Historia Del Rey Transparente

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Historia Del Rey Transparente
Название: Historia Del Rey Transparente
Автор: Montero Rosa
Дата добавления: 16 январь 2020
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Historia Del Rey Transparente - читать бесплатно онлайн , автор Montero Rosa

En sus andanzas por los burgos y los campos de Francia, Leola se topa con un enigma tr?gico: trovadores, muchachas o vecinos inician el relato de la historia del Rey Transparente y caen fulminados tras unas pocas frases. Nyneve, que parece estar al tanto del enigma, reacciona siempre con furia ante la sola menci?n del nombre de ese rey misterioso. El acertijo s?lo lo conocer? el lector en las ?ltimas p?ginas: se trata, en realidad, de una f?bula moral que resume la filosof?a de toda la novela.

Leola se ver? armada caballero a los diecisiete a?os por la duquesa Dhuoda, una sanguinaria dama que sin embargo la fascina y que esconde una terrible historia. Aprende que la lucha es una danza y consigue batirse con ?xito en justas y torneos. Conoce la corte de Leonor de Aquitania y su cortejo de poetas, fil?sofos e ingeniosos polemistas que debaten sobre el Fino Amor y la alta teolog?a. Se convierte, al fin, en un `Mercader de Sangre`, en un mercenario a sueldo de las clases m?s bajas de la sociedad.

Los a?os pasan, y Leola pierde dos dedos de la mano y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. Se enamora de Gast?n, un fil?sofo que busca la piedra filosofal, mientras estalla la herej?a albigense. La guerra no se hace esperar, y L?ola y Nyneve se pondr?n al lado de los c?taros, que para ellas representan el lado de la bondad y la cordura.

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– Majestad, no digáis esas cosas ni como una chanza, os lo ruego. La secta de los cátaros o albigenses es uno de los mayores peligros que tiene en estos momentos la Cristiandad -contesta fray Angélico con voz ronca.

– Lo sé, lo sé, no os preocupéis por eso, no voy a hacerme catara como mi vecino, el conde Raimundo de Tolosa… Nunca nos hemos llevado bien el Conde y yo, vos lo sabéis. Que ese pensamiento no os inquiete, porque me siento muy contraria a cualquier secta. Sin embargo, justo es reconocer que el mundo está cambiando, y que los cátaros ganan tantos adeptos porque sostienen ideas que mucha gente piensa, aunque luego ellos las desvirtúen de manera perversa hasta la herejía. Si queréis combatir de verdad a los albigenses, es menester responder a las aspiraciones del pueblo, para dejarles así sin argumentos. Como el tema de la pobreza evangélica… La gente se escandaliza ante el lujo ostentoso de la Iglesia. Hay una necesidad de volver a la pobreza, a la simplicidad y la pureza de Jesucristo y de los primeros cristianos. Que es lo que aseguran hacer los albigenses.

– Mi Reina, la Santa Madre Iglesia nunca ha abandonado esa pureza. Ahí tenéis a Francisco de Asís y a Domingo de Guzmán, que acaban de formar las órdenes mendicantes con el beneplácito y la bendición amorosa del Santo Padre. Y ellos también practican la pobreza, pero de verdad y dentro de la auténtica fe, y no insidiosamente y amparados por el Maligno.

– Sí, en efecto, los franciscanos y los dominicos…, unos religiosos conmovedores. Pero lo que no acabo de entender, fray Angélico, es que el Santo Padre haya autorizado ahora las órdenes mendicantes, y que en cambio persiguiera y quemara hace treinta años a Pedro de Valdo y a los valdenses, que proponían lo mismo, si no me equivoco… Se diría que Francisco y Domingo han sido autorizados sólo porque existen los cátaros y como una contestación o una maniobra de la Iglesia ante las críticas de la secta albigense…

La ira tensa el musculoso cuerpo de fray Angélico. Veo sus puños apretados, sus pálidos nudillos.

– La Iglesia no necesita que ninguna secta demoníaca le señale el camino de la fe. Os recuerdo, Majestad, que el Sumo Pontífice es el representante de Cristo en la Tierra. Y su palabra es infalible en lo tocante al dogma. Y perdonadme, pero sí, os equivocáis. Con todos los respetos, debo deciros que opináis sin conocimientos suficientes. Los valdenses eran unos herejes. Ni siquiera una soberana de vuestra sabiduría y magnitud debería hablar c on tanta ligereza sobre temas tan graves. Y si vos os equivocáis, mi Señora, siendo como sois la primera entre todas las damas, ¿cómo no va a equivocarse el pueblo? Esas exigencias que vos decís que el vulgo plantea no son sino desviaciones de la fe, desfallecimientos espirituales, tentaciones demoníacas.

Un rumor de desagrado ha empezado a extenderse por la sala ante la acritud de las palabras del fraile. Pero Leonor sigue sonriendo cálidamente.

– Muy bien, fray Angélico. Me complacen vuestra sinceridad y vuestro arrojo. Seguramente estáis en lo cierto y yerro al hablar de asuntos religiosos: no puedo competir con vos en sabiduría teológica. Pero permitidme que os diga que vos también os equivocáis al juzgar las cuestiones del mundo; porque de los asuntos sociales, mi querido fraile, una reina sabe mucho más. No despreciéis tan a la ligera el empuje y las opiniones del pueblo: ése es un error que muchos soberanos han pagado con su cabeza. Y más ahora, en estos tiempos en los que se diría que el vulgo está adquiriendo una preponderancia que jamás ha tenido. ¿Habéis visto las nuevas iglesias? Los maestros pintores, los maestros escultores están empezando a firmar sus obras, cuando nunca jamás antes conocimos sus nombres… Los plebeyos comienzan a estar orgullosos de ser quienes son. Hay un afán inusitado de controlar la propia vida y de disfrutarla, en oposición al perpetuo mensaje de resignación y mortificación que difunde la Iglesia. No sé si os habéis fijado en la nueva moda en la pintura…, ahora los artistas pintan escenas en las que puedes ver el aire detrás de las figuras. Perspectiva, me dicen que se llama. Perspectiva… ¿sabéis qué significa? Que las escenas se representan como observadas desde el punto de vista de un solo individuo. Eso es lo que ansían hoy los hombres: contemplar el mundo entero, e incluso dirigirlo, desde sus propias vidas… El vulgo no es dócil. Nunca lo fue, pero ahora mucho menos. Y, para sobrevivir, hay que saber adaptarse a los nuevos tiempos. Otorgando cartas de libertad a los burgos, por ejemplo.

__Majestad, yo… -interrumpe la Dama Blanca

con nerviosismo-. Os ruego que me disculpéis, pero yo pienso que manumitir los burgos es un error… Ceder poder a los plebeyos sólo nos debilita y pervierte gravemente la estabilidad y el orden de las cosas.

– MÍ pequeña Dhuoda, hace veinte años yo hubiera dicho exactamente lo mismo que vos ahora decís… __contesta Leonor-. A vuestra edad yo tampoco era partidaria de estas medidas. Pero soy vieja, y la edad enseña, si no mata. El tiempo es un río, y las mudanzas que las épocas traen son como las crecidas ocasionales de la corriente. Es imposible parar el curso del agua: sí intentas detenerla, te arrastrará. Pero sí podemos encauzar el caudal para que no nos inunde, e incluso para utilizar su empuje en nuestro provecho. Prefiero ser molinero que ahogado, ¿comprendéis, Duquesa? Los burgos liberados trabajan mejor, pagan beneficios, crean menos problemas, participan con hombres y dinero en los conflictos armados… y son mucho más leales a sus antiguos señores. Pero hoy la tarde se ha puesto horriblemente seria. ¡Estoy agotada de tanta profundidad y tanto debate! Creo que voy a descansar un poco. Podéis retiraros.

Leonor se pone en pie y abandona velozmente la sala sin despedirse de nadie, seguida por sus hijos y sus damas y envuelta en un agitado susurro de telas que se rozan. Ricardo Corazón de León se detiene un momento ante fray Angélico con una sonrisa encantadora en su terso rostro adolescente:

– Mi querido fraile, no os enfadéis tanto con nosotros… O al menos no os enfadéis conmigo, porque deseo ser vuestro amigo. Ese arranque colérico quizá os venga de la acumulación de humores a causa de vuestra vida sedentaria. Un hombre como vos no debería encerrarse dentro de un hábito…

Ricardo extiende la mano y palpa el antebrazo del religioso. Recuerdo la presión de los dedos de fray Angélico sobre mi propio brazo. Una semejanza harto inquietante

– Sois muy fuerte… Me gustaría luchar amistosamente contra vos… Quizá podamos hacerlo uno de estos días…

El religioso no contesta nada. Tiene el rostro demudado, tal vez por el esfuerzo de contener su ira. Ricardo le mira en silencio unos instantes; luego su gesto se ensombrece y, sin añadir palabra, sale de la estancia en pos de su madre. Fray Angélico se acerca a nosotras.

– El gran Bernardo de Claraval tiene razón -susurra con una voz apretada por la cólera-. Bernardo dice que el duque Ricardo vino del Diablo y volverá a él. La reina Leonor tuvo tratos carnales con un íncubo y engendró este hijo del Maligno. Y, además, todo este estúpido y peligroso asunto del Amor Cortés, y ese coqueteo mendaz con los albigenses… Sabemos que muchos trovadores se están refiriendo al catarismo, cuando fingen ensalzar en sus poemas a las damas…

Sé que el fraile está furioso, pero aun así me sorprenden su violencia y lo grave y extremado de sus acusaciones, porque considero que es un hombre inteligente.

– Tienes razón, primo. Le debo mucho a la Rei na, ya lo sabes, pero cada vez me reconozco menos en lo que dice. Sólo puede ser que esté endemoniada -comenta Dhuoda con malevolencia.

Miro a Nyneve, que bascula el peso de su cuerpo de un pie a otro, y le ruego con los ojos que permanezca callada. Para mi alivio, mi amiga suspira y se va de la estancia.

– Es cosa de la sangre -sigue diciendo el religioso-. Leonor ha heredado el veneno de sus ancestros, porque el ducado de Aquitania siempre ha sido una guarida de pecadores. El abuelo de la Reina, Guillermo IX, que ostenta el infame mérito de haber sido el primer trovador, era un libertino y un blasfemo que ordenó construir en Niort un burdel suntuoso en el que las rameras, Dios nos asista y le perdone, iban vestidas de monjas. En cuanto al padre de Leonor, Guillermo X, cometió el pecado de reconocer al antipapa Anacíeto, en lugar de al verdadero Pontífice. Esto lo sé bien porque me lo ha contado mi Maestro. El gran Bernardo, en su generosidad apostólica, vino a Poitiers para intentar convencerle de que regresara al redil de la Iglesia. Y el Duque, preso de cólera sacrílega, derribó el altar donde Bernardo daba misa e intentó matarle. ¡El Doctor Melifluo tuvo que huir para salvar la vida! De esa estirpe endemoniada viene esta malhadada y peligrosa Reina.

Las palabras de fray Angélico me confunden. Pido excusas y me retiro: necesito pensar. Salgo de la sala de los faisanes con un torbellino en la cabeza. Desde luego, intentar matar a Bernardo de Claraval me parece terrible. Y la historia de las rameras vestidas de monjas me escandaliza. ¿Será verdad que Leonor ha tenido tratos con el Demonio? Esas cosas suceden. Y, sin embargo, no consigo creerlo. Admiro a la Reina. Me gusta Ricardo. Y todo lo que ellos dicen y hacen me parece más real, más alegre, más humano. Pequeñas sombras empañan mi cariño por Dhuoda, mi afecto por fray Angélico, como mínimos gusanos en el corazón de una hermosa manzana. No deseo sentirme así. No quiero tener dudas sobre ellos. Pero no puedo evitarlo. ¿Cómo decía Dhuoda? No me reconozco en lo que dicen, hay algo que me desagrada y que me inquieta.

Doblo la esquina de un solitario corredor del palacio y escucho una voz gritando algo. Palabras que no llego a descifrar. Miro a mi alrededor y compruebo que, sumida en mis cavilaciones, he venido a parar cerca de la iglesia Y precisamente de allí parece venir el rumor de las voces. Me encuentro en el piso superior del edificio, a la altura del balconcillo desde donde la Reina sigue la misa. Arrimo la oreja a la puerta y, en efecto, el sonido es más claro. Pruebo la falleba y la hoja se abre. Entro sigilosa: huele penetrantemente a incienso y el balcón está vacío y oscuro. Paso a paso, intentando no chocar con los reclinatorios, me acerco a la baranda. Abajo, en la iglesia desierta y tenebrosa, tan sólo iluminada por dos grandes velones en el altar, hay un joven. Es Ricardo. Está tumbado cuan largo es sobre el suelo, delante del sagrario. Pero ahora se incorpora; echa el cuerpo hacia atrás y se pone de rodillas, para volverse a prosternar inmediatamente.

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