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El Zorro

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El Zorro
Название: El Zorro
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Zorro читать книгу онлайн

El Zorro - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

«?sta es la historia de Diego de la Vega y de c?mo se convirti? en el legendario Zorro. Por fin puedo revelar su identidad, que por tantos a?os mantuvimos en secreto?» California, a?o 1790: empieza una aventura en una ?poca fascinante y turbulenta, con personajes entra?ables y de esp?ritu ind?mito, y un hombre de coraz?n rom?ntico y sangre liviana. Lleg? la hora de desenmascarar al Zorro. Isabel Allende rescata la figura del h?roe y, con iron?a y humanidad, le da vida m?s all? de la leyenda.

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«¡De la Vega!», exclamó Orloff y, poniéndose de pie, lo abrazó efusivamente. Sorprendido, Rafael Moncada levantó los ojos de sus naipes y por primera vez se dio cuenta cabal de la existencia de Diego. Lo midió de arriba abajo, mientras el apuesto conde contaba a voz en cuello cómo ese joven había cazado varios osos cuando apenas era un golfillo de cortos años. Esta vez no estaba Alejandro de la Vega para corregir su épica versión. Los hombres aplaudieron amablemente y enseguida volvieron a sus naipes.

Diego se apostó cerca de la mesa para observar los pormenores de la partida, sin atreverse a pedir permiso para participar, aunque eran jugadores mediocres, porque no disponía de las sumas que allí se apostaban. Su padre le enviaba dinero regularmente, pero no era generoso, consideraba que las privaciones templan el carácter. A Diego le bastaron cinco minutos para darse cuenta de que Rafael Moncada hacía trampa, porque él mismo sabía perfectamente cómo hacerla, y otros cinco para decidir que si bien no podía descubrirlo sin armar un escándalo, que doña Eulalia no le perdonaría, al menos podía impedírselo. La tentación de humillar a su rival le resultó irresistible.

Se plantó junto a Moncada a observarlo con tal fijeza, que éste acabó por incomodarse.

– ¿Por qué no va a bailar con las bellas jóvenes del otro salón? -preguntó Moncada, sin disimular la insolencia.

– Me interesa sobremanera su muy peculiar manera de jugar, excelencia, sin duda puedo aprender mucho de usted… -replicó Diego sonriendo con la misma insolencia del otro.

El conde Orloff captó de inmediato la intención de esas palabras y clavando los ojos en Moncada le hizo saber, en un tono tan helado como las estepas de su país, que su suerte con los naipes resultaba verdaderamente prodigiosa. Rafael Moncada no respondió, pero a partir de ese momento no pudo seguir haciendo trampas porque los otros jugadores lo examinaban con obvia atención.

Durante la hora siguiente Diego no se movió de su lado, vigilándolo, hasta que se dio por terminada la partida. El conde Orloff saludó chocando los talones y se retiró con una pequeña fortuna en su bolsa, dispuesto a pasar el resto de la noche bailando. Sabía muy bien que no había una sola mujer en la fiesta que no se hubiera fijado en su porte gallardo, sus ojos de zafiro y su espectacular uniforme imperial.

Era una de esas noches plomizas de Barcelona, frías y húmedas. Bernardo aguardaba a Diego en el patio compartiendo su bota de vino y su queso duro con Joanet, un lacayo de los muchos que cuidaban los carruajes. Los dos se calentaban los pies zapateando en los adoquines. Joanet, conversador incorregible, había encontrado al fin a una persona que lo escuchara sin interrumpirlo. Se identificó como criado de Rafael Moncada, cosa que Bernardo ya sabía, por eso lo había abordado, y se lanzó a contar una historia eterna llena de chismes, cuyos detalles Bernardo clasificaba y guardaba en su memoria. Había comprobado que toda información, hasta la más trivial, puede servir en algún momento. En eso salió Rafael Moncada de muy mal humor y pidió su carroza.

– ¡Te he prohibido que hables con otros criados! -espetó a Joanet.

– Es sólo un indio de las Américas, excelencia, el criado de don Diego de la Vega.

En un impulso de revancha contra Diego, que lo había puesto en aprietos en la mesa de juego, Rafael Moncada volvió sobre sus pasos, levantó el bastón y lo descargó sobre las espaldas de Bernardo, quien cayó de rodillas, más sorprendido que otra cosa. Desde el suelo, Bernardo le oyó ordenar a Joanet que buscara a Pelayo. Moncada no alcanzó a instalarse en su carroza, porque Diego había aparecido en el patio a tiempo para ver lo sucedido. Hizo a un lado al lacayo, sujetó la portezuela del coche y enfrentó a Moncada.

– ¿Qué desea? -preguntó éste, desconcertado.

– ¡Ha golpeado a Bernardo! -exclamó Diego, lívido.

– ¿A quién? ¿Se refiere a ese indio? Me ha faltado al respeto, me ha levantado la voz.

– Bernardo no puede levantar la voz ni al mismísimo diablo, porque es mudo. Le debe una disculpa, caballero -exigió Diego.

– ¡Ha perdido la razón! -gritó el otro, incrédulo.

– Al golpear a Bernardo, usted me ha injuriado. Debe retractarse o recibirá a mis padrinos -replicó Diego.

Rafael Moncada se echó a reír de buena gana. No podía creer que ese criollo sin educación ni clase estuviera dispuesto a batirse con él. Cerró de un golpe la portezuela y ordenó al cochero que partiera. Bernardo tomó a Diego de un brazo y lo detuvo en seco, suplicándole con la mirada que se calmara, no valía la pena hacer tanto alboroto, pero Diego estaba fuera de sí, temblando de indignación. Se desprendió de su hermano, montó en su caballo y se dirigió al galope a la residencia de Manuel Escalante.

A pesar de lo inoportuno de aquella hora de la madrugada, Diego golpeó la puerta de Manuel Escalante con su bastón hasta que le abrió el mismo viejo criado que servía el café después de la lección. Le condujo al segundo piso, donde debió aguardar media hora antes de que apareciera el maestro. Escalante se hallaba en la cama desde hacía rato, pero se presentó con su pulcritud habitual, vestido con un batín de noche y con el bigote pegado de pomada. Diego le contó a borbotones lo sucedido y le rogó que le sirviera de padrino. Disponía de veinticuatro horas para formalizar el duelo y el trámite debía hacerse con discreción, a espaldas de las autoridades, porque se castigaba como cualquier homicidio. Sólo la aristocracia podía batirse sin consecuencias, porque sus crímenes contaban con cierta impunidad, que él no tenía.

– El duelo es un asunto serio, que atañe al honor de los gentil-hombres. Tiene etiqueta y normas muy estrictas. Un caballero no se bate en duelo por un criado -dijo Manuel Escalante.

– Bernardo es mi hermano, maestro, no es mi criado. Pero aunque lo fuese, no es justo que Moncada maltrate a una persona indefensa.

– ¿No es justo, dice? ¿En verdad piensa que la vida es justa, señor De la Vega?

– No, maestro, pero pienso hacer lo que esté en mi mano para que lo sea -replicó Diego.

El procedimiento resultó más complejo de lo que Diego suponía. Primero Manuel Escalante le hizo redactar una carta pidiendo explicaciones, que él llevó personalmente a la casa del ofensor. A partir de ese momento, el maestro se entendió con los padrinos de Moncada, quienes hicieron lo posible por evitar el duelo, como era su deber, pero ninguno de los adversarios quiso retractarse. Además de los padrinos por ambas partes, se requerían un médico discreto y dos testigos imparciales, con sangre fría y conocimiento de las reglas, que Manuel Escalante se encargó de conseguir.

– ¿Cuántos años tiene usted, don Diego? -preguntó el maestro.

– Casi diecisiete.

– Entonces no tiene edad suficiente para batirse.

– Maestro, se lo ruego, no hagamos una montaña de ese granito de arena. ¿Qué importan unos meses más o menos? Mi honor está en juego, eso no tiene edad.

– Está bien, pero don Tomás de Romeu debe ser informado de esto, de otro modo sería una ofensa, puesto que él lo ha distinguido con su confianza y hospitalidad.

Así fue como De Romeu fue designado segundo padrino de Diego. Hizo lo posible por disuadirlo, porque si el desenlace resultaba fatal para el joven, no tendría cómo explicárselo a Alejandro de la Vega, pero no lo consiguió. Había presenciado un par de clases de esgrima de Diego en la academia de Escalante y confiaba en la destreza del joven, pero su relativa tranquilidad se fue al diablo cuando los padrinos de Moncada les notificaron que éste se había torcido un tobillo recientemente y no podría batirse a espada. El duelo sería a pistola.

Se dieron cita en el bosque de Montjuic a las cinco de la mañana, cuando ya había algo de luz y se podía circular en la ciudad, porque a esa hora se levantaba el toque de queda. Una bruma tenue se desprendía de la tierra y la delicada luz del amanecer se filtraba entre los árboles. El paisaje era tan apacible, que ese combate resultaba aún más grotesco, pero ninguno de los presentes, salvo Bernardo, lo advertía. En su condición de criado, el indio se mantenía a cierta distancia, sin participar en el riguroso ritual.

De acuerdo al protocolo, los adversarios se saludaron, y enseguida los testigos les revisaron el cuerpo para cerciorarse de que no llevaran protección contra el disparo. Echaron suertes para ver quién quedaba cara al sol, y perdió Diego, pero pensó que su buena vista sería suficiente para compensar esa desventaja. Por ser el ofendido, Diego pudo escoger las pistolas y eligió las que Eulalia de Callís envió a su padre a California muchos años antes, limpias y recién engrasadas para la ocasión. Sonrió ante la ironía de que fuera justamente el sobrino de Eulalia el primero en usarlas. Los testigos y padrinos revisaron las armas y las cargaron.

Habían acordado que no sería un duelo a primera sangre, ambos combatientes tendrían derecho a disparar por turnos, aunque estuviesen heridos, siempre que el médico lo autorizara. Moncada escogió la pistola antes, porque las armas no eran suyas, luego se echaron suertes de nuevo para decidir quién disparaba primero -también Moncada- y midieron los quince pasos de distancia que habrían de separar a los adversarios.

Rafael Moncada y Diego de la Vega se enfrentaron por fin. Ninguno de los dos era cobarde, pero estaban pálidos, con las camisas empapadas de sudor helado. Diego había llegado a ese punto por rabia y Moncada por orgullo; ya era tarde, no podían considerar la posibilidad de retroceder. En ese momento comprendieron que se iban a jugar la vida sin estar seguros de la causa. Tal como Bernardo le había hecho ver a Diego, el duelo no era por el bastonazo que Moncada le propinó, sino por Juliana, y aunque Diego lo negó enfático, en el fondo sabía que tenía razón. Un coche cerrado esperaba a doscientas varas para llevarse con la mayor discreción posible el cadáver del perdedor.

Diego no pensó en sus padres ni en Juliana. En el instante en que tomaba posición, con el cuerpo de perfil para presentar menos superficie a su contrincante, la imagen de Lechuza Blanca acudió a su mente con tal claridad, que la vio junto a Bernardo. Su extraña abuela estaba de pie, con la misma actitud y el mismo manto de piel de conejo con que los despidió cuando se fueron de California. Lechuza Blanca levantó su bastón de chamán en un gesto altivo, que él le había visto hacer muchas veces, y lo sacudió en el aire con firmeza. Entonces se sintió invulnerable, el miedo desapareció por encantamiento y pudo mirar a la cara a Moncada.

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