Olvidado Rey Gud?
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Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.
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– Si como asegurasteis, y yo creo, no sois una niña, hora es ya de que lo demostréis.
Por lo que el Rey y la Reina, bajo la triste mirada de las cabezas de los guerreros vencidos que, desde el dosel del lecho, se hallaban, de todos modos, muy lejos ya de conmoverse por tan humano espectáculo, pasaron juntos aquella noche y otras muchas más.
Y efectivamente, el Rey comprobó que Ardid no era solamente una mujer, sino de las más suaves, astutas y ricas en recursos de amor -cosa que, a decir verdad, le era a Volodioso cada día más necesaria-. Con lo que, como es presumible, quedó sumamente complacido.
El tiempo, no obstante, proseguía en su infatigable galope, y si bien fue generoso en cuanto a la rapidez con que consiguió curar al Rey y hacer una mujer de la pequeña Ardid, tampoco se detuvo respecto a los demás acontecimientos.
Un día, el Rey empezó a cansarse de la Corte, y si bien aún se divertía y deleitaba con su joven esposa, empezaba a echar de menos la compañía de sus soldados y las escaramuzas de rigor. A decir verdad, antes que esposo, amante o Rey, era un guerrero, que sólo entre guerreros y en peligrosas andanzas de todo tipo veía colmada su vida. Amaba el peligro y la aventura, carecía de la más elemental cultura, era duro, terco, sensual y olvidadizo; y estas características de su persona no menguaban, sino al contrario, con la edad.
Por todo ello recibió, casi con alegría, la noticia de una sublevación en el País de los Weringios. Y tomando rápidamente el mando de sus mejores hombres, besó tiernamente a Ardid, que le respondió con intachable sonrisa, sin los lagrimeos que tanto le molestaban -y que sólo Lauria y, paradójicamente, su tierna esposa le habían evitado-, y despidióse de ella.
– Sabed, Señor -dijo la Reina, entonces-, que espero un hijo; y por tanto, cuando regreséis, tal vez hallaréis en Palacio un heredero.
– Eso está bien -dijo Volodioso, aunque a todas luces más interesado en lo que se proponía llevar a cabo en tierras weringias que por tan regia nueva-. Pero en cuanto a la herencia, de eso hablaremos despacio: sabéis que tengo otros hijos.
– Pero éste será un hijo legítimo -dijo Ardid. Y por primera vez pronunció ante el Rey palabras imprudentes.
Sin embargo, Volodioso ya había espoleado su caballo, y no tuvo ocasión de escucharlas. Con lo que, tal vez, Ardid retrasó así la amargura de los días que aún habían de suceder para ella.
Pasaron días y días de un largo y vacío invierno que, por vez primera, llenaron el corazón de Ardid de extraña melancolía. Y, conversando con su Maestro y con el Trasgo, no hallaba ya el antiguo placer de la venganza y los deseos cumplidos. Algo había nacido en su corazón, que la dejaba pensativa y sombría. Hasta el punto de que el Hechicero vino a reparar en ello, y le dijo:
– ¿Qué tenéis, querida niña, que nunca os vi con semblante tan pálido y como desencantado? ¿Acaso estáis enferma?
– No -se apresuró a decir Ardid-. Tened por seguro que estoy bien. Soy fuerte como una campesina, no una de esas ridículas mujeres cortesanas: me lavo con nieve todas las mañanas, y mi cuerpo no tiembla, ni mis dientes castañean. No estoy enferma, y sé que la maternidad no es ninguna enfermedad. Estad seguro de que sólo son figuraciones vuestras.
Pero ya no deseaba corretear con el Trasgo, pues aunque ya hacía mucho tiempo que su estatura no le permitía entrar en los subterráneos, no por ello dejó de caminar y escudriñar con él otros vericuetos. En cambio, ahora prefería quedarse en su cámara, y que él le contase cuanto oía y veía. Y el Trasgo, al parecer entristecido, le dijo una noche:
– Querida niña, a decir verdad, sin ti, las correrías no me divierten: ¿no podríamos quedarnos aquí tan tcalientitos, los tres juntos, charlando y bebiendo un poquitín, en lugar de mandarme a oír necedades? Ten por seguro que más de lo que ya sabes de toda esta estúpida y malvada gente, no podrás conocer.
– Está bien -dijo la Reina-. Si así os lo parece, no veo inconveniente. Pero cuidad el vino, sobre todo: no quisiera perderos, pues siento que cada día os necesito más a ambos.
– ¿Te sientes sola? -dijo el Hechicero, receloso.
Al oír esto, Ardid se sobresaltó, y vieron que sus mejillas se encendían, al contestar:
– En modo alguno. ¿Cómo voy a sentirme sola entre vosotros? Aquí, y en cualquier parte, sois mis únicos amigos.
Y el Trasgo y el Hechicero quedaron convencidos de ello. Sólo una vocecita, aguda e inoportuna, acusaba a Ardid de que, por vez primera, había mentido a sus dos viejos y leales compañeros.
Faltaban dos meses para el nacimiento del hijo de Ardid y de Volodioso, cuando se anunció con gran trompeteo que éste regresaba a Olar. El tiempo transcurrido desde su partida inquietaba a todos: pues se tenía noticias de que la revuelta de los Weringios fue sofocada en breves días, ya que carecían de armas y de toda otra cosa que no fuera su odio. Pero el Rey, por vez primera, se había adentrado por propia iniciativa, y sin provocación de incursión alguna, en las misteriosas estepas. Desde entonces, ninguna noticia había llegado al Reino, a pesar de los muchos emisarios que Tuso envió. Muy inquieta se hallaba Olar por la suerte de todos; y habían llegado las cosas a un punto de gran consternación, cuando el regreso del Rey calmó los ánimos, y enteró a todos de una de sus más arriesgadas y triunfales empresas. En efecto, el Rey regresaba del Este con un brillo salvaje en la mirada. Por vez primera no había defendido a Olar de las Hordas, sino que -al decir de las gentes- éstas habían tenido que defenderse de él.
Por tal motivo, dispusiéronse grandes festejos -aunque la economía del país no lo aconsejaba-, y Volodioso apareció radiante a la Puerta Volinka -llamada así en honor de su madre, ya que era la más grande e importante de la ciudad- y al frente de sus soldados. Éstos se veían tan abatidos y destrozados por la lucha, que ningún orgullo asomaba a sus rostros; antes bien, dejaban traslucir un gran desfallecimiento. Pues aquella inútil aventura había costado muchas vidas, pérdidas y sufrimientos.
Nada de esto veía Volodioso; y así, proclamó cumplido su gran deseo de adentrarse en las estepas. En Olar se comentaba que, por fin, sus hombres habían llegado al Gran Río. Y allí divisaron una gran muralla, dispuesta de tal forma que hacía suponer que una gran ciudad se defendía tras ella. Pero antes de que pudieran acercársele, muchos guerreros salieron a su encuentro. Y tuvo lugar una gran batalla contra aquellos hombres, hasta que éstos fueron vencidos. Entonces, con gran asombro, comprobaron que la muralla inexpugnable no estaba hecha por manos humanas, sino que la componían enormes y extrañas rocas, y que no ocultaba ni protegía una ciudad, sino restos de un mísero pueblo tribal, compuesto de tiendas, toscos carros y cabañas de madera. A modo de empalizada, aquel poblado aparecía rodeado por lanzas que ostentaban clavados en la punta cráneos y cabelleras de guerreros vencidos, que ondeaban agoreramente entre la humareda.
El Rey, ardiendo de curiosidad, penetró en el siniestro círculo, cuando vio a un joven guerrero, ataviado como un jefe, que intentaba huir en un hermoso caballo negro. Le persiguió con saña, y cuando lo hubo apresado, e iba a degollarlo bajo sus rodillas, comprobó que no era un joven jefe -como su aspecto le hizo creer-, sino una joven mujer, de largas trenzas negras y ojos brillantes como carbones encendidos. Mucho le costó reducirla, y aún más encadenarla. Pero quedó fuertemente fascinado por la misteriosa mirada de la desconocida guerrera. Y con ella encadenada, como trofeo de guerra, entró en Olar.
Desde el primer instante en que los ojos de Ardid contemplaron a la mujer de las Hordas Feroces, sintió algo frío y afilado hundirse en su corazón.
Nunca había visto a nadie que, a pesar de hallarse encadenado, ofreciera, sobre su negro corcel, aire más arrogante y altivo. Había tal fuego en sus ojos, que casi resultaba imposible mantener su mirada. Ardid creyó ver un ave oscura y lenta cruzar el cielo de Olar. Y conteniendo un repentino temblor, avanzó hacia Volodioso. Pero el Rey apenas si le prestó atención. Besó su frente distraídamente, y en seguida mandó que preparasen un gran banquete para celebrar el triunfo, amén de que -como era de rigor- se abrieran dos fuentes de vino en la Plaza.
– Mi Señor, no tenemos reservas para tales dispendios -dijo Ardid-. Pensad cuánto ha costado esta última aventura.
– ¿Qué decís? -gritó enfurecido Volodioso-. No sois vos quien da las órdenes en Olar, entendedlo bien.
Así, la trató por vez primera con rudeza. Y no pasó desapercibido a la sagaz mirada de Ardid que Volodioso sólo tenía ojos para su prisionera. Comprendió que todo cuanto hacía y decía era tan sólo para que ella viese cuán poderoso y fastuoso era su vencedor.
La Reina, entonces, se excusó, diciendo que no asistiría al banquete por hallarse muy fatigada por su avanzada maternidad. Al oírla, Volodioso se limitó a sonreír, y añadió:
– Así lo creo yo también. Id pues y reposad. Y no os preocupéis de otras cosas.
Con lo que Ardid se sintió humilladamente despedida.
Llena de amargura se retiró a su aposento, pero no podía conciliar el sueño. A sus oídos llegaban las voces de los que celebraban la victoria, tanto cortesanos como plebeyos. Asomada a las ventanas contempló, por sobre la ciudad, el cielo enrojecido por las hogueras con que el pueblo, bailando en torno, celebraba la victoria. Sólo el Lago, terso y negro, lleno de misteriosa calma, pareció refrescar el ardor de sus pensamientos. Al fin, no pudo contenerse y acercándose al hueco de la chimenea llamó al Trasgo, que acudió presuroso.
