Olvidado Rey Gud?
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Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.
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– No eres sutil, Ancio, pero tienes otras cualidades. Por tanto, ven a mi cámara esta noche, y hablaremos despacio.
Ancio mostró generosamente la parte de sus dientes que aún mantenía oculta bajo los labios, y se fue, convencido de haber dispensado su más encantadora sonrisa a tan buen mentor como sospechoso cómplice. Pues tal vez el Conde Tuso menospreciaba un tanto las recónditas virtudes de aquel a quien -no en balde- bautizó la Corte con el sobrenombre de El Zorro.
Y cuando aquella noche acudió el primogénito del Rey a la cámara del Real Consejero, se sentó a sus pies con humildad de niño y veneración de discípulo.
– No olvides, Ancio -dijo Tuso-, que la prudencia es buena consejera.
Y de esta forma, disuadió a El Zorro de sus impulsos infanticidas. Opinó que, por el momento, bastaba mantener a la Reina en una estrecha vigilancia, cosa de la que él mismo se preocuparía.
– Y llegado el día pertinente -terminó- has de entender bien una cosa y grabarla en tu mollera: todo aquello que yo te ordene, debes cumplirlo sin dilación ni titubeos. Si así me lo prometes, yo te prometo a mi vez que serás el Rey de Olar.
– Así lo haré, tenedlo por seguro -se avino respetuosamente Ancio el Zorro.
Sólo entonces, extrajo el Consejero de una pequeña arqueta dos copas finamente cinceladas -vestigios de un remoto esplendor que, súbitamente, poblaron de nubes su ojo azul y su ojo amarillo-. Escanció en ellas el preciado mosto, que, un poquito por aquí, un poquito por allá, escamoteaba a las bodegas semisagradas de Volodioso, y brindó con su protegido, en la espera de muy lucrativos días.
Absorto en la íntima melancolía de su vino y de su copa, el Consejero se concentró brevemente -como ocurría a veces, en la soledad de su alcoba- en su recóndito sentir; en recordar, o tal vez lamentar, otros tiempos, otras tierras, otras gentes. Mientras tanto, Ancio daba sorbitos a aquel líquido que ni remotamente le placía tanto como la cerveza, mientras en su sesera larvaba y maduraba la forma en que, una vez encajada la corona en su roja pelambre, deshacerse de aquella concomitancia, de aquella despótica tutela que, desde lo más hondo de su corazón, aborrecía.
2
Las dos doncellas que acompañaron a la Reina Ardid en su encierro -y que, sin culpa alguna, debían padecer idéntico cautiverio- no fueron, en esta ocasión, sus acostumbradas camareras, pertenecientes a la nobleza. Para tan triste cometido, eligieron dos infelices a las que, hasta el momento, sólo les habían sido encomendadas funciones de ayudanta de peinadora y vestidora de las damas menos relevantes.
Apenas se halló a solas con las dos muchachas -que lloraban sin rebozo-, la Reina les dijo:
– No desesperéis, muchachitas. Os prometo salir de aquí muy bien libradas, pues lo cierto es que, una vez haya nacido mi hijo, no precisaré de vuestros cuidados. Sólo os pido paciencia hasta ese momento que, además, siento muy próximo. Por tanto, en breve os veréis nuevamente libres.
Las muchachas, llamadas Dolinda y Artisia, la miraron asombradas. Jamás, hasta el presente, dama ni caballero alguno habíase dirigido a ellas de forma que las distinguiera de un perro -y no de los más cuidados-. Secaron sus ojos con el borde del delantal, y la que parecía más espabilada, la llamada Dolinda, dijo:
– ¿Y cómo será posible eso, Majestad?
– Dejadme hacer, y no preguntéis más -dijo la Reina. Y contempló, enternecida, sus rostros casi infantiles-. Habéis de saber que no es por causa de este cautiverio (del que, como más tarde os mostraré, muy bien podría evadirme), sino por el deseo de que mi hijo nazca en este Castillo, que acepto vivir el tiempo que sea menester entre las sucias paredes de este Torreón.
Tal seguridad había en su voz, y con tanta autoridad y afecto les habló, que las dos pobres criaturas -de once y doce años de edad- sintieron renacer su esperanza. Sobrecogidas por aquel tono y por aquella -en verdad muy señorial- forma de afrontar y sonreír a su negro destino, Dolinda y Artisia quedáronse con la boca abierta, sin atinar a decir cosa alguna.
Pasaron así muchos días. Poco a poco, las maneras y las palabras de Ardid fueron ahuyentando la tosquedad y timidez de ambas doncellas. Y como jamás vieron ni oyeron a ser alguno que se pareciera a aquella Reina -hasta entonces, sólo la habían atisbado de lejos, transidas de temor y admiración-, las dos niñas conocieron, aun por tan triste rendija, un primer resplandor de humanidad y aun de dulzura, tan ausentes ambas de su corta vida.
Eran lindas y graciosas -esto fue lo que les hizo engrosar la servidumbre del Castillo- y, al mismo tiempo, muy hábiles en la costura y en todo tipo de trabajos caseros. Entre charlas y enseñanzas, Ardid fue puliendo sus maneras y su lenguaje. Y quedó muy complacida al ver qué ardor ponían ambas criaturas, no sólo en escuchar y atender sus enseñanzas, sino en servirla con el mayor esmero de que eran capaces. Diose cuenta de que -en especial Dolinda- eran criaturas de viva y despierta inteligencia; y como esta cualidad animaba al instante el interés de Ardid, sintió, al tratarlas en su forzada intimidad, la punzada de una vaga indignación -aunque no sabía decirse contra quién: si contra el mundo, contra Olar, o contra sí misma-, pues atinó a decirse que, de haber nacido en otra cuna, muy buen provecho -habríase extraído de las doncellitas. Comparábalas a algunas jóvenes damas de la Corte, estúpidas y emperifolladas; y aun con su humilde ropa y sus sencillas trenzas, la pequeña Dolinda salía de tal comparación mucho mejor parada. Pero Ardid no era mujer que entretuviese demasiado su pensamiento en estas cosas, pues, aun conociendo o intuyendo su importancia, otras ideas más personales y ambiciosas se anteponían a tales consideraciones, y aun sentimientos.
No obstante, día a día fue estrechándose la intimidad entre Reina y doncellas -la situación se prestaba a ello-, y mucho aprendieron en tan largas horas las unas de las otras. Y si las dos niñas sacaron provecho de tales experiencias, mucho más extrajo de las suyas la propia Reina: aspectos de la vida corriente de las gentes corrientes que, por una u otra razón, desconocía, le iban siendo revelados.
Al fin, cierta madrugada, anuncióse con gran evidencia la llegada al mundo de aquel que, entre las tres, llamaban ya el Príncipe Heredero. Y como la joven Reina fue instruida sin remilgos en las causas y orígenes de la vida humana por su Maestro, conocía mejor que partera alguna todo lo referente a tales cuestiones. De manera que ella misma dio instrucciones muy precisas a las dos doncellas; y sin alharacas ni gemidos al uso, la Reina dio a luz, sin complicaciones de ninguna clase, a una criatura robusta y de abundante pelambre negra -que, al decir de las muchachas, no era corriente lucir en recién nacidos-. Más motivo de admiración dio a las tres comprobar que la mirada azulnegra del niño -si bien turbado por la expresión de los que, a buen seguro, quedan estupefactos en su primera ojeada al mundo donde les tocó nacer- no tardó en significarse con brillo singular; e hizo por primera vez, tras su cautividad, sonreír a la Reina Ardid.
– ¡Ah! -exclamó-, esos ojos no desdecirán de mi casta. Ahora, queridas niñas, dormid, que bien ganado tenéis el reposo. Habían confeccionado entre las tres unos sencillos pañales, y con ellos, como si de un campesino se tratase, vistieron pobremente al que, sin saberlo ellas, sería, con el tiempo, el más grande Rey de Olar.
Cuando las muchachas estuvieron profundamente dormidas, la Reina llamó al Trasgo. Desde su cautiverio sólo le había visto dos veces, y en ambas ocasiones ella se negó a abandonar la prisión a través de los subterráneos, como él pretendía. Aparte de que su estatura se lo impedía, le razonó de esta forma:
– ¿Por qué he de huir, mi buen amigo? ¿Dónde voy a ocultarme? Me perseguirán como una alimaña: y al fin y al cabo, aquí nada nos faltará a mí y a mi hijo. Por el contrario, prefiero pasar mis días relegada, hasta el momento en que mi hijo pueda reclamar sus derechos. Entonces se cumplirá mi vieja venganza, tan estúpidamente olvidada, y cuya desatención me ha traído tanto mal. Así, querido Trasgo, aguarda con paciencia, como yo, a que llegue ese día. Y avisa de todo a mi buen Maestro, pues, sumido en sus estudios y averiguaciones, no creo que esté muy enterado del curso de los acontecimientos. Y de ello me alegro, pues su humilde y sustanciosa vida fue olvidada por el Rey y de este modo se ha salvado de un castigo semejante al mío.
– Así lo haré -dijo el Trasgo-, pero no creo que mis subterráneos sean un camino de fácil acceso para él…
– Pedidle un esfuerzo -dijo Ardid-, ya que le necesito de veras.
El Trasgo volvió a poco con la noticia de que el anciano, si bien derramando abundantes lágrimas, no había sido capaz de atravesar los laberintos llevados a cabo por él.
– Es muy viejo, en verdad -dijo el Trasgo chascando la lengua. Y olvidando que le sobrepasaba cuantiosamente en lustros, añadió-: Temo que por mucho cariño que os tenga, no le sea posible llegar hasta aquí.
– Entonces -dijo Ardid-, decidle que esta noche dejaré abierta mi ventana: de suerte que, si forma la nubecilla voladora (aunque sé que esto no es de su agrado, pues aparte de que se marea mucho, lo considera cosa poco seria), podrá entrar aquí. Es la única forma de encontrarnos que se me ocurre, y así podamos celebrar asamblea íntima y urdir diferentes y variados proyectos.
Así lo hizo el Trasgo. Y a la noche, cuando dormían las doncellas, el Hechicero voló, entró y cayó cuan largo era sobre las pieles con que el Rey permitió cubrir el suelo de la estancia, y entre las que figuraba una, precisamente perteneciente al infortunado Hukjo: aquella que cubría las rodillas de Volodioso el día en que halló a Ardid en su jardín. El Trasgo le reanimó hábilmente, dándole a beber de un frasquito azul que él mismo le había enseñado a llenar con un preparado de hierbas saludables. Pasada su pequeña agonía, el Hechicero abrazó a Ardid y juntos lloraron su desdicha, ante la mirada amorosa y entristecida del Trasgo, cuya contaminación aún no le permitía llorar, aunque sí abonar de una pena cada día más peligrosa su naciente raíz.
