El Jarama

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El Jarama
Название: El Jarama
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Jarama - читать бесплатно онлайн , автор Ferlosio Rafael S?nchez

El Jaramaes la novela que le supuso la consagraci?n y la fama, con ella obtuvo el Premio Nadal en 1955 y el de la Cr?tica en 1956, narra diecis?is horas de la vida de once amigos un domingo de verano de excursi?n en las riberas del r?o que le da nombre en tres frentes, en la orilla del r?o y simult?neamente en la taberna de Mauricio -donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas- y en una arboleda a orillas del Jarama en la que se instalan los excursionistas. Al acabar el d?a, un acontecimiento inesperado, el descubrimiento de una de las j?venes ahogada en el r?o, colma la jornada de honda poes?a y dota a la novela de su extra?a grandeza, por contraste con el tono objetivo general en la novela donde nada sustancioso ocurre y solamente se describen y narran cotidianas minucias con una frialdad magnetof?nica. Enmarcada entre dos pasajes de una descripci?n geogr?fica del curso del r?o Jarama, esta novela posee un realismo absoluto, casi conductista o behaviorista, en el que el narrador no se permite ni una m?nima expansi?n sentimental o interpretativa, ni sondeo alguno en la psicolog?a interna de sus personajes, y el lenguaje coloquial de los di?logos se encuentra presidido por el rigor m?s alto. Se ha querido interpretar, sin embargo, la novela como una narraci?n simb?lica o simbolista y desde luego representa un extraordinario contraste con su novela anterior.

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– Si hay aquí todavía.

–  No importa; nunca está de más.

– Miguel, ¿por qué no cantas?

– Bueno, ¿y tu nombre, a todo esto?

– Pues Loli.

– O sea, Dolores. Ricardo los miraba.

– Loli, hombre, Loli, por Dios. Ni hablar de Dolores; Dolores lo odio; suena mal. Los dolores ya vienen ellos solos, sin que haga falta que los llamen.

El de Atocha se levantó hacia el gallinero.

– Hay cada nombrecito que se las trae: Dolores, Angustias, Martirio…

Estaban cantando… Pegaba la luz débilmente sobre el muro cremoso de la casa, en los cristales de Justina, en los roídos ladrillos de la tapia que cercaba el merendero. La otra parte del jardín aparecía abandonada, casi silvestre, sumida en oscuros rincones, adonde la espesura de las madreselvas impedía que llegase la luz de la bombilla. Todos miraron de repente.

– ¿Qué hace ese loco?

El de Atocha corría dando voces por todo el jardín.

– ¡A mí! – gritaba -. ¡A mí los galgos!

– ¡Un conejo, un conejo…!

Acudían los dos de Legazpi. Blanqueaba la coneja en velocísimos zigzags entre las patas de las sillas y las mesas escapando sin tino de una parte a otra, despavorida por los gritos y carreras de sus perseguidores.

– ¡Ahí te va, Federico, ahí te va…!

Gritaban y reían corriendo como locos; le dieron un trastazo a la silla en donde estaba la gramola. Lucas les dio una voz:

– ¡Cuidado, abisinios! No le oyeron.

– Ya vais a ver cómo tenemos un disgusto – decía Ricardo.

La coneja corría desconcertada, acorralada, regateando entre las piernas de los tres perseguidores; se daba de narices, una y otra vez, contra la tela metálica del gallinero cerrado, en el afán de volver a su guarida.

– ¡No te desmarques, que se cuela, que se cuela…!

Se detuvo de pronto; había ido a ampararse debajo de las bicis derribadas, al fondo del jardín.

– ¡Quietos! ¡Ya no se escapa! – exclamó Federico.

– Tú por ahí, yo por aquí; cuidado, Pedro. Mira, ahí está.

La entreveían blanquear, tiritando y encogida, sobresaltada en el ovillo de su pelo mimoso y aterrado, debajo de los radios de una rueda y la malla de colores de la bici de Lucita.

– Ya lo veo. No os mováis, por favor, no os mováis, que ya es mío… -susurraba el de Atocha.

Se agachó cauteloso, para meter la mano debajo de la rueda y apretar la coneja por la espalda. Los otros no se movían. La mano tiró el viaje y sus dedos se clavaron en la bola viviente, de blanquísimo pelo.

– ¡Cabrón! – saltó -; ¡ha querido morderme, el cabrón de él! – ya la sacaba arrastrando, por las patas traseras -. ¡Te meto un testarazo…!

La levantó en el aire ante todos los otros y el animal se debatía bocabajo, en violentos empellones. Le pesaba en la mano.

– ¡Vamos a hacer ilusionismo! – se reía -: ¡Un sombrero de copa! ¿Quién tiene un sombrero de copa?

– ¡¡Sinvergüenza!!

Había aparecido Faustina en el jardín.

– ¡¡Pedazo de sinvergüenza!! – llegó a él -. ¡Traiga ese bicho!

Le arrebató la coneja de las manos.

– Tampoco se ponga usted así…

– ¡Ya somos un poco mayorcitos, digo yo! ¿Os estorbaba el animalito donde estaba? ¡Cuidado la poquísima vergüenza!

Schneider se había asomado detrás de Faustina y estaba parado en el umbral. Ella apretaba el animal contra su pecho; le sentía todo el caliente sobresalto de los músculos menudos, el bullir de la sangre acelerada de pavor. Entró en el gallinero y puso la coneja en libertad: la blanca sombra escapó de sus manos y se eclipsó en la madriguera. Ya volviendo hacia Schneider, le decía:

– ¿Se da usted cuenta las cosas que tiene una que aguantar? ¿Qué le parece los niños estos malcriados? ¡Pero qué cara más dura! ¡Qué poquita vergüenza!

Schneider mecía la cabeza y se volvía al de Atocha, que estaba ya junto a la mesa de los otros.

– Esto no bien. Conejita igualmente de Dios: ¿por qué hace sufrirla? Esta cosa se llama el corazón muy duro – aleccionaba con el índice y señaló a su propio pecho, en el lugar del corazón.

– Déjelos, déjelos; buena gana gastar saliva en balde. A éstos no los va usted a cambiar. Tiempo perdido.

El alemán se encogía de hombros y entraba a la casa detrás de Faustina. Rieron en la mesa, a sus espaldas.

– ¡Su madre, el extranjero, lo cursi que se pone! ¡Huy, que tío!

– Calla, que a poco si suelto el trapo delante de sus barbas.

Dijo Miguel:

– Hombre, tampoco está muy bien lo que habéis hecho.

– A eso le llamo yo meter la pata – reforzaba Ricardo.

– Bueno, ¿y qué nos importa cómo tú lo llames? – se encaró Federico. – Te lo guardas, y todos marchamos mejor.

– No me lo guardo; no señor; lo digo: meter la pata y una chulería. ¿Lo que habéis hecho con el conejo? Una chulería.

Intervino el de Atocha:

– Oye, mira, chico, tú, como te llames; no se han metido contigo, así es que tú tampoco te entrometas a censurar a los demás, ya lo sabes.

– Una chu-le-rí-a.

Los demás observaban en silencio; Fernando se reía.

– Están los ánimos algo acalorados…-comentó. El de Atocha se había levantado de su silla y se acercó a Ricardo.

– Oyes, tú, ¿qué es lo que quieres?, ¿vas a continuar? Porque es que si pretendes que nos incomodemos, dilo ahora y nos ahorramos el camino.

– No tengo especial interés de que nadie se incomode, pero sí de decir lo que pienso, eso sí; si cae bien como si cae mal: lo del conejo es una chulería.

–  ¡Te estás poniendo cabezota!

– ¿Y qué?

– ¡Que me fastidia! ¡Que ya se ha terminado…! Se interpuso Samuel:

– ¡Chsss, más despacio, hombre!; si no hace falta hablar tan alto, para entenderse bien. Sin sofocarse. Ricardo decía:

– ¿Qué es lo que se ha terminado?

– ¡De aguantarte a ti!

– ¡Estás en un error!

Vino la voz jovial de Zacarías, desde el fondo de la mesa:

– ¡Eh, mirar! ¡Un momento! ¿Me dejáis un momento hablar yo?

Miraron todos hacia él, y dijo:

– Ahora, por lo visto, después de una carrera de galgos en campo, pensáis ofrecernos una velada de boxeo, ¿no es eso? Por mi parte se os agradece la intención, pero antes de que la cosa se caldee, os participo que el respetable está ya más que satisfecho con lo que ha visto, y no es preciso de que os sigáis molestando por el precio. Conque se os pide que volváis a sentaros, y otro día será, que ya está bien de deporte para hoy. ¿Estamos o no estamos de acuerdo?

Reían y alborotaban.

– ¡Mucho por Zacarías!

– ¡Muy bien dicho!

El de Atocha volvía a sentarse al lado de Lolita; le decía en voz baja, indicando con la sien hacia Ricardo:

– Es un poquito jija ese amiguito vuestro… La chica se revolvió:

– ¡Y tú un mamarracho!

Mely le susurraba al oído a Zacarías:

– Eres magnífico…

Los otros pedían que cantase Miguel.

Había sacado don Marcial una petaca color crema y ofrecía tabaco a todos los presentes. El Chamarís le decía:

– Se lo vamos a gastar a usted todo. Con otro golpe como éste, adiós.

–  Para eso está, para gastarlo – contestó don Marcial. Se ponía de nuevo la chaqueta.

– Luego a la noche se encuentra usted sin. Y después de cenar, a ver qué hace.

– Mejor. Así no tengo tentaciones. Y cuanto menos fume, eso me sale ganando la garganta.

– Pues lo que es yo – terciaba el carnicero alto -, ya ve usted, sé abstenerme mucho mejor si sé que tengo la petaca llena, que si la tengo vacía.

– Eso también es cierto – asintió su colega -; basta uno encontrarse sin tabaco, para que te entren unas ganas desesperadas de fumar – liaba un pitillo.

– Sí señor – dijo Claudio -; conmigo, por lo menos, es así. Que lo tengo: pues dejo la petaca encima la mesilla, y como sabes que le puedes echar el guante en el momento que quieras, te duermes sin fumar, y tan tranquilo. Pero, amigo, lo que son las cosas; en cambio el día que te ves sin tabaco, te lías a dar vueltas y vueltas en la cama, sin poder pegar ojo, y no paras hasta que no eches pie a tierra y te agencias por ahí un cigarro como sea, aunque sea rebañando la fusca de todos los bolsillos. Ya ven ustedes qué cosa más absurda.

– El espíritu de contradicción que tenemos imbuido todos los mortales – comentó Chamarís.

– Pues entonces usted, como mi suegra, con eso del tabaco, una cosa parecida – decía don Marcial -; que se guardó un kilogramo de arroz toda la guerra, sin gastarse ni un grano, sólo por no sentir que le faltaba y poderle decir a sus parentescos y amistades que ella, desde luego, tenía arroz. Y después tuvo que tirarlo, cuando vino la liberación, de mohoso que estaba. ¿Qué le parece?

– Ah, pues mire: así no lo echó de menos. Porque sabía que si no se preparaba un domingo una buena paella, era tan sólo porque no quería. O sea, que no comió arroz, pero tampoco lo tuvo que echar de menos – le replicaba el carnicero alto.

Carmelo perseguía con los ojos el alma negra de su cerilla, que ascendía hacia el techo. Y ahora Lucio intervino:

– Ésa es la grande diferencia que va de tener uno que privarse forzoso de una cosa a quitarse de ella voluntario, a sabiendas de que puede uno tenerla en el momento que se le encapriche. Por semejante procedimiento, la suegra de usted, con solo un kilo de arroz, se hizo la cuenta de que se estuvo comiendo arroz toda la guerra. No la llenaba la barriga, pero le producía casi la misma satisfacción que llenársela.

– Ni más ni menos – asintió el hombre de los z. b. -; ahí está la distancia que media entre el no querer y el no poder.

– ¡Ascua! – reía el alcarreño -. Pues eso sí que tiene un rato miga. Menudo invento ese del arroz para vivir del aire, o por lo menos morirse uno de hambre tan contento, sin pasar la gazuza.

– Eso de lo querido y lo podido – intervino el pastor -, es un asunto que varía al tenor de cada persona. Los hay que en cuanto tienen cien pesetas, allá van, se las despachan de momento; como los hay que prefieren guardárselas y estar nada más pensando en lo que pueden comprarse, si quisieran.

El chófer dijo:

– Eso sí: hay quien le gusta el dinero guardado y hay quien le gusta disfrutarlo.

– Ahí está – continuaba el pastor -; los unos gozan porque han tenido una expansión, y los otros porque piensan que siempre están a tiempo de tenerla. Y esa señora o señorita o lo que sea, lo único que la pasa…

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