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La locura de Dios

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La locura de Dios
Название: La locura de Dios
Дата добавления: 16 январь 2020
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La locura de Dios - читать бесплатно онлайн , автор Aguilera Juan Miguel

Inicios del siglo XIV. El `doctor iluminado`, el fraile medieval mallorqu?n Ram?n Llull, acompa?a a una partida de almog?vares en una arriesgada expedici?n por tierras de Oriente.

El objetivo es descubrir la m?tica ciudad del Preste Juan, pero su inesperado destino ser? la ins?lita ciudad de Aristarc?polis que, tal vez, encierra en su nombre la explicaci?n del origen de su misteriosa tecnociencia. Juan Miguel Aguilera ha imaginado una larga excursi?n por tierras de Asia narrada por el mism?simo Ram?n Llull pocos a?os antes de su muerte. El viaje y la fabulaci?n de esta amena novela son fruto de la imaginaci?n, pero resultan compatibles con la verdad hist?rica y, sobre todo, con la incansable curiosidad y versatilidad que el verdadero Llull mostrara en vida.

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Los turcos apenas empezaban a despertarse. Rudas tiendas de pieles de carnero junto a las de rica seda de los jefes de tribu; empalizadas donde se apelotonaba el ganado, piedras ahumadas bajo trípodes oxidados de cuyos vértices colgaban tajadas de carne chamuscadas; toscos cacharros de alfarería; bestias de carga y caballos de batalla pastando juntos; carros extraños y desvencijados sirviendo de armazón a las tiendas familiares; mujeres greñudas caminando junto a las bellezas de los harenes, cubiertas de oro y pedrerías; perros hambrientos y chiquillos desarrapados.

Toda resistencia fue inútil contra el temible ímpetu de los almogávares que pronto ocuparon su campamento de un extremo a otro; profiriendo alaridos guerreros, aplastando, volcando e incendiando cuanto se les ponía por delante.

Tan sólo ocho días después del desembarco catalán en Artaki se había aflojado la soga turca en torno al cuello de Romania. Los cadáveres de más de diez mil turcos, hombres, mujeres, ancianos, quedaron como testimonio del nuevo poder griego.

7

El mes de noviembre trajo un otoño duro, golpeado por ventiscas y lluvias de aguanieve bajo un cielo plomizo y opaco, cubierto de nubes bajas que se espesaban y amorataban sobre los Dardanelos y la Prepóntide. Vientos fríos y ríos crecidos por las lluvias, imposibles de vadear. Y las aves viajeras cruzando sobre nuestras cabezas en inmensas bandadas rumbo a Palestina.

Roger, que esperaba noticias de Constantinopla, decidió invernar en el cabo Artaki, y las ruinas de Cícico fueron la guarida más abrigada que descubrieron los exploradores almogávares. Pero sin duda fueron mal escogidas y atropelladamente acondicionadas. Para un isleño como yo, aquél podría ser el lugar más frío del mundo, con sus furiosas ventiscas que parecían querer arrancarte las ropas del cuerpo.

Y durante la invernada los alanos desertaron de la Gran Compañía Catalana.

Al parecer todo empezó con una discusión entre dos alanos y varios almogávares. No tengo una idea clara de las causas; cada uno de los bandos acusaba al otro de haber intentado forzar a una joven lugareña. Quizá fue sólo una discusión de cantina por una furcia, pero trajo unas consecuencias terribles. Amparados por la noche, los almogávares entraron en el campamento alano y poco bastó para que los degollaran a todos.

Centenares de alanos fueron sorprendidos y asesinados en el transcurso de esa terrible noche de Cícico. Una de las víctimas fue Alejo, el joven hijo de George, que murió como un ternero, maniatado y sacrificado en medio de aquella locura homicida.

Para empeorar las cosas Roger quiso aplacar con oro a George por la muerte de su hijo; pero éste despreció el dinero y al agravio del hijo muerto se añadió la afrenta del intento de soborno.

Los alanos se marcharon y el invierno pasó; y al llegar la primavera emprendimos la antigua ruta que, haciendo vértice en Afium Karahissar, la Fortaleza Negra, y atravesando el golfo de Esmirna, dejaba al norte la ciudad de Magnesia y cruzaba junto a Filadelfia, para internarse cada vez más en los desconocidos territorios asiáticos.

La ciudad de Filadelfia era de una gran importancia táctica en las rutas de las caravanas de comercio con Oriente. Desde hacía tiempo soportaba el acoso de las tribus de Otomán, quien finalmente le había puesto sitio. Los últimos despachos indicaban que la ciudad no resistiría mucho tiempo más. Su caída era inminente.

Dejamos atrás las ruinas de Troya, y atravesamos el ancho valle que delimitaban el río Gránico y el monte Olimpo. Los turcos se replegaban ante nuestro avance, rehuyendo todo contacto con nosotros, dejando tan sólo tierra quemada tras de sí.

Los almogávares avanzaban pisoteando firmemente el polvo del camino. Nunca he visto hombres como éstos; cubrían sus cabezas con una red de hierro que bajaba en forma de sayo como las antiguas capelinas, llevaban los pies envueltos en abarcas y pieles de fieras que les servían de antiparras en las piernas; y en un zurrón, también de piel, que les cubría las espaldas guardaban sus víveres y escasos efectos personales. En contraste con las aparatosas y ruidosas armaduras de los catafractos griegos, no se protegían con escudos ni adargas, limitándose a la espada sujeta al talle por un ancho tabalate, la azcona [14] , y un par de dardos.

Pero no había guerreros más temibles.

En una plaza fuerte, abandonada recientemente por los turcos, llamada Germe, establecimos contacto con Sausi Crisanislao y los restos maltrechos y hambrientos de su ejército. Sausi era un gigantesco capitán de origen búlgaro, al servicio del Imperio; sus hombres no eran mercenarios, sino soldados leales al Emperador.

Su alivio al encontrarnos enrojeció los ojos de aquel fiero guerrero, y nos narró con emoción sus últimas vicisitudes:

– Las tribus otomanas cayeron sobre nosotros sin previo aviso, en mitad de un verano largo y tranquilo; nos embistieron con una fiereza animal, exterminando a todo cristiano que hallaban a su paso…

Sausi hablaba con moderados gestos de sus grandes manos. Ahora estaba muy delgado, pero era un gigante de constitución recia. Su rostro estaba centrado por una ancha nariz y unos ojos azules y muy separados. Sus cejas casi parecían fundirse con la melena que nacía de sus sienes. Nunca había visto a un hombre tan peludo; su melena rubia se derramaba sobre su espalda como la crin de un caballo salvaje.

Estaba de pie, en el centro de la tienda del megaduque. Roger sentado en una ancha y lujosa silla, casi un trono, que alguien había encontrado en algún lugar de la plaza, cruzaba sus brazos sobre su pecho, y observaba al búlgaro con expresión escéptica.

– Y te retiraste -dijo muy serio.

– Nos retiramos, sí -admitió el búlgaro-. Devolvimos algunos golpes, pero no pudimos frenar el alud; apenas éramos cuatrocientos contra un ejército de miles…

Sausi nos contó, con todo lujo de detalles, su hábil y metódica retirada que dejó patente su capacidad como guerrillero; manejando con cuidada técnica a sus trescientos o cuatrocientos hombres, sin vituallas, pegándose al terreno, fue salvando peligros y desviando zarpazos y dentelladas de los turcos de Caramano, gateó hacia Lidia, en busca del enlace con las unidades norteñas de los griegos.

La parte mediterránea de Asia que comprendía Frigia hasta Cilicia y Filadelfia, estaba en poder de Caramano, uno de los siete capitanes turcos que había repartido las antiguas provincias romanas.

– Se ha rebelado contra Otomán -nos desveló Sausi-, y éste aún no ha sido capaz de sojuzgarlo, atareado como está haciéndole frente a tu avance, megaduque. Caramano ha aprovechado esta coyuntura para afianzarse en Frigia.

– Pero te retiraste -repitió Roger como si no hubiera escuchado nada de lo que el búlgaro le había dicho.

Según sus informes, Roger le había supuesto escalonado a mitad de camino entre Germe y Filadelfia. Contaba con Sausi como primer peldaño de su vanguardia, y ahora lo encontraba mucho más cerca de Germe de lo previsto.

– Compruebo que los aledaños de Filadelfia han sido dejados por ti al libre avance del turco -siguió diciendo Roger-. Eres un punto de apoyo que me falla, y no puedo permitirme esa debilidad entre mis hombres. Llevadle afuera y degolladle.

Las últimas palabras de Roger fueron tan inesperadas y pronunciadas en un tono tan similar al resto, que ni Galcerán ni Ricard de Ca n', los dos almocadenes presentes, cogidos desprevenidos, hicieron la mínima intención de obedecer la terrible orden.

Pero el búlgaro había entendido perfectamente la intención de Roger.

– ¿Qué? -exclamó con un gesto de asombro indignado.

– Ya lo habéis oído, Galcerán, Ricard, ¡obedeced!

Galcerán intentó sujetar a Sausi por la manga, pero el búlgaro logró zafarse y preguntó a Roger qué esperaba que hiciera. Los turcos les superaban por veinte a uno. No era posible oponerles resistencia alguna.

– En ese caso deberías haber sabido morir cuando te correspondía -le replicó Roger con frialdad.

Sausi alegó que no era merecedor de semejante trato tras haber servido fielmente al Emperador durante tantos años; y mientras decía esto desenvainó su espada.

– ¿Y quién eres tú, latino, para juzgarme o condenarme? -dijo mientras lanzaba una rápida estocada a Roger, apuntando a su corazón.

Roger se puso en pie, impulsado por sus reflejos de gato, derribando estruendosamente el dorado trono sobre el que se sentaba, y desenvainando su espalda paró el golpe en el último instante. Con habilidad, el enorme búlgaro fintó su hierro, y lo descargó sobre la parte desprotegida del brazo de Roger, atravesando limpiamente su brazo. Todo esto sucedió con tanta celeridad que ni Ricard, ni Galcerán, ni la guardia personal de Roger, tuvieron tiempo de intervenir. Al ver correr la sangre del megaduque, Ricard saltó como un león sobre la espalda del búlgaro, derribándolo de bruces. Levantó su propia espada para asestarle el golpe mortal, cuando la voz y el gesto de Roger le detuvieron. Galcerán y los guardias se habían ubicado entre el búlgaro y Roger.

– ¡Lo quiero vivo, Ricard! -gritó Roger apretándose el brazo para contener la hemorragia-. ¡Quiero verle colgando como a un perro, junto a sus doce mejores hombres, de la rama más alta que podáis encontrar!

Ricard descargó su espada sobre la cabeza de Sausi, pero no le golpeó con el filo, sino con la hoja plana, y dejó inconsciente al búlgaro.

Roger fue entonces atendido por sus hombres que desgarraron su camisa para evaluar la importancia de la herida. Y mientras el inconsciente búlgaro era arrastrado por los pies hacia el exterior de la tienda, vi brillar algo en su pecho. Ordené a los guardias que se detuvieran, y me incliné sobre él; era una joya extraña y preciosa, colgando de una cadena de oro. Se la arranqué, y Fernando de Galcerán me miró con una expresión extraña; como si pensara: «¿También tú saqueas a los moribundos?»

Observé la joya en la palma de mi mano; un disco de oro con el grabado de una media luna y una estrella de siete puntas encerradas dentro de un círculo.

– No has sido justo con ese hombre -estaba diciendo Ricard de Ca n'.

Ricard era corto de talla y sus delgados brazos parecían estar formados por manojos de fuertes nervios trenzados; pero tenía la altiva prestancia de los hombres de baja estatura, y sus ojos, diminutos y negros, llameaban inteligentes.

– No pretendo ser justo -le replicó Roger-; tan sólo eficaz en mi cometido.

– Los griegos no admitirán un nuevo insulto -insistió Ricard-; y menos si con él va el sacrificio estéril de uno de los mejores capitanes de Andrónico. Si cuelgas a ese hombre, las tropas de Marulli te abandonarán igual que hicieron las de George.

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