La locura de Dios
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Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorqu?n Ram?n Llull, acompa?a a una partida de almog?vares en una arriesgada expedici?n por tierras de Oriente.
El objetivo es descubrir la m?tica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino ser? la ins?lita ciudad de Aristarc?polis que, tal vez, encierra en su nombre la explicaci?n del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursi?n por tierras de Asia narrada por el mism?simo Ram?n Llull pocos a?os antes de su muerte. El viaje y la fabulaci?n de esta amena novela son fruto de la imaginaci?n, pero resultan compatibles con la verdad hist?rica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.
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– Roger afirma que las gentes del reino del Preste Juan viven jóvenes para siempre. ¿Creéis eso?
Me encogí de hombros, y le dije que las leyendas eran también hermosas, como las estrellas; y que solían ser tan inalcanzables como éstas. Y que, en cualquier caso, lo que yo creyera significaba muy poco.
A lo lejos la celebración proseguía, atenuada por la distancia. Delante de los novios, un brillante grupo de danzantes que ejecutaban viejos pasos casi paganos, los cantores entonaban el epitalamio; armónicamente pausado, extraído instrumentalmente del octoechos, los ocho tonos en que se cantan los himnos en las grandes solemnidades.
Los ecos de la melodía nos llegaban como retazos de un sueño casi olvidado.
– Se aman -musitó doña Irene casi para sí.
Desde luego, comprendí; Roger amaba a la joven doña María. De una forma básica, quizá, pero aceptaba sin rechistar aquello que la vida le regalaba.
Pero, ¿sentía lo mismo la joven y hermosa princesa? No debería haberme resultado tan extraño; Roger era un hombre fuerte y atractivo, y sin duda estaba rodeado de una aureola romántica a los ojos de una jovencita como doña María que apenas había abandonado el palacio durante toda su vida. Siempre pensé que aquel matrimonio había sido una imposición de Estado y me parecía lógico que la joven se sintiera infeliz al verse unida para siempre a un latino, es decir, a un bárbaro.
5
La boda de Roger y la princesa iba a quedar señalada por una ancha cicatriz.
Doña Irene y yo continuábamos nuestro paseo conversando, cuando una súbita algarabía nos hizo callar. Ambos miramos desconcertados, buscando el origen de aquel griterío. En las calles colindantes al Palacio, frente a las puertas que daban acceso a los jardines, se escuchaban gritos furiosos.
El Gran Drungario se acercó a la entrada para averiguar qué estaba pasando, e inmediatamente las puertas se abrieron para dejar pasar a un pequeño grupo de hombres que vestían el llamativo uniforme verde y naranja de las tropas genovesas.
Un capitán, no muy alto y algo obeso, iba en cabeza.
Pregunté a doña Irene sobre ese hombre, y ella respondió que se trataba de Rosso de Finar, capitán de la guardia genovesa que era financiada directamente por las donaciones de la mahona [10] .
Rosso de Finar cruzó con paso decidido los jardines reales, y se situó frente a Roger en la mesa presidencial. Iba escoltado por diez guardias genoveses perfectamente armados. Las naves genovesas eran, en su mayoría, las velas del comercio pontificio en aquellos mares. Y el Papa era enemigo de Aragón.
Doña Irene y yo nos acercamos a ver qué estaba pasando.
– Capitán Roger de Flor -estaba diciendo el genovés con voz altiva y desafiante-, en nombre de la Señoría genovesa, te conmino a que me acompañes hasta el barrio de Pera para responder de los cargos de piratería.
– Capitán -le cortó xor Andrónico, exasperado. Las venas de su flaco cuello parecían a punto de estallar-. Éste no es el momento ni el lugar.
Miré a Roger. Sentado tranquilo junto al Emperador; sonreía como si realmente estuviera disfrutando de la ocasión. Le aconsejó al genovés, dirigiéndose a él en su lengua, que se marchara, que allí no iba a obtener nada, «excepto un buen palmo de acero catalán dentro de sus intestinos».
El capitán genovés cruzó sus ojos llenos de odio con los de Roger. Al ver la mirada de los dos hombres empecé a temer lo peor, pero ni por un momento imaginé lo que iba a suceder a continuación. Rosso de Finar extrajo de su casulla un trapo cuidadosamente doblado, y lo desplegó. Era la Señera de Aragón; y la arrojó sobre el mantel, frente a Roger y doña María, volcando copas y jarras de vino.
– Tus hombres colgaron esta enseña en la puerta de Blanquernas, pero eres tú quien la debería llevar siempre encima, puesto que haces uso de ella en todas tus incursiones piratas.
La sonrisa no abandonó los labios de Roger, pero un velo de furia asesina cubrió sus ojos grises. En un momento estuvo en pie, con su espada desenvainada en la mano, derribando la mesa del banquete; al momento siguiente, su espada se había hundido en el vientre del capitán genovés, tal y como había prometido.
¡Desperta ferro!, gritaron entonces los almocadenes de Roger.
Curtidos en hacer rápidamente cara a todas las sorpresas, pasaron rápidamente del blando amodorramiento festivo a la más brutal agresividad, y la guardia que acompañaba a Rosso de Finar fue también rápidamente abatida, ante el asombro impotente del Emperador y de todos los presentes.
Por el griterío que nos llegó del exterior comprendimos todos que los genoveses que habían acompañado al desdichado grupo de guardias, habían sido testigos de su rápida ejecución. Las puertas de barrotes de hierro empezaron a doblarse bajo el peso de la furia de los genoveses; y la caballería almogávar, apostada por Roger junto a las puertas para asegurar la tranquilidad durante la ceremonia, comprendiendo el peligro, cerró contra los desordenados genoveses…
Las atormentadas puertas de los jardines palaciegos cedieron al fin, vomitando un torrente de cuerpos humanos y relinchantes caballos. El caos se adueñó de todo; mesas tumbadas, encumbradas damas y altos dignatarios pisoteados, gritos de terror y dolor resonando en la hasta entonces apacible noche veraniega.
Vi cómo Roger de Flor acompañaba a la princesa y a su madre, doña Irene, a alguna de las habitaciones alejadas de Palacio. Y la guardia personal de xor Andrónico me condujo también a la seguridad de una sala situada sobre el jardín.
La revuelta estaba tomando proporciones insospechadas.
De uno y otro bando afluía la gente de armas. Gritos, sangre y confusión…
Los enfurecidos caballos de los almogávares habían abierto una brecha en las filas genovesas y por ella, en aluvión, entraron los catalanes espada en mano, en los jardines del Palacio, tajando y degollando. Los restos del banquete y las guirnaldas festivas fueron aplastados y macerados por los cascos de los caballos.
Los genoveses, embotellados frente a los muros del Palacio, entre silbidos de venablos que surcaban el aire y el chirriar de las espadas, fueron liquidados por los catalanes que saldaban de este modo recibos y pagarés. Algunos, desarmados o mutilados, se arrastraban implorantes. Y antes de que la súplica brotara de sus labios, un espadazo de los catalanes los degollaba.
El terror se reflejaba en el enjuto rostro de xor Andrónico. La sangre amenazaba con anegar el Imperio. ¿Hasta dónde pensaban llegar los catalanes?, se debía de preguntar, y temblaba por los genoveses y por sí mismo.
Roger de Flor regresó entonces con su espada en la mano. Ansioso por unirse a la lucha, se dirigió hacia las escalinatas que conducían al jardín.
Xor Andrónico le ordenó que cesase la lucha.
«¡Hay que dar cuartel a los vencidos, megaduque!», le dijo entre muchas otras cosas. Pero Roger, que parecía desconocer la autoridad del Emperador, le preguntó si no creía preferible asegurarse de que los genoveses no volvieran a molestar nunca más en lo sucesivo. Descendió por las escalinatas de mármol, y sus catalanes le saludaron victoriosos:
– ¡A Pera, a Pera!
Xor Miguel Paleólogo se encaró con su padre. Era un hombre alto, de porte elegante y rostro moreno y atractivo; pero había algo que enturbiaba su naturaleza, velando sus ojos de algo indefinible y enfermizo. De él había oído decir cosas terribles; que era un depravado al que gustaba infligir dolor a sus amantes, y que era un cobarde que en Artaki, ante la presencia del turco enemigo, se había descompuesto y había huido vergonzosamente. También había oído decir que había sido un niño enfermizo y melancólico en quien su padre jamás confiaría lo suficiente como para entregarle completamente el trono.
Instó a su padre y emperador a que no permitiese que aquello continuase; que el barrio de Pera era también Constantinopla, y que si se cruzaba de brazos, el pueblo griego se alzaría contra su cobardía.
– ¡No olvides -concluyó- que Romania entera se sonroja insultada por la presencia y la barbarie de esos latinos aventureros!
Pero xor Andrónico parecía incapaz de escuchar otra cosa que el estrépito de un íntimo derrumbamiento. Se revolvió hacia su hijo punzado por las vacilaciones, y le preguntó cómo podía evitar aquella matanza.
– Yo la detendré -me escuché decir. Tan sólo pensaba en las familias genovesas que iban a ser masacradas. Era evidente que los almogávares no iban a respetar ni a niños ni a mujeres si llegaban hasta el barrio de Pera en su actual estado de excitación.
Xor Andrónico me dirigió una mirada entre suplicante y agradecida. Es posible que no me reconociese, pero, en aquellos momentos, le importaba muy poco de dónde pudiera llegarle la ayuda. Descendí por las escalinatas que desembocaban en los sangrientos jardines.
Roger de Flor repartía órdenes a sus almocadenes no muy lejos de allí, y me dirigí en línea recta hacia ellos.
Distinguí entonces, a lo lejos, el cuerpo de Rosso, caballero de la Señoría y capitán de acreedores, rodando entre las patas de los caballos almogávares. Su aspecto era verdaderamente lamentable, apenas un guiñapo ensangrentado, empapado de barro y desperdicios del banquete tan salvajemente interrumpido. Y sus hombres, aterrorizados, corrían abandonando el cadáver. Necesitaban de toda su agilidad para sustraerse del abrazo mortal de aquellos hombres sucios que proferían extraños alaridos y los acosaban tenaz y bárbaramente, como una jauría irritada.
Algo me golpeó entonces, y di con mis espaldas contra los duros adoquines de granito. Un caballo almogávar, obligado a encabritarse por su jinete, parecía dispuesto a aplastarme bajo sus cascos. Me cubrí el rostro con ambas manos, y esperé el golpe.
– ¡Alto! -Era la firme voz de Roger-. ¡Detente!
El megaduque había sujetado al caballo por las bridas, y le preguntó a gritos al jinete si no me había reconocido.
Luego me ayudó a levantarme, y preguntó qué pretendía hacer; y si deseaba morir esa misma noche.
– ¡Sujeta a tus hombres! -le dije apenas pude recuperar el aliento-. ¡Van a saquear el barrio de Pera!
Preguntó sobre qué tenía eso que ver conmigo. Yo le respondí que Génova era amiga del Imperio, y que pedirían cuentas de esta masacre.
Dijo que Génova significaba muy poco para sus catalanes; pero aquello no podía continuar, y le aseguré que jamás le acompañaría en su viaje tras el reino del Preste Juan si no detenía esa matanza de inmediato.