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La locura de Dios

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La locura de Dios
Название: La locura de Dios
Дата добавления: 16 январь 2020
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La locura de Dios - читать бесплатно онлайн , автор Aguilera Juan Miguel

Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorqu?n Ram?n Llull, acompa?a a una partida de almog?vares en una arriesgada expedici?n por tierras de Oriente.

El objetivo es descubrir la m?tica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino ser? la ins?lita ciudad de Aristarc?polis que, tal vez, encierra en su nombre la explicaci?n del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursi?n por tierras de Asia narrada por el mism?simo Ram?n Llull pocos a?os antes de su muerte. El viaje y la fabulaci?n de esta amena novela son fruto de la imaginaci?n, pero resultan compatibles con la verdad hist?rica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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– El Orbis Terrae; magníficamente representado.

– Eso mismo afirma doña Irene, pero no le creí -dijo el guerrero, y me preguntó sobre cómo algo redondo como una bola podía representar la Tierra.

– ¿Y qué forma esperabas que tuviera? Como marino que eres, ¿acaso no has observado que los barcos desaparecen poco a poco en la lejanía, ocultados por la curvatura del horizonte?

Roger me miró con sus ojos grises, pequeños y desconfiados, y afirmó que el Mundo no podía ser redondo.

– ¿Cómo viviría entonces la gente que estaba al otro lado? -dijo-. ¿Boca abajo?

Y, a continuación, me dijo cómo él siempre había oído decir que la Tierra era un elemento situado en el centro del Mundo, como la yema en el centro de un huevo. A su alrededor se encontraba el agua, como la clara que rodea la yema. Por fuera estaba el aire, como la membrana del huevo, y rodeándolo todo el fuego, que encerraba el mundo como la cáscara al huevo.

– No seguiré hablando contigo -le interrumpí- si antes no me explicas cuáles han sido tus verdaderas intenciones al traerme a Constantinopla, y qué lugar es éste.

El guerrero asintió en silencio, como si meditara sus siguientes palabras. Se apartó levemente de la esfera azul, y señaló:

– Es evidente que sabes quién soy.

Por supuesto; su nombre llevaba muchos años resonando por todo el Mediterráneo.

Lo último que había oído decir sobre Roger de Flor era que, el antaño gran héroe de la orden de los caballeros templarios, había sido expulsado con deshonor acusado de haber robado el tesoro que custodiaba durante la evacuación de Acre. Que salvó muchas vidas cristianas al acudir al rescate con su famosa nave el Halcón, pero que el tesoro nunca había aparecido.

Sobre cómo había acabado liderando a los feroces almogávares, como mercenario en la decadente ciudad de Constantinopla, era una historia que desconocía.

– Yo, en cambio, nunca había oído hablar de ti… -me confesó-. Mi vida ha sido muy azarosa, y nunca dispuse de tiempo para el estudio. Por eso te necesito, necesito a un hombre de ciencia en quien pueda confiar. El Emperador pretende imponerme a su físico, Misser Samuel, pero sospecho que éste es un espía a las órdenes de su estúpido hijo Miguel.

Le dije que no entendía de qué me estaba hablando, ni por qué necesitaba a un hombre de ciencia.

Roger me miró; parecía asombrado de que yo no lo hubiera deducido:

– Para que me ayude a encontrar el reino del Preste Juan, por supuesto.

– ¿El reino del Preste Juan? -repetí estúpidamente.

– ¿No te parece fascinante? Preparo una expedición al Oriente Asiático, donde se encuentra la ciudad del Preste Juan, con sus infinitas riquezas y sus calles adoquinadas de oro. Una fortaleza inexpugnable, poblada de cristianos descendientes de los que evangelizara el apóstol santo Tomás; próxima a las tierras de Gog y Magog y a otros lugares habitados por criaturas monstruosas.

Le miré atónito, y le pregunté por el motivo de un viaje tan increíble.

La situación en Romania [3] era desesperada, me confesó con seriedad; tras la caída de Acre, ya nada se interponía entre los turcos y las murallas de Constantinopla. Los otomanos correteaban impunemente por toda Anatolia, saqueando las ciudades griegas sin que nadie pudiera mover un dedo en su defensa. Habían sitiado Artaki, y cuando cayera esa plaza, cruzarían el estrecho mar de Mármara y llamarían a las puertas de la ciudad.

– Y en toda ella no queda ya ni ímpetu ni valor para defenderla -concluyó.

Repetí que seguía sin entender por qué me había llamado; y me habló del misterio que rodeaba aquel lugar. Un misterio que, al parecer, doña Irene pensaba que sólo yo podía resolver.

Intrigado al fin, le animé a que siguiera hablando.

Entonces Roger me contó cómo seiscientos años atrás Constantinopla se encontraba en una situación tan apurada como la actual. Los musulmanes habían llegado hasta sus mismas puertas y era cuestión de tiempo su caída.

Pero fueron salvados, casi en el último momento, por un milagro.

Un pequeño grupo de hombres, llegados de remotas tierras, lograron eludir el cerco y entregaron a los defensores algo maravilloso: el fuego griego. Y Roger no se refería a ese fuego griego que hoy en día todo el mundo conoce y usa; al parecer, aquello era algo especial, mágico; una substancia blanca y gelatinosa que era arrojada por sifones con forma de bocas de dragón y que ardía incluso bajo el agua.

– Esos hombres se instalaron aquí -concluyó-, en esta Sala Armilar que fue su laboratorio, y produjeron esa maravillosa mixtura en cantidades suficientes como para repeler a los sitiadores y salvar la ciudad. Cumplida su misión desaparecieron, y con los años la fórmula del fuego griego original se fue perdiendo.

Miré nuevamente a mi alrededor; contemplando la asombrosa cúpula estrellada.

¿Qué clase de hombres pudieron construir esto? ¿Cuánta verdad había en las palabras de Roger?

– ¿Y por qué piensas que ese reino sigue existiendo? -le pregunté.

Me mostró entonces una carta que el propio Preste Juan envió al Emperador; fechada en el año de Nuestro Señor de mil ciento sesenta y cinco.

Le hice ver que de eso hacía más de ciento treinta años; a lo que Roger respondió que tanto el Preste Juan como su pueblo son inmortales; y que, entre las muchas glorias de su ciencia estaba el secreto de la piedra filosofal, es decir, la coagulación del mercurio en oro, y la vida eterna.

Yo nunca he creído en la alquimia, pues pienso que los principios naturales son más fuertes en el apetito natural, que en el artificial del alquimista por el oro.

Así se lo hice ver, y Roger dijo:

– Pues ahora creerás, anciano; el secreto está guardado entre estos libros, en estos mapamundis; yo no sé interpretarlos, pero tú sí, y lo harás para mí, porque Constantinopla agoniza, y ésta puede ser su última esperanza. Xor Andrónico quiere que encuentre para él la tierra del Preste Juan; y yo estoy de acuerdo, si esta aventura va a reportarme riquezas sin fin y una vida tan larga como la de los antiguos dioses. Escucha, anciano, ésta es una ciudad hueca, sin tuétanos. Los genoveses en el interior y los turcos en el exterior, exprimen hasta la última gota de las ubres de su decadencia. Algún día no muy lejano todo se derrumbará, esto será tan sólo un solar, pero me creo capaz de saber aprovechar algunas vigas de buena madera vieja tras el derribo. Creo que he encontrado aquí mi destino, pero debo ser cauto. Este lugar apesta a conjuras y traiciones y me he ganado el odio del primogénito del Emperador. Mis catalanes me protegen, y en toda Romania no existe una fuerza capaz de oponérseles, pero necesito a un hombre sabio en el que confiar. ¿Te atreverás a acompañarme en mi aventura?

Dudé. Todo aquello había logrado estimular mi curiosidad, pero aquel cenagoso ambiente cortesano me repelía casi tanto como debía de repeler al propio Roger.

– ¿Y si no deseara hacerlo?

El guerrero se encogió de hombros.

– No puedo asegurarme tu lealtad mediante amenazas. Eres un hombre de ciencia y tus valores se escapan a mi entendimiento… Serás mi invitado hasta que se celebre la ceremonia de boda, y después, si así lo deseas, podrás marchar. Cumpliré mi promesa, y pondré a tú disposición la Oliveta. Pero permanece aquí hasta el día de mi boda, estudia estos libros, estos mapas, y decide después…

3

La Sala Armilar se convirtió en mi hogar, y la fascinante bóveda luminosa en mi techo y mi fuente de luz.

Aquella luz casi mágica alimentaba la vitalidad de los dos arbustos que crecían en jarrones a ambos lados de la entrada. Quién sabe desde cuándo; un ingenioso artilugio semejante a una clepsidra se ocupaba de mantener la humedad de los dos maceteros. Una humedad que sin duda llegaba del exterior, al igual que la luz, y era recogida y reconducida hasta aquel remoto sótano.

¿Qué extraordinaria Ciencia era esta que se permitía desafiar a la naturaleza y al Principio de la Oscuridad, reconduciendo la fertilidad del mundo exterior hasta donde la voluntad de los hombres que construyeron aquella Sala Armilar deseara?

Los dos árboles crecían gracias a este milagro; a la derecha de la puerta, según se entraba, los nervios foliáceos del pistacio therebintus. A la izquierda, un perfume de auras mitológicas; un myrthus latifolia, la planta de Venus. En la isla de Citérea, avergonzada por su desnudez, se ocultó la diosa de la belleza detrás de un mirto. Las dos plantas crecían exuberantes a partir de esos dos puntos, a ambos lados de la entrada, tapizando casi completamente los muros curvos de la Sala, enredándose la una con la otra una y mil veces, en una extraña y onírica comunión.

Observé con cuidado el artilugio que sujetaba las lentes que distribuían la luz por la Sala. Una gran lente convexa ocupaba el centro de la bóveda; pero no estaba fija, sino que colgaba, sujeta por unos tensores, de un gran anillo de cobre de más de cinco varas de diámetro, que estaba a su vez sujeto al techo por unas finas varillas de cobre. A medida que transcurrían las horas en el exterior, estas varillas parecían encogerse y dilatarse, obligando al anillo, y a la gran lente central, a bascular. Muy levemente, pero lo suficiente como para que la luz blancoamarillenta del Sol recorriera lentamente las paredes de la sala y distribuyera la ración de luz sobre la vegetación que las cubría.

Sin embargo, la gran esfera que representaba la Tierra, siempre estaba bañada de luz azul; y esto era porque en el gran anillo de cobre se había introducido un pequeño espejo cóncavo, de no más de dos palmos de diámetro, teñido de azogue de cobalto, que recogía la luz rebotada por el lado superior de la gran lente central, y lo dirigía, con una perfección matemática, hacia la esfera terráquea.

La sorpresa de Roger ante aquella esfera estaba más que justificada. Como marino no habría visto otra cosa que los mapamundis T-O y los portulanos convencionales. En ellos, el mundo es una plancha plana circular, una «O», con los tres continentes dispuestos en forma de «T», alrededor del Mediterráneo central; el Orbis Terrae Tripartitus. Arriba: Asia, con el presunto emplazamiento del Paraíso, más allá de Mesopotamia, donde nacen los cuatro grandes ríos de Asia, y de donde procede la Luz. Aproximadamente en el centro, Jerusalén. En el mango de la «T», el Mediterráneo con sus islas perfectamente alineadas: Chipre, Sicilia, Cerdeña, Mallorca… Abajo, a la izquierda, Europa; África, a la derecha. Finalmente, sobre el tenebroso océano periférico, enrojecido por el mar Rojo, los doce vientos son orientados según los puntos cardinales.

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