El Jarama
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El Jaramaes la novela que le supuso la consagraci?n y la fama, con ella obtuvo el Premio Nadal en 1955 y el de la Cr?tica en 1956, narra diecis?is horas de la vida de once amigos un domingo de verano de excursi?n en las riberas del r?o que le da nombre en tres frentes, en la orilla del r?o y simult?neamente en la taberna de Mauricio -donde los habituales parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas- y en una arboleda a orillas del Jarama en la que se instalan los excursionistas. Al acabar el d?a, un acontecimiento inesperado, el descubrimiento de una de las j?venes ahogada en el r?o, colma la jornada de honda poes?a y dota a la novela de su extra?a grandeza, por contraste con el tono objetivo general en la novela donde nada sustancioso ocurre y solamente se describen y narran cotidianas minucias con una frialdad magnetof?nica. Enmarcada entre dos pasajes de una descripci?n geogr?fica del curso del r?o Jarama, esta novela posee un realismo absoluto, casi conductista o behaviorista, en el que el narrador no se permite ni una m?nima expansi?n sentimental o interpretativa, ni sondeo alguno en la psicolog?a interna de sus personajes, y el lenguaje coloquial de los di?logos se encuentra presidido por el rigor m?s alto. Se ha querido interpretar, sin embargo, la novela como una narraci?n simb?lica o simbolista y desde luego representa un extraordinario contraste con su novela anterior.
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– Mire, Mauricio, eso no está ni medio bien; mi marido le quiere pagar las consumiciones y por consideración debía usted de cogérselo. Nos quita usted la libertad, para otra vez que queramos venir.
– Nada, nada; en Madrid ya tendrán tiempo y ocasión de convidarme. Allí serán ustedes los paganos. Aquí invito yo y se ha concluido. Móntate, Ocaña.
– Bueno, te juro que me las pagas. Palabra mía que te vas a acordar.
Se montó. Petra iba delante, con él. Justina había puesto los brazos sobre el reborde de la ventanilla.
– Que lleguen a Madrid sin novedad – dijo hacia adentro, hacia las sombras apretujadas en el interior; no veía las caras.
Renqueaba la magneto; a la cuarta intentona, prendieron los cilindros. Felipe Ocaña sacaba la cabeza.
– ¡Adiós, mala persona! – sonreía -. ¡Y conste que me marcho muy disgustado contigo!
– Tira, anda, tira – dijo Mauricio -, que se os está haciendo tarde.
Movía la mano junto a las ventanillas, saludando a bulto a los de dentro. Brotó la luz anaranjada de los faros; el coche empezó a moverse lentamente; «¡Adiós, adiós, adiós…!». Justina quitó los brazos de la ventanilla y el taxi daba la vuelta hacia el camino. Padre e hija quedaban inmóviles atrás, junto a la racha de luz que salía de la casa, hasta que el taxi, con una cola de polvo que ofuscaba la gran luna naciente, tomó la carretera.
– ¡Silencio todos! ¡Escucharme un momento! ¿Me queréis escuchar?
Agitaba Fernando la botella en el aire, en mitad del jardín, y la racha de luz que salía de la cocina le alumbraba la cara y el pecho y relucía en el vidrio. Gritaba hacia la sombra de las mesas, a los otros, que habían vuelto a pedir música, música.
– A ver qué es lo que quiere éste ahora. ¡Callarse! Dejarlo que hable, a ver.
– La gramola muertita de risa – decía Ricardo -; ¡carga con ella todo el día!
– Y la hora hache, al caer.
– ¡Venga, que se pronuncie!
– Cuentos. A no dejarlo que hable, ¿vale? – proponía Ricardo en voz baja -; cuanto que haga intención de abrir la boca, un abucheo como un túnel.
Todos miraban a Fernando en la luz, desde las espesuras de la madreselva en el jardín anochecido. Le había dicho Mely a Zacarías:
– Se queman los domingos que es que ni te enteras.
– Pero queda el regusto – había dicho él -. Mira el gato, mira el gato…
Lo sentían rebullir en la enramada, en rumor de hojas secas. Le vieron la sombra cazadora y fugaz, entre las patas de las sillas.
– Para él todo son domingos.
– O todos días de labor – le había replicado Zacarías -. No sabemos.
Ahora los dos atendían hacia Fernando. Fernando se impacientaba.
– Bueno, ¿ queréis escucharme, sí o no? Le gritó Zacarías:
– ¡Explícate ya, Mussolini!
– ¡Qué! Que le den dos reales y que se calle ya de una vez.
Hizo ademán de retirarse, y dio paso a la luz, que brilló unos momentos en el níquel del gramófono, al fondo del jardín.
– ¡No seáis! Dejarlo al chico que diga lo que sea, venga ya.
– A ver si quieren.
– Oye, ¿ es que vas a bautizar algún transatlántico con esa botella en la mano? Dime, ¿y cómo le piensas poner?
– ¿Eh? Pues mira, a lo mejor le pongo Profidén, o La Joven Ricarda, ¿cuál te gusta más?
– Ah, cualquiera, lo vas a gafar y se te va a ir a pique con cualquiera de los dos que le pongas. Bueno, anda, habla ya, vamos a ver esas revelaciones tan sensacionales.
– Con tu permiso. Pues nada, muchachos – se dirigía hacia todos, incluyendo a los cinco que ocupaban la otra mesa -. yo nada más lo que quería decir es que hacía falta de organizar un poquito este cotarro. Así, conforme vamos arrastrando la tarde hasta ahora, no se hace más que crear confusión, que cada uno procura por una cosa diferente, y ninguno sacamos nada en limpio…
– ¡Cuéntanos tu vida! ¡Acaba ya! ¡ Chacho; qué tío, vaya un espich!
– ¡Pero calla, voceras, que estás incomodando…! Bueno, pues lo que iba a proponer es que juntemos las dos mesas con esta gente, que están aquí como despistados y que además sé yo que son de los buenos, y así se formaba una mesa todos juntos. Porque de esa manera, ya no había aquí más que una sola cosa, para poder llevarlo con orden y concierto. Y al mismo tiempo, pues se engrosaba la reunión con nuevos elementos de refresco y salíamos todos ganando en bureo y animación, unos y otros. ¿Qué os parece?
– Pues venga, de acuerdo por esta parte – dijo Miguel -. Si ellos están conformes, que se cojan su asiento cada uno y se arrimen para acá, que tenemos más sitio.
– ¡Hale, hale! – dijo una voz al otro lado.
– No hay más que hablar.
Se levantaron los cinco y traían sus sillas hacia la mesa de los de Zacarías y Miguel. Fernando ya se había retirado de la luz y se volvió a su sitio, junto a Mariyayo. Quedó el rectángulo neto sobre el suelo. Los cinco lo atravesaban, trasladando sus macutos y sus cosas. Ricardo murmuraba:
– Lo que se le ha ido a ocurrir, mira tú ahora, en evitación de barullos.
Samuel se volvía hacia él y le decía:
– ¿Qué criticas tú ahora, Profidén?
– Yo no critico; yo sólo digo que no teníamos precisión de revolvernos con nadie, para pasarlo bien nosotros y nosotros. Así es como se forma el follón, nada más. Y luego surgen los líos.
– Venga, no seas tú tampoco exclusivista.
– Nada de exclusivismos. No los conocemos de nada, pues déjalos quietos. ¿Quién te manda de hacer amistades con nadie? A río revuelto, ya sabes, además.
Eran dos chicas y tres chicos; se habían sentado.
– Pues mira – cortó en voz baja Samuel -, ahora ya está hecho; así es que ya calla la boca y no metas la pata, no vayas a ser tú el que suscite el conflicto.
– Claro; ahora a ponerles buena cara. Encima eso. Miguel les había preguntado:
– ¿De qué barrio sois vosotros?
– Del Matadero. Legazpi. Digo, menos éste; éste no, que éste vive por ahí, por Atocha. Los demás todos Legazpi.
– Un barrio que le tengo simpatía. Y conozco yo un Eduardo, allí del mismo Legazpi, Martín Gil de apellidos, ¿le habéis oído nombrar?
– Eduardo… Sí, Eduardo tengo ya uno, pero ése no va a ser; no, éste es otro apellido; se llama Eduardo también, pero es otro apellido. ¿Cómo era ése?, has dicho, ¿Martín qué?
– Eduardo Martín Gil.
– No, pues no es ése, seguro que no es. Creo yo que éste tuyo no lo tengo yo catalogado, o no me lo parece. A ver éste – se dirigió a su compañero -. Tú, ¿no te suena a ti alguno más?, echa un poco memoria.
– Eduardo, pues verás…- reflexionaba -. Sí, hombre, hay ese otro que le llaman Dúa, ¿no es Eduardo de nombre ése también?
– Ah, sí, es verdad, ya salió otro, mira. Vamos, que de pila también se llama Eduardo, ¿no me entiendes?, no es más que le dicen de esta otra manera, o sea como un apodo, ya sabes tú la gente, o incluso los mismos familiares; de Eduardo, pues Dúa, se saca fácil.
– Pues como no sea éste, no sé yo cuál más. ¿Cómo hace aquél de apellido, tú te acuerdas?
– ¿Apellidos del Dúa?, espera a ver; sí, hombre, ¿cómo era?; vaya, si lo diré…Bueno, en este momento a punto fijo no te sé yo decir, pero es igual. Tampoco son los que éste dice, de eso estoy seguro, son otros que no tienen nada que ver; si me acordara…
– Bueno, no preocuparos- dijo Miguel -; si es lo mismo. No le deis más vueltas, ¿qué más da?
– Ya, si estamos. No, porque es que todavía si supiéramos algún otro Eduardo, sin nosotros conocerlo los apellidos, muy bien podría ser ése que tú dices, casi seguro que iba a ser él. Pero ya te digo, el caso es que de Eduardos no nos constan a nosotros más que estos que te cuento; así como de Pepes, ya ves, en cambio de esos hay un carro, así de Pepes todo Legazpi, la invasión. Pues ese amigo tuyo, es raro, porque aunque nada más fuese de oídas, difícil que se nos haya podido escapar. Me extraña un rato que nos falte a nosotros esa filiación, más todavía al tratarse de un chico joven. Di, tú, ¿y es seguro que es de allí de por Legazpi?
– Sí, sí, seguro. Quiero decir, no siendo que se haya mudado en fecha reciente, porque yo desde luego debe de hacer ya más de un año que no lo he vuelto a ver.
– Bueno, hijo, venga, dejaros de Eduardos y a ver lo que hacemos. ¿Se baila o no se baila?
– Que sí, mujer, que ya hemos terminado. ¿Y seguimos sin vino?
– Esa botella que han traído éstos tendrá todavía, mira a ver.
Miguel levantó la botella de los de Legazpi y la miraba al trasluz, hacia el cuadro de la ventana iluminada; dijo:
– Total nada, una birria de vino es lo que hay.
– Se pide más – dijo Fernando -. Dar palmadas, a ver si viene alguien.
– Dalas tú, ¿es que no tienes manos?
– Anda, Luquitas, sé buen chico, ponnos en marcha la gramola, anda ya.
Lucas se levantaba de la silla, afectando un suspiro y un gesto de paciencia, y se iba hacia el gramófono. Juanita comentó:
– ¡Qué trabajo más terrible! Qué barbaridad, ni que le fueras a dar cuerda a un tranvía, los aspavientos que le echas – se volvía hacia Loli -. Chica, hay que ver las fatigas que le entran a este hombre, no sé ni cómo vive.
Sonaban las palmadas de Fernando. Mariyayo dijo:
– Vaya manos que tienes, hijo mío. Casi que estoy tentada de alquilarte para llamar a mi sereno, que está pero fatal, el pobre, de sordera.
– ¡Mira, y me pones rumba, Lucas, si me haces el favor! – le gritó Marialuisa.
– ¿A ti sola? Será para todos.
– ¡Qué rumba ni qué rumbo! – decía el otro desde allí -. ¡Si aquí no veo ni lo que cojo!
– ¡Hombre, vente a la luz y lo miramos; sí que es un problema!
Lucas no respondió; se veía su sombra arrodillada junto a la gramola, y el oscilar de los brillos metálicos, al mover la manivela.
– Tú no lo apures, que es capaz que lo deja inmediato, ya sabes cómo es él.
– ¡Yo quiero bailar!, si no ¿qué? ¡Quiero bailar!
– Aguanta, pies de fuego, aguanta, tu no te aceleres, tiempo hay.
– No es que sobre, tampoco, Samuel.
– ¿Ya empezamos? – protestó Zacarías.
– ¿A qué?
– A hablar de cosas feas.
– ¿Cosas feas?
– ¡El tiempo, mujer!
Se volvía de nuevo hacia Mely, sonriendo:
– Continúa.
– Bueno, conque con eso ya se hicieron en seguida las diez y media de la noche, que serían, y se presenta mi padre, riiín, el timbrazo; yo un miedo, hijo mío, no te quiero decir, aterrada. Salgo a abrirle, ni mu; una cara más seria que un picaporte, yo ya te puedes figurar. Conque ya nos sentamos todos a la mesa; aquí mi padre, la abuela ahí enfrente, mi tía al otro extremo, tal como ahí, y mi hermano así a este lado, a mi izquierda, no veas tú cada rodillazo que yo le pegaba por debajo del hule; chico, los nervios, que es que ya no podía contenerme los nervios, te doy mi palabra. Bueno, y sigue la cosa; nos ponemos a cenar, y mi padre que persevera en lo mismo, pasa la sopa, ni despegar los labios, pero es que ni mirarnos siquiera de refilón; pasa lo otro, lo que fuera, lo que venía después, y lo mismo, mirando a la comida. Figúrate tú, él, que tampoco es que vayas a decir que sea ningún hombre demasiado hablador, pero vamos, que en la mesa, eso de siempre, le gusta rajar lo suyo, y preguntar y contar cosas, pues una persona que tiene buen humor, que está animada, ¿no? Pues date una idea de lo que sería aquella noche, así que allí ni la abuela, como te lo digo, se atrevía a decir una palabra. Y eso que ella no estaba al tanto del asunto, ¿sabes?, pero se ve que no está tan chocha como nosotros nos creemos, no está tan chocha, ¡qué va a estar!, ella en seguida debió de olfatearse, viejecita y todo, lo que allí se barajaba. Bueno, abreviando, una cena espantosa de verdad, pero una situación de estas que sientes que es que vas a estallar de un momento a otro, ¡qué rato, no quieras tú saber! Mucho peor, muchísimo peor que la bronca más bronca que te puedas figurar. Fíjate tú, mi tía, con toda la inquina y el coraje que tenía contra nosotros, y estaba negra, se la veía que lo estaba, que tampoco podía aguantar aquello; tanto es así, que a los postres, se pone, ya se conoce que incapaz de resistirse, se pone, le dice a mi padre: «¿No tienes nada que decirles a tus hijos?», ya como deseando que nos regañara de una vez, ¿no me comprendes? Y mi padre no hace más que mirarla, así muy serio, y se levanta y se marcha a acostar. Total que aquella noche nos fuimos a la cama sin saber todavía a qué atenernos, con toda la tormenta en el cuerpo. Claro, eso era lo que él quería, no tuvo un pelo de tonto, qué va. Le salió que mejor no le podía haber salido. Al día siguiente nos dijo cuatro cosas, pero ya no una riña muy fuerte ni nada, cuatro cosas en serio, pero sin voces ni barbaridades, así muy sereno; todavía a mi hermano le apretó un poco más, pero a mí… Demasiado sabía él que el rato ya lo teníamos pasado, vaya si lo sabía. Y eso fue todo… Zacarías sonrió.