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El senor de la medianoche

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El senor de la medianoche
Название: El senor de la medianoche
Автор: Kinsale Laura
Дата добавления: 16 январь 2020
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El senor de la medianoche - читать бесплатно онлайн , автор Kinsale Laura

Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.

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– Puede que ya no sea tan fácil. Tienen vuestra descripción.

– Sí, claro -dijo en un acceso de furia-, porque una regordeta palomita de negros ojos creyó oportuno denunciarme. -Su boca se torció en una mueca-. La señorita Elizabeth Burford -añadió mientras negaba lentamente con la cabeza-. Dios, tenía que estar muy hechizado por sus encantos para dejar que se reuniera conmigo en mi escondite, y para dejar que me quitara la máscara por pura diversión. -Suspiró-. Nunca lo había hecho. No sé por qué lo hice entonces, salvo que…

Hizo una pausa, durante la que Leigh no dijo nada. S.T. respiró profundamente y continuó:

– Salvo que todo me pareciese demasiado fácil e insulso en aquellos momentos.

– Así que ella dio vuestra descripción a un juez y vos huisteis a Francia.

– Por supuesto que no. ¿Acaso creéis que eché a correr como una liebre asustada? Nadie sabía mi nombre. Una cosa es que ella me engatusara, y otra que me volviera un perfecto imbécil. Una descripción no es nada si uno se mueve con presteza y sus mentiras resultan convincentes. No se cuelga a nadie solo porque tenga unas cejas peculiares.

– En ese caso, ¿por qué huisteis?

S.T. frunció el ceño.

– Tenía mis razones.

– ¿Qué razones?

– ¿No os parece que sois demasiado curiosa?

Leigh aceptó la pulla en silencio. Él sabía que lo estaba mirando. La luna pendía baja sobre la montaña, y lanzaba largas sombras de ébano sobre la hierba plateada.

– ¿Por qué os hicisteis salteador de caminos? -preguntó ella al fin.

S.T. sonrió en la oscuridad.

– Por maldad. Por la emoción que produce.

Leigh seguía sentada con las piernas cruzadas, inmóvil como una estatua, contemplándolo. Él se volvió y apoyó un hombro en la columna.

– ¿Creéis que fue por mis elevados ideales? -dijo imitando la voz de la joven-. La primera vez fue por una apuesta, cuando tenía veinte años. Conseguí vencer a un excelente espadachín, y gané mil libras y la gratitud de una bella dama. Entonces me di cuenta de que esa era la vida que quería.

Ella inclinó la cabeza. La luna derramó una helada luz sobre su rostro.

– ¿Y vos, señorita Strachan? ¿Cuál es vuestra historia?

– La mía es muy sencilla -contestó Leigh mientras se desabotonaba el chaleco y se lo quitaba; luego, arrodillada en el suelo, lo arregló junto con la levita para que le sirviese de almohada-. Voy a matar a un hombre, y quiero aprender a hacerlo.

La brisa agitó la alta hierba. Nemo terminó su cena, suspiró y se colocó en una postura más cómoda para lamerse las garras.

– ¿A algún hombre en particular? -preguntó S.T.-. ¿O se trata tan solo de rencor contra mi sexo en general?

Ella se echó sobre la hierba y se apoyó sobre un codo. Sin el ceñido chaleco se marcaban con toda claridad sus formas femeninas; sus pechos y caderas quedaban libres de tal encorsetamiento. Se quitó la cinta de la coleta y agitó el pelo.

– A un hombre en particular -dijo.

S.T. se apartó de la columna y, agachándose junto a ella, se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó en su dirección.

– ¿Por qué?

Leigh reclinó la cabeza sobre la improvisada almohada y levantó una mano, que observó mientras la giraba lentamente contra el cielo.

– Mató a mi familia. A mi madre, a mi padre y a mis dos hermanas.

Su voz no se quebró, ni mostró rastro alguno de emoción. S.T. contempló su frío rostro bañado por la luz de la luna. Ella le devolvió la mirada sin pestañear.

– Sunshine -susurró él.

Leigh bajó la mirada. S.T. se tumbó junto a ella y, abrazándola, la apretó muy fuerte contra sí y acarició su brillante pelo.

Capítulo 6

– Si vas a hacerlo -le dijo Leigh al oído-, adelante.

S.T. dejó de acariciarla. Respiró hondo, se puso boca arriba y soltó un gruñido.

– ¿Qué quieres decir?

Ella no se movió.

– Que no me importa. Te lo debo.

S.T. miró las columnas del templo, sumergidas entre luz y sombras. En la oscuridad esos esbeltos pilares lucían inmaculados, de un hermoso y gélido blanco. Por más que hubieran acogido vida alguna vez, por más que hubiese resonado entre ellos el eco de risas humanas, en esos momentos estaban en el más absoluto silencio. Solo eran piedra muerta y muda.

– No quiero tu maldita gratitud -dijo él.

Leigh yacía totalmente inmóvil, como si fuese un espejismo de la impersonal luz de luna, tan inerte como las ruinas. S.T. ni siquiera la sentía respirar.

– En ese caso lo lamento mucho -dijo ella de repente-, pero es lo único que puedo darte.

Al oír su ronca voz, S.T. se volvió súbitamente hacia la joven y la apretó muy fuerte contra su pecho. Hundió el rostro en su cuello.

– Por el amor de Dios, no levantes un muro para apartarme de ti.

– No hace falta que lo levante -susurró Leigh-, porque yo misma soy el muro.

La acunó entre sus brazos sin saber qué decir ni cómo llegar a ella.

– Deja que te ame -repitió varias veces-. Eres muy hermosa.

– Con qué facilidad te enamoras -dijo ella apartando la vista de él y dirigiéndola al cielo nocturno-. ¿Cuántas veces te ha pasado antes?

S.T. intentó poner en orden sus emociones, pero un mechón de pelo negro cayó sobre la mejilla de Leigh y acabó por completo con su sentido común. S.T. se lo apartó. Ella no opuso ninguna resistencia cuando, a continuación, le acarició la piel y la besó con dulzura.

– Nunca -contestó él-. He tenido mujeres, amantes, pero nunca me había sentido así. Creía que era amor, pero nunca duraba.

Ella sonrió en lo que apenas fue una leve mueca burlona de sus labios.

– Lo juro -añadió S.T.

– Tonto. Ni siquiera sabes qué es el amor.

Él detuvo sus caricias.

– Pero tú sí.

– Sí -dijo ella débilmente-. Lo sé.

S.T. se apartó y se apoyó sobre un codo.

– Perdóname. No sabía que hubiera otra persona.

La sonrisa de Leigh se volvió más cínica.

– No hace falta que te disculpes, monsieur. Soy del todo ajena a ese tipo de romanticismos. -Negó con la cabeza como si lo compadeciera-. No estoy enamorada, ni casada, y ni siquiera soy virgen. Así que, como ves, puedes satisfacer tus necesidades conmigo con la conciencia bien tranquila.

S.T. cerró los ojos. Podía olería, y ese aroma femenino, tan cálido y almizclado, encendía todo su cuerpo.

– Sé que quieres yacer conmigo -dijo ella-, pero no me hables de amor. Tengo más de una deuda pendiente contigo y quiero pagártelas. Déjame que lo haga y no te esfuerces en ser galante.

Él cerró aún más los ojos.

– Pero no quiero que sea así -dijo mientras sentía por todo su ser la grácil presencia de ella, así como el cuerpo que escondía su ropa-. No quiero que sea para pagar una deuda. No quiero a una puta.

– Quieres una fantasía.

S.T. abrió los ojos.

– Te amo -dijo y, en esos momentos, al contemplar las líneas perfectas del rostro de Leigh, le pareció totalmente cierto-. Te he querido desde el momento en que te vi.

– Lo que quieres es acostarte conmigo, y no voy a impedírtelo.

– Quiero tu corazón. Tenerte y amarte.

Ella apartó la mirada.

– Malgastaste el tiempo como bandolero. Habrías sido un excelente y apasionado trovador.

Maldición. Aquello no iba bien. Ella no estaba respondiendo como debería. Ansiaba arrastrarla por la hierba y besarla hasta que se le quitaran las ganas de bromear, hasta que se sintiese poseída por una pasión que la volviese receptiva, excitada e indefensa, del modo en que debería sentirse el amor. S.T. cerró la boca y miró la oscuridad.

– No soy ningún petimetre inconsciente, y no creo que deba ser tratado como tal.

Ella levantó una mano y le tocó la mejilla, después le recorrió la mandíbula y los labios lentamente con un dedo, que él chupó al tiempo que se le aceleraba la respiración.

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