Que dificil es ser Dios
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Aquellos fueron d?as en los que aprend? lo que es sufrir, lo que es sentir verg?enza, lo que es la desesperaci?n. PEDRO ABELARDO Debo advertirle lo siguiente: para cumplir esta misi?n ir? usted armado con el fin de infundir m?s respeto. Pero en ning?n caso se le permitir? hacer uso de sus armas, sean cuales sean las circunstancias. ?Ha comprendido? ERNEST HEMINGWAY
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— ¿Y por qué no? — inquirió Rumata, mirando fijamente al barón -. Me parecen unas chicas muy agradables.
El barón agitó la cabeza y se echó a reír sarcásticamente.
— Mirad, esa que hay ahí tiene el culo caído, y esa otra que se está rascando no tiene ni eso. En el mejor de los casos son tan sólo jamelgos, amigo mío. ¡Recuerde a la baronesa! ¡Qué manos, qué gracia! ¡Y qué talle, amigo!
— Sí, por supuesto — asintió Rumata -. La baronesa es muy hermosa. Vámonos de aquí.
— ¿Adonde? ¿Y por qué? — una sombra de decisión cruzó el rostro del barón de Pampa -. No, amigo mío, no voy a ninguna parte. Vos podéis hacer lo que queráis — empezó a desmontar -… aunque sentiría mucho que me dejarais solo.
— No hablar de eso, me quedo con vos. Pero…
— No hay peros, que valgan — concluyó definitivamente el barón.
Les dieron las riendas a un mozo que se les acercó corriendo, pasaron orgullosamente por delante de las busconas y entraron en la sala. Allí casi no se podía respirar. La luz de los candiles a duras penas se abría paso a través de la niebla de humo. Sentados en bancos arrimados a largas mesas bebían, comían, juraban, se reían, lloraban, se besaban y vociferaban canciones indecentes soldados bañados en sudor y con los uniformes desabrochados, marineros vagabundos con casacas de colores vestidas a pelo, mujeres con los senos casi al aire, milicianos Grises con las hachas entre las piernas y andrajosos artesanos. A la izquierda se divisaba en la penumbra un mostrador, donde el dueño, sentado en lo alto entre varios gigantescos toneles, dirigía el enjambre de mozos de servicio, tan rápidos como tunantes, y a la derecha, formando un rectángulo luminoso, se recortaba la puerta de entrada a la parte «limpia», reservada a los nobles Dones, a los mercaderes respetables y a los oficiales Grises.
— Bueno, ¿y por qué no hemos de beber? — dijo irritado el barón de Pampa, y cogiendo a Rumata del brazo lo arrastró hacia el mostrador a través de un estrecho pasillo que quedaba entre las mesas, arañando las espaldas de los que estaban sentados con la pancera de su coraza. Cuando llegó a su meta, arrebató al dueño el cazo que tenía en la mano y que le servía para escanciar el vino en las jarras, lo secó de un trago sin pronunciar palabra, y luego exclamó que ya todo estaba perdido y que lo único que podían hacer era divertirse de la mejor manera posible. Después se volvió hacia el dueño y le preguntó a grandes voces si en su establecimiento había algún sitio donde las personas distinguidas pudieran pasar el tiempo decente y modestamente sin ser molestadas por la presencia de canallas, andrajosos y chusma. El dueño le respondió que sí, que había ese sitio.
— ¡Magnífico! — exclamó el barón, y le echó al hombre varias piezas de oro -. Danos a este noble Don y a mí lo mejor que tengas, y haz que nos lo sirva no una linda zorra de esas que tienes por aquí, sino una mujer respetable.
El mismo dueño acompañó a los nobles Dones a la parte «limpia». Allí había poca gente. En un rincón pasaban lastimosamente el tiempo un grupo de oficiales Grises (cuatro tenientes con ajustados uniformes y dos capitanes con capotas llevando las insignias del Ministerio de Seguridad de la Corona). Junto a una ventana se aburrían miserablemente, contemplando una garrafita, dos jóvenes aristócratas. Cerca de ellos había un montón de nobles arruinados, con ropas raídas y capas remendadas, bebiendo cerveza a pequeños tragos y echando a cada momento ojeadas a la sala en busca de una presa.
El barón se dejó caer en un banco que había al lado de una mesa libre, miró de soslayo a los agentes Grises y refunfuñó:
— Aquí también penetra la chusma… — pero en aquel momento una opulenta matrona trajo la primera ronda. El barón chasqueó la lengua, sacó su puñal del cinto y puso manos a la obra. Empezó a devorar buenas lonchas de carne de ciervo asada, montañas de mariscos y barreños de ensalada y mayonesa, todo ello regado con verdaderas cataratas de vino y cerveza. Los nobles arruinados comenzaron a pasarse, de uno en uno y de dos en dos, a la mesa del barón, y este los fue recibiendo con entusiasmo, invitándolos con movimientos del brazo y ruidos de la tripa.
De repente dejó de engullir, clavó sus ojos en Rumata, y bramó como si estuviera en mitad del bosque:
— ¡Hacía tiempo que no había estado en Arkanar, y debo deciros honradamente que hay aquí algo que no me gusta!
— ¿Qué es lo que no os gusta? — se interesó Rumata, sin dejar de chupar el ala de pollo que tenía en la mano.
En los rostros de los nobles se reflejó una respetuosa atención.
— ¡Decidme, mi querido amigo! — dijo el barón, limpiándose las manos en los faldones de su capa -. ¡Decidme vosotros, nobles Dones! ¿Desde cuándo es costumbre en al corte de Su Majestad el Rey que los descendientes de las más linajudas familias del Imperio no puedan dar un paso sin tropezar con algún tendero o carnicero?
Los nobles se miraron unos a otros y empezaron a apartarse. Rumata miró de reojo hacia el rincón donde se encontraban los Grises. Estos habían dejado de beber y estaban mirando al barón.
— Os voy a decir por qué ocurre esto, nobles Dones — prosiguió el barón de Pampa -. Todo ello es debido a que la gente de aquí se ha acobardado. La gente de aquí lo aguanta todo porque tiene miedo. ¡Tú tienes miedo! — gritó, señalando con el dedo al noble que tenía más cerca. El aludido puso cara avinagrada y se apartó sonriendo estúpidamente -. ¡Cobardes! — vociferó el barón, y sus bigotes se enhiestaron.
Quedaba claro que de los nobles no podía esperarse nada. No querían pelea. Preferían beber y comer algo. En vista de ello, el barón pasó una pierna por encima del banco, tiró de su bigote derecho, fijó la vista en el rincón donde estaban los oficiales Grises y dijo:
— Pero yo no temo absolutamente a nadie. ¡En cuanto veo a un mequetrefe Gris, le parto la cara!
— ¿Qué es lo que ronquea ese barril de cerveza? — preguntó uno de los capitanes Grises, de alargada cara.
El barón sonrió satisfecho. Se levantó de la mesa armando un enorme alboroto, y se encaramó en el banco. Rumata, elevando una ceja, dedicó su atención a la otra ala del pollo.
— ¡Hey, chusma Gris! — bramó el barón, como si los oficiales estuvieran a un kilómetro de distancia -. ¿Sabéis que hace tres días yo, el barón de Pampa, señor de Bau, les di a los vuestros una buena paliza? ¿Sabéis, amigo mío — se dirigía ahora a Rumata, mirándolo desde su altura cerca del techo -, que estábamos el padre Kabani y yo tomando unas copas en mi castillo, cuando llega mi mozo de establos y me dice que una banda de Grises está destrozando el albergue de La Herradura de Oro? ¡Mi albergue! ¡En mis tierras patrimoniales! Así que ordené: «¡A los caballos!», y fuimos a por ellos. Os lo juro por mis espuelas, ¡eran toda una banda! Al menos había unos veinte. Habían detenido a tres hombres, y se habían emborrachado… Esos tenderos no saben leer. Empezaron a pegarle a todo el mundo y a romper cuanto caía en sus manos. De modo que cogí a uno por una pata y… bueno, empezó la fiesta. Les hice correr hasta el Soto de las Espadas. La sangre que quedó llegaba hasta los tobillos, y las hachas abandonadas formaban un montón así de grande…