Historia Del Rey Transparente
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En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma tr?gico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola menci?n del nombre de ese rey misterioso. El acertijo s?lo lo conocer? el lector en las ?ltimas p?ginas: se trata, en realidad, de una f?bula moral que resume la filosof?a de toda la novela.
Leola se ver? armada caballero a los diecisiete a?os por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con ?xito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, fil?sofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teolog?a. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases m?s bajas de la sociedad.
Los a?os pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gast?n, un fil?sofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herej?a albigense. La guerra no se hace esperar, y L?ola y Nyneve se pondr?n al lado de los c?taros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.
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– Bueno, aligera un poco, pasa de una vez por todas las repudiadas, seguro que así no lo contó el juglar -protesta otro muchacho.
– Tú cállate y déjame hablar a mí, que soy el que se sabe la historia del Rey Transparente…
Una punzada de miedo me atraviesa el pecho. Tengo que detenerle, me digo. Pero creo que ya es tarde: el bizco ha dejado de hablar y desorbita los ojos mientras se lleva las manos al cuello.
– ¿Qué te pasa? ¡Marcel! ¡No puede respirar! -se asustan sus amigos.
Se ha debido de atragantar con una pipa. Los otros muchachos le golpean la espalda e intentan abrirle la boca, pero el rostro del bizco ya está amoratado. Cae de rodillas, haciendo un ruido horrible en sus infructuosos intentos por tragar aire. Alrededor se ha organizado un pequeño tumulto; veo que le cogen en volandas y se lo llevan.
– Al fin llegó la Reina -dice el fraile.
Un estridente toque de trompetas ahoga las palabras del religioso. El tumulto está ahora en el centro del graderío: los nobles se levantan, saludan a Leonor, hacen reverencias. Los heraldos vuelven a soplar sus instrumentos y todo el campo calla. La Reina avanza hasta apoyarse en la baranda de su palco. Va a decir algo. El silencio es tan absoluto que se escucha, a lo lejos, el nervioso piafar de los bridones.
– Apreciados y nobles amigos, estimados burgueses, mi querido pueblo, hemos llegado a la última jornada de este Gran Torneo. En estos días hemos visto realizar grandes proezas de armas, bellas gestas guerreras que han llenado de honra a las nobles damas a quienes estos valientes sirven con tanto arrojo. Como sabéis, yo, la Reina, no he tenido en estas justas ningún paladín. Pero esta tarde quisiera escoger uno. El más audaz, el más sacrificado. Porque sólo será mi caballero quien consienta en combatir totalmente desnudo, bajo una de mis camisas, contra un adversario con armadura de hierro.
Un susurro de excitación recorre el campo como la onda de una pedrada en una poza. Antes de que se extinga la sorpresa, un joven guerrero avanza por la hierba Wa el estrado real.
– Mi Reina, soy el caballero de Saldebreuil. Me sentiré muy honrado de poder cumplir vuestro deseo.
El público estalla de júbilo: aplausos, vítores, atrevidos requiebros lanzados a gritos por las muchachas villanas, pues Saldebreuil es sin duda buen mozo. Ermengarda baja al campo y le entrega la camisa al caballero. Éste se retira para cambiarse, porque viste armadura. El tiempo transcurre lentamente en medio de un gran alboroto, hasta que, por fin, los heraldos dan el toque de justas. Un silencio expectante paraliza el campo mientras entran en la hierba los contendientes. Primero aparece Saldebreuil, sin yelmo, el pelo al viento, pálido y hermoso en su blanca camisa, que deja al descubierto su pecho musculoso y sus desnudas piernas. Aguanto la respiración, ansiosa y al mismo tiempo temerosa de ver cuál es su oponente. ¡Virgen Santísima! Es Conon de Béthune, uno de los campeones del Torneo. Ni siquiera protegido con hierro de la cabeza a íos pies sería fácil vencerle. Una especie de gemido se extiende por la muchedumbre, a medida que van reconociendo al contrincante.
Los caballeros se colocan en sus marcas reteniendo a duras penas a sus fieros bridones, que ventean la lucha. El arbitro de justas sale al centro del campo, anuncia con voz estentórea el nombre de los guerreros junto a todos sus títulos y luego se retira. Silencio. La emoción me aprieta las entrañas. Los heraldos dan los tres toques de trompeta y, al tercero, los caballos se lanzan al galope. No me atrevo a parpadear, para no perder ni un instante del duelo. Un golpeteo de cascos, relinchos nerviosos, un rugido de furor que parece animal pero que ha salido de la garganta de alguno de los contendientes. Las dos lanzas chocan en los dos escudos con golpe tan formidable que ambas se quiebran. Saldebreuil casi ha sido desensillado por el impacto, pero consigue recuperar el equilibrio y da la vuelta al fondo del campo para regresar a su lugar. Todos aplaudimos hasta que las manos nos escuecen. Corren los escuderos trayendo lanzas de repuesto, los guerreros se preparan, las trompetas vuelven a tocar. De nuevo la velocidad de la carrera, el vértigo y la furia. El estruendo del choque y el estallido de un grito general en todo el campo: la lanza de Conon ha resbalado por la adarga de su oponente y ha golpeado el hombro de Saldebreuil, que cae del caballo. La punta ciega de la lanza, una corona de hierro rematada por pequeñas bolas, parece haber desgarrado la carne del caballero: la blanca camisa se empapa rápidamente de una sangre muy roja. Conon se acerca al caído con el caballo al paso, para aceptar su rendición. ¡Pero Saldebreuil no se rinde! Se ha puesto trabajosamente en pie y desenvaina la espada. Conon está indeciso: es evidente que le disgusta combatir en esas condiciones. Todos aguantamos el aliento. Todos queremos que se rinda. Al menos, yo lo quiero. Los dos caballeros intercambian algunas palabras, pero desde donde yo estoy no consigo entenderles. Al fin, Conon baja del bridón y saca también su espada. Saldebreuil le espera con el arma en la mano, pero sin escudo. Debe de tener el hombro roto o dislocado, pues su brazo herido cuelga sin movimiento junto al cuerpo en una rara posición descoyuntada, de ahí que no pueda utilizar la adarga. La sangre le chorrea camisa abajo y empieza a gotear sobre la hierba. Me inclino hacia delante y miro a Leonor: veo su perfil allá a lo lejos, impávido y sereno. Pero yo estoy atenazada por la angustia. Empiezan a batirse. Carente de escudo como está, Saldebreuil no puede hacer otra cosa que intentar parar los golpes con su espada. Conon ataca con fiereza, y el caballero de la camisa detiene el primer golpe, el segundo, el tercero. El cuarto le golpea de refilón la cabeza desnuda, abriéndole una brecha sobre la frente. Se derrumba. Conon envaina el arma. ¡Pero Saldebreuil está tratando de levantarse! Se apoya en la empuñadura y al fin, tras penosos esfuerzos, se pone en pie. Separa mucho sus piernas ensangrentadas, para intentar mantener el equilibrio. También tiene el pelo pegoteado por la sangre, que brota de la herida de su cabeza y le embadurna el rostro. Conon hace un gesto de desesperación y desenvaina otra vez. ¡Por Dios, que acabe ya! Alabado sea el Señor: antes de que hayan podido reanudar la liza, Saldebreuil ha vuelto a caer al suelo. Se ha desmayado. Los heraldos tocan el final del duelo y el arbitro de justas proclama vencedor a Béthune, mientras los sirvientes y los médicos se llevan el cuerpo inconsciente de Saldebreuil.
El campo de justas es un hervidero. El torneo prosigue, pero nadie presta la menor atención a los desdichados contendientes, que, quizá desmoralizados por la falta de ambiente, tampoco consiguen realizar grandes encuentros. ¡Pero si ni siquiera la Reina está presente! Se ha marchado del palco en cuanto retiraron a su paladín. Una tras otra, cuatro parejas de guerreros entrechocan sus lanzas, sin conseguir un solo momento memorable. De no ser por el sobrecogedor combate de Saldebreuil, hoy habría sido la peor jornada de toda la semana. Cuando el arbitro de justas proclama el final del Gran Torneo, en el campo apenas quedamos la mitad de los espectadores.
Bajamos de las gradas y vamos a reunimos con Dhuoda, que nos espera para regresar al palacio de Leonor, donde se va a celebrar el gran banquete de cierre.
– Hay que reconocer que la Reina tiene buen gusto -me comenta la Dama Blanca con una sonrisa maliciosa.
– ¿Qué queréis decir, Duquesa?
– Sólo digo que Saldebreuií es muy bello.
– Pero, mi Señora, ella ofreció el reto a todos los caballeros presentes, y fue Saldebreuil quien aceptó. Pura casualidad.
– Qué ingenuo eres, mi Leo. ¿Tú crees que Leonor iba a correr el riesgo de que vistiera su camisa Tribaldo de Champaña, por ejemplo, que es un gran campeón, sin duda, pero tuerto, marcado por las viruelas y con un aliento podrido de pantano?
– Pero… la Reina está casada -insisto, aunque mis propias palabras me suenan ridículas.
– Ah, sí, el gran Enrique II… El Rey está en Inglaterra, muy ocupado con sus asuntos de gobierno… y con otras menudencias. Hace mucho que Enrique, que es once años más joven que Leonor, ya no ama a la Reina. Dicen que se ha enamorado de Rosamunda, la hija de un caballero normando, y que siente por ella tan celosa pasión que ha creado un laberinto en el castillo de Woodstock y ha encerrado a su amada dentro de él, en una alcoba de la que sólo el monarca tiene llave. Como ves, la idea del abuelo de Puño de Hierro es bastante común entre ciertos varones…
Cuando llegamos al palacio, ya están todos sentados a la mesa en la gran sala. Todos, menos Leonor. En su ausencia no pueden empezar a servirse las viandas, de manera que entretenemos la espera bebiendo hipocrás y escuchando a los músicos. La estancia es muy amplia y está llena de gente; y la gente parece estar llena de palabras, de rumores que transmitirse, de confidencias que susurrarse, de comentarios malévolos cuchicheados entre risas. Hay un estruendo enorme que ahoga casi por completo el gemido de las cítaras; entre el vino, el ruido y las emociones, siento que me estalla la cabeza.
Y, de pronto, el silencio.
A mi alrededor, todo el mundo está mirando hacia un mismo punto. Sigo el camino de sus ojos y la veo. Es la Reina. Acaba de entrar en la gran sala y nos contempla con un extraño gesto, tal vez altivo, o quizá desafiante. Lleva uno de sus hermosos trajes, uno que conozco bien, de lino verde Y seda con adornos de perlas. Pero por encima trae puesta su camisa, la camisa con la que ha combatido Saldebreuil, con el fino hilo endurecido por las grandes manchas oscuras de la sangre ya seca. Avanza lentamente hasta su sitia!, y el silencio es tan completo que me parece poder escuchar mi propia respiración.
– Que sirvan la comida -dice con voz nítida.
Y luego se sienta, mientras media sonrisa le ilumina la cara.
El borboteo de las conversaciones recomienza, como una corriente de agua momentáneamente retenida por un obstáculo, y largas filas de lacayos empiezan a sacar bandejas de plata con gorrinos enteros adornados con manzanas, perdices servidas en nidos confeccionados con harina, anguilas en mares de gelatina. Todo el mundo devora, menos la Reina. Y menos yo, que no hago sino mirarla. Antes me he equivocado: no es altivez lo que su rostro refleja, sino un gozo salvaje. Una avidez indómita y feroz que alguna vez he entrevisto en Dhuoda. Después de todo, la Dama Blanca y la reina Leonor se parecen bastante.
Dolor y deshonra. Hoy arruiné mi vida.
Nuestro viaje de regreso de Poitiers fue nefasto desde el mismo principio. Tras despedirnos de fray Angélico, que marchaba a París, completamos una primera y tediosa jornada de camino y paramos a hacer noche en el pueblo de Dunn. Las sirvientas de Dhuoda ya habían adecentado el mejor cuarto de la posada y montado un lecho mullido y limpio para su Señora con linos traídos del castillo, cuando la Duquesa, muy agitada, nos dio la orden de proseguir el viaje. Nadie dijo nada, aunque tuvimos que salir con tanta premura que dejamos atrás media impedimenta. Parecíamos un pequeño ejército huyendo de la batalla tras una derrota. Hombres y animales estábamos desfallecidos, y aún llevábamos peor el peso de la fatiga porque habíamos creído poder descansar. Para más quebranto, comenzó a llover. Al poco de abandonar Dunn, el capitán de la guardia se acercó a sir Wolf, a Nyneve y a mí, que cabalgábamos juntos.
