritu ind?mito, y un hombre de coraz?n rom?ntico y sangre liviana. Lleg? la hora de desenmascarar al Zorro. Isabel Allende rescata la figura del h?roe y, con iron?a y humanidad, le da vida m?s all? de la leyenda.
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Uno de los testigos, nombrado director del combate, golpeó las manos una vez para alistarse. Diego respiró hondo y enfrentó sin pestañear la pistola del otro, que se elevaba a la posición de tiro. Las manos de director golpearon dos veces para apuntar. Diego sonrió a Bernardo y a su abuela, preparándose para el disparo. Las manos dieron tres golpes y Diego vio el destello, oyó la explosión de pólvora y sintió simultáneamente el quemante dolor en su brazo izquierdo.
El joven vaciló y por un largo momento pareció que iba a caerse, mientras la manga de su camisa se encharcaba de sangre. En ese brumoso amanecer, una tenue acuarela, donde los contornos de árboles y hombres se esfumaban, la mancha roja brillaba como laca. El director indicó a Diego que disponía sólo de un minuto para responder al disparo de su adversario. El asintió con la cabeza y se colocó en posición de disparar con la mano derecha, mientras le goteaba sangre de la izquierda, que colgaba inerte. Al frente Moncada, demudado, temblando, se volvió de perfil, con los ojos cerrados. El director dio una palmada y Diego levantó el arma; dos y apuntó; tres.
A quince pasos de distancia Rafael Moncada escuchó el disparo y su cuerpo recibió el impacto de un cañonazo. Cayó de rodillas al suelo y pasaron varios segundos antes de que se diera cuenta de que estaba ileso: Diego había disparado al suelo. Entonces vomitó, tiritando como un afiebrado. Sus padrinos, avergonzados, se aproximaron para ayudarlo a levantarse y advertirle en voz baja que debía controlarse.
Entretanto Bernardo y Manuel Escalante ayudaban al médico a romper la tela de la camisa de Diego, quien se mantenía de pie y aparentemente tranquilo. La bala había rozado la parte de atrás del brazo sin tocar el hueso y sin dañar demasiado el músculo. El médico le aplicó un paño y lo vendó para restañar la sangre, hasta que pudiera lavarlo y coserlo con comodidad más tarde. Tal como requería la etiqueta del duelo, los combatientes se dieron la mano. Habían limpiado el honor, no quedaban ofensas pendientes.
– Agradezco al cielo que su herida sea leve, caballero -dijo Rafael Moncada, ya en pleno dominio de sus nervios-. Y le pido disculpas por haber golpeado a su criado.
– Las acepto, señor, y le recuerdo que Bernardo es mi hermano -contestó Diego. Bernardo lo sostuvo por el brazo sano y lo llevó casi en vilo al coche. Más tarde Tomás de Romeu le preguntó para qué había desafiado a Moncada si no estaba dispuesto a dispararle. Diego le contestó que nunca pretendió echarse un muerto en la memoria que le arruinara el sueño, sólo quería humillarle.
Acordaron que nada se les diría del duelo a Juliana e Isabel, eso era asunto de hombres y no se debía ofender la sensibilidad femenina, pero ninguna de las dos niñas creyó la versión de que Diego se había caído del caballo. Tanto majadereó Isabel a Bernardo, que éste terminó por contarle con unas cuantas señales lo sucedido. «Nunca he entendido eso del honor masculino. Hay que ser bien lerdo para arriesgar la vida por una nimiedad», comentó la chiquilla, pero estaba impresionada, según pudo apreciar Bernardo, porque con las emociones fuertes se ponía bizca. A partir de ese instante Juliana, Isabel y hasta Nuria se peleaban por el privilegio de llevar la comida a Diego.
El médico le había ordenado descanso por unos días, para evitar complicaciones. Fueron los cuatro días más felices en la vida del joven; de buena gana se hubiera batido a duelo una vez por semana con tal de tener la atención de Juliana. Su habitación se llenaba de una luz sobrenatural cuando ella entraba. La esperaba con un elegante batín de noche, recostado en un sillón, con un libro de sonetos en las rodillas, fingiendo leer, aunque en realidad había estado contando los minutos de su ausencia. En esas ocasiones le dolía tanto el brazo, que Juliana debía darle la sopa en la boca, enjuagarle la frente con agua de azahar y entretenerlo durante horas con el arpa, lecturas y juegos de damas.
Distraído por la herida de Diego, que sin ser de gravedad era de cuidado, Bernardo no volvió a pensar en que había oído a Rafael Moncada nombrar a Pelayo hasta varios días más tarde, cuando supo por boca de criados que al conde Orloff lo habían asaltado la misma noche de la fiesta de Eulalia de Callís. El noble ruso se había quedado en el palacete hasta muy tarde, luego tomó su carroza para volver a la residencia que había alquilado durante su breve estadía en la ciudad. En el trayecto, un grupo de forajidos armados de trabucos interceptó el coche en un callejón, redujo sin problemas a los cuatro lacayos y, después de aturdir al conde de un tremendo golpe, le quitó la bolsa, las joyas y la capa de piel de chinchilla que llevaba puesta.
Se le atribuyó el asalto a la guerrilla, aunque ésa no había sido hasta entonces su forma de operar. El comentario general fue que se había perdido todo asomo de orden en Barcelona. ¿De qué servía tener un salvoconducto para el toque de queda si la gente decente ya no podía andar por las calles? ¡Era el colmo que los franceses no fueran capaces de mantener un mínimo de seguridad! Bernardo le hizo saber a Diego que la bolsa robada contenía el oro que el conde Orloff le había ganado a Rafael Moncada en la mesa de juego.
– ¿Estás seguro de que oíste a Moncada nombrar a Pelayo? Sé lo que estás pensando, Bernardo. Piensas que Moncada está mezclado en el asalto al conde. Es una acusación demasiado seria, ¿no te parece? Carecemos de pruebas, pero concuerdo contigo en que es mucha la coincidencia. Aunque Moncada nada tenga que ver con ese asunto, de todos modos es un tramposo. No quisiera verlo cerca de Juliana, pero no sé cómo impedírselo -comentó Diego.
En marzo de 1812 los españoles aprobaron en la ciudad de Cádiz una Constitución liberal basada en los principios de la Revolución francesa, pero con la diferencia de que proclamaba el catolicismo como religión oficial del país y prohibía el ejercicio de cualquiera otra. Tal como dijo Tomás de Romeu, no había para que pelear tanto contra Napoleón, si al fin y al cabo estaban de acuerdo en lo esencial. «Quedará sólo en papel y tinta, porque España no está preparada para ideas ilustradas», fue la opinión del Chevalier, y agregó con un gesto de impaciencia que a España le faltaban cincuenta años para entrar al siglo XIX.
Mientras Diego pasaba largas horas estudiando en las vetustas salas del Colegio de Humanidades, practicando esgrima e inventando nuevos trucos de magia para seducir a la inconmovible Juliana, quien había vuelto a tratarlo como hermano apenas él se curó de la herida, Bernardo recorría Barcelona arrastrando las pesadas botas del padre Mendoza, a las que nunca llegó a acostumbrarse. Llevaba siempre su bolsa mágica colgada al pecho, donde iba la trenza negra de Rayo en la Noche , que ya tenía el calor y olor de su piel; formaba parte de su propio cuerpo, era un apéndice de su corazón.
La mudez que se había impuesto le afinó los otros sentidos, podía guiarse con el olfato y el oído. Era de naturaleza solitario y en su calidad de extranjero estaba aún más solo, pero eso le gustaba. La multitud no lo oprimía, porque en medio del bochinche encontraba siempre un lugar quieto para su alma. Echaba de menos los espacios abiertos en que había vivido antes, pero también le gustaba esa ciudad con la pátina de siglos, sus calles angostas, sus edificios de piedra, sus oscuras iglesias, que le recordaban la fe del padre Mendoza. Prefería el barrio del puerto, donde podía mirar el mar y comunicarse con los delfines de aguas remotas. Paseaba sin rumbo, silencioso, invisible, mezclado con la gente, tomándole el pulso a Barcelona y al país. En una de esas vagas excursiones volvió a ver a Pelayo.
En la entrada de una taberna se había apostado una gitana, sucia y hermosa, a tentar a los pasantes con la revelación de sus destinos, que ella podía discernir en las barajas o en el mapa de las manos, como proclamaba en un castellano enrevesado. Momentos antes le había predicho a un marinero borracho, para consolarlo, que en una playa lejana lo aguardaba un tesoro, aunque en realidad había visto en sus palmas la cruz de la muerte. A poco andar, el hombre se dio cuenta de que le faltaba la bolsa con el dinero y dedujo que la cíngara se la había robado.
Regresó dispuesto a recuperar lo suyo. Tenía la mirada cenicienta y echaba espumarajos de perro rabioso cuando cogió a la supuesta ladrona por los cabellos y empezó a sacudirla. A sus aullidos y maldiciones salieron los parroquianos de la taberna y se pusieron a avivarlo con rechiflas endemoniadas, porque si algo unía a todo el mundo era el odio ciego contra los bohemios y, además, en esos años de guerra bastaba el menor pretexto para que la chusma cometiera tropelías. Los acusaban de cuanto vicio conoce la humanidad, incluso el de robarse niños españoles para venderlos en Egipto. Los abuelos podían recordar las animadas fiestas populares en que la Inquisición quemaba por igual a herejes, brujas y gitanos.
En el instante en que el marinero abría su navaja para marcar la cara de la mujer, intervino Bernardo con un empujón de mula y lo lanzó al suelo, donde quedó pataleando en los vapores tenaces del alcohol. Antes de que la concurrencia reaccionara, Bernardo tomó a la gitana de la mano y ambos corrieron a perderse calle abajo. No se detuvieron hasta el barrio de la Barceloneta, donde estaban más o menos a salvo de la multitud enrabiada. Allí Bernardo la soltó e hizo ademán de despedirse, pero ella insistió en que la siguiera varias cuadras hacia un carromato pintarrajeado de arabescos y signos zodiacales, atado a un triste caballo percherón de anchas patas, que estaba apostado en una callejuela lateral.
Por dentro, aquel vehículo, desquiciado por el abuso de varias generaciones de nómadas, era una cueva de turco, atiborrada de objetos extraños, con una chorrera de pañuelos de colores, un trastorno de campanitas, y un museo de almanaques e imágenes religiosas pegados hasta en el techo. Olía aquello a una mezcla de pachulí y trapos sucios. Un colchón con pretenciosos cojines de brocado desteñido constituía el mobiliario.
Con un gesto ella le indicó a Bernardo que se acomodara y enseguida se le sentó al frente de piernas recogidas, observándolo con su mirada dura. Sacó un frasco de licor, bebió un trago y se lo pasó, todavía agitada por la carrera. Tenía la piel morena, el cuerpo musculoso, los ojos fieros y el cabello teñido con alheña. Iba descalza, vestida con dos o tres largas faldas de volantes, blusa desteñida, chaleco corto atado adelante con lazos cruzados, chai con flecos sobre los hombros y un pañuelo amarrado en la cabeza, señal de las mujeres casadas de su tribu, aunque ella era viuda. En sus muñecas tintineaba una docena de pulseras, en sus tobillos varias campanitas de plata y sobre la frente unas monedas de oro cosidas al pañuelo.