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El senor de la medianoche

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El senor de la medianoche
Название: El senor de la medianoche
Автор: Kinsale Laura
Дата добавления: 16 январь 2020
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El senor de la medianoche - читать бесплатно онлайн , автор Kinsale Laura

Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.

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Volvió a suspirar, en esa ocasión con un gemido al más puro estilo canino. Nemo levantó las orejas, fue hasta él, colocó con cuidado sus enormes patas delanteras sobre las rodillas de S.T. y le lamió la barbilla y la cara en señal de afecto y solidaridad.

– Eso está mejor -dijo su amo acariciándole el lomo y rascándole las orejas mientras el lobo se apretaba contra él moviendo el rabo-. ¿Volvemos a ser amigos?

Nemo le dio un golpe con el hocico para comenzar a jugar. Él se lo devolvió y empezaron una alegre lucha sobre la tierra húmeda.

Cuando volvieron, Leigh seguía ocupada con las botas. S.T. se sentó sobre la hierba con la espalda apoyada en la piedra. Una ligera brisa agitó las páginas del cuaderno de bocetos, que había dejado encima. Levantó la mano y lo cogió.

– Sois una artista -dijo él con el cuaderno en el regazo.

– Solo hago algunos dibujos sin importancia. Y no os he invitado a que los veáis.

S.T. guardó el cuaderno en la bolsa mientras pensaba en papá dormido en la biblioteca y Anna en compañía de su alto capitán. Le gustaba pensar en la familia de ella. Sonreía con nostalgia al imaginar esas cosas que él nunca había vivido. No le habría importado volver a ver los dibujos pero, de todos modos, estaba demasiado oscuro.

– ¿Dónde aprendisteis a pintar? -dijo Leigh.

S.T. levantó la cabeza y la miró, sorprendido por la pregunta. La joven examinó la bota que tenía en la mano y la dejó junto a la otra.

– ¿De verdad lo queréis saber?

Ella se puso en pie y se sacudió los pantalones.

– Siento curiosidad. Está claro que vuestro estilo es romántico, y hacéis mucho uso del claroscuro, pero no he podido identificar ninguna escuela en concreto.

– Escuela veneciana. Estudié con Giovanni Piazzetta -dijo S.T. mirándola de reojo para ver cómo reaccionaba.

– Ah -fue todo lo que dijo.

– Y con Tiepolo -añadió él, incapaz de controlarse-. Fui aprendiz en el estudio del maestro Tiepolo durante tres años y medio.

Leigh se sirvió algo de comida y, tras volver a sentarse en el suelo, depositó los pedazos de pan en su regazo.

– Pues creo que estaría orgulloso de vos -dijo en voz baja-. Vuestros cuadros son… luminosos.

S.T. resopló débilmente. Cerró los ojos y volvió la cabeza para evitar que ella pudiese ver su gesto de satisfacción; su boca se había curvado hacia arriba sin su permiso. Le gustaban sus cuadros. Pensaba que eran luminosos. Bien.

Deseaba besarla. Quería tener su cuerpo muy cerca y perderse en ella.

– Dejad que os pinte -dijo de pronto-. Volved conmigo al castillo y os pintaré así, a la luz de la luna entre las ruinas. Sois muy hermosa.

– No -contestó ella al tiempo que negaba con la cabeza.

S.T. cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó la cabeza en ellos.

– Me estáis volviendo loco -dijo levantando la cabeza de nuevo-. ¿No queríais que os enseñara a manejar la espada? Pues volved conmigo, posad para mí y os enseñaré.

Ella lo miró fijamente durante un buen rato.

– No creo que podáis.

S.T. se puso en pie de un salto.

– ¿Por qué? ¿Porque ya no puedo luchar? -Parpadeó tratando de contener el mareo que le había provocado el movimiento repentino. Fue hasta una de las columnas y se apoyó en ella-. Mi maestro de esgrima tenía ochenta y ocho años cuando comencé a estudiar con él, señorita Strachan, y me enseñó a ser el mejor.

Era cierto. Su maestro había sido el mejor del continente, pero también había podido practicar con cientos de otros estudiantes, oficiales y virtuosos duelistas y mejorar su pericia. Se había educado en una escuela excelente. Se sentía capaz de adiestrar bastante bien a aquella joven en los ejercicios básicos para principiantes, lo cual de todos modos sería lo único que ella podría asimilar. Leigh lo observó con expresión pensativa.

– Artista y espadachín -dijo al fin-. ¿Quién sois, Monseigneur de Minuit?

Él se encogió de hombros.

– No lo sé.

– Perdonad -dijo ella apartando la vista-. No quería ser indiscreta.

– No es ningún secreto. Mi madre huyó de su marido y me tuvo al poco tiempo de llegar a Florencia. Es casi seguro que soy bastardo, pero supongo que las fechas se prestaban a ciertas dudas y mi padre me reconoció. Pobre hombre, tampoco podía hacer otra cosa, después de que mi hermano mayor hubiese matado a todos sus contrincantes en dieciocho duelos y después se partiera el cuello al caer por la ventana de un prostíbulo. -Hizo una pausa y sonrió-. Seguro que rezaba para que yo demostrara la firmeza de carácter de la que de forma tan notoria y lamentable carecía el resto de la familia. -Apoyó la cabeza en la columna-. El pobre estaba equivocado pero, de todos modos, llevo el honorable apellido inglés de Maitland.

Leigh se limpió los dedos en la servilleta.

– Parece como si os estuvierais haciendo el inglés por mí -dijo.

– Para mí solo es una lengua más -contestó él mientras se frotaba la nuca-. No soy de ninguna parte en particular. Mi madre nunca regresó a Inglaterra; fuimos de un lado a otro. -Cerró los ojos y prosiguió-. Venecia, París, Toulouse, Roma, a cualquier lugar en el que pudiera encontrar a un caballero inglés que le proporcionara una relación apasionada y desesperada. -Hizo una pausa-. Tenía que ser inglés para que yo me criara como un caballero de dicho país. Pero lo mismo puedo ser francés, italiano o tan inglés como John Bull. Como gustéis.

– Parece una vida muy poco estable -comentó ella.

S.T. se pasó el brazo por detrás de la cabeza mientras seguía apoyado en la columna.

– Era bastante divertido. Maitland enviaba dinero para las clases de esgrima y equitación, así como constantes cartas en las que nos recordaba la vergüenza que ambos éramos para él y, mientras tanto, mi madre vivía de sus amantes. Fue ella la que cautivó a Tiepolo para que me cogiera de aprendiz -dijo sonriendo en la oscuridad-. Nos entendíamos bastante bien, maman y yo.

Volvió la cabeza y la sorprendió mirándolo fijamente. Al instante ella bebió el agua de la copa y recogió los restos de comida que tenía en el regazo.

– ¿Se los doy al lobo? -preguntó.

– Sí. Guardad uno de los capones para mañana y echadle a Nemo el otro. No querrá acercarse para cogerlo de vuestra mano.

Nemo levantó la cabeza, se abalanzó sobre la carne que cayó al suelo ante él y se fue detrás de S.T. para comérsela.

– ¿Por qué estáis aquí? -preguntó ella.

– ¿Aquí? -dijo él sin querer entender qué decía-. He venido a rescataros.

– Aquí escondido. ¿Por qué huisteis? ¿Por qué no seguís en Inglaterra?

– No huí -dijo él en tono indignado-. Simplemente emigré.

– Hay una recompensa por vuestra cabeza.

– ¿Y qué? Ya la había hacía trece años. «Robado el pasado lunes por un hombre que llevaba una máscara negra y blanca, de modales gentiles, que hablaba en ocasiones en francés y montaba un caballo alto y negro, o pardo oscuro.» -Soltó un bufido de sorna-. A ver, decidme, ¿dónde está el peligro? Si Inglaterra pudiera jactarse de tener una policía secreta y un ejército permanente como Francia, nosotros los caballeros de los caminos lo tendríamos más complicado, os lo aseguro -dijo al tiempo que volvía la cabeza y la miraba-. Pero, para nuestra gran fortuna, ningún inglés bien nacido soporta la tiranía de hacer cumplir la ley con efectividad. Un puñado de magistrados rurales no representa una gran amenaza, siempre que uno sea discreto. Y os aseguro que yo lo soy.

– Ya lo creo que lo sois -murmuró ella con ironía.

S.T. se cruzó de brazos.

– La verdadera amenaza son los cazadores de recompensas y los que comercian con los objetos robados, que son peores que los propios ladrones. Hay que saber tratar con ellos o uno está perdido. Y, a veces, los tribunales de Londres deciden ponerse serios. También hay que tener cuidado con la ley de maleantes que aún se aplica en determinados condados cuando tiene lugar un robo. -Inclinó la cabeza y le hizo un guiño-. Claro que, si fuera tan fácil, no sería ni la mitad de divertido.

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