Olvidado Rey Gud?
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Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.
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– No os preocupéis de las estepas ni de sus jinetes, Señor -solía decirle, en ocasiones, el Consejero Tuso-. Limitaos a defender vuestras fronteras, y mantenedlos alejados de ellas: os aseguro que, en verdad, sus tierras y gentes no os interesan. Sé de muy buena fuente que se trata tan sólo de hordas míseras, sin ley, sin Rey, sin patria verdadera: tan sólo conducidas por jefes de ferocidad y salvajismo destructor y obtuso; bien poco pueden aportar a vuestro floreciente Reino. Si se adentran en las praderas de Olar, o en la vecindad de las colinas, es tan sólo empujados por su propia hambre; se trata de simples y desesperados ladrones, dispuestos a morir por una cabra o una gallina, por una escudilla de legumbres o, como máximo, por un vaso de oro si alcanzan a destruir y saquear un monasterio o una abadía… Tened por seguro, Señor, que ningún provecho y muchas preocupaciones os traería conquistar tierras tan áridas, inhabitables e ingratas. Sólo abunda allí el viento, el frío, el polvo y la más vasta ignorancia.
Así, por lo común, lograba convencerlo, o al menos aplazarlo. Pero alguna vez, de regreso de aquellas tierras, si celebraba la -al menos momentánea- expulsión o venganza, el Rey se embriagaba de forma taciturna y desconocida en él.
– Mi hermano Almíbar me habló, en tiempos, de otras cosas -decía, cuando el vino comenzaba a enturbiar sus ojos y su lengua-. Mi pequeño hermano Almíbar tenía un libro bajo la cornamusa… y allí había historias muy curiosas, que hablaban de un reino fastuoso donde los reyes dormían junto al río, en tiendas de seda y oro, y bebían en copas guarnecidas de rica pedrería. Así lo decía el libro… y decía también (bien lo recuerdo) que las torres de sus ciudades no estaban hechas por la mano de los hombres, sino que fue el viento quien cinceló sus cúpulas doradas y sus almenas azules… Sí, sí: llamad en seguida a Almíbar, llamad a mi hermanito, y decidle que su hermano-Rey le llama, y que traiga su libro, y lea para mí estas historias…
Llamaban a Almíbar, y el medio-hermano acudía, solícito, aunque interrumpieran su sueño.
No había cambiado, desde los tiempos de aprendiz de Vigía: habíase convertido en un joven elevado a Príncipe por el Rey, y habitaba en el cercano Castillo Negro. Conservaba su ensoñadora expresión -tan ensoñadora que, al cabo, comenzóse a murmurar en la maldiciente Corte si no respondería a una profunda y muy arraigada estupidez.
En aquellas ocasiones, vestíase presuroso, y acudía junto al hermano-Rey, a quien tanto amaba. Calmábale con raras palabras -a juicio del impaciente Tuso, llenas de despropósitos-, pero que tenían la virtud de aplacar los emperrados sueños que provocaba el vino en tan poderoso como contradictorio Rey.
– Perdí aquel libro -solía decir Almíbar, entre otras cosas de difícil comprensión-. Lo perdí, cuando me enviasteis al Monasterio… Sí, lo siento mucho, hermano, pero perdí aquel libro. Y también perdí la cornamusa. Pero, decidme, ¿cómo están los queridos Pájaros Sin Nombre? ¿Os atienden bien? ¿Proliferan?
Y aunque parezca mentira, tales cosas, sin lógica ni hilación aparente, sacaban al Rey de su obcecación. Y así, durmiéndole entre confusas pláticas, le dejaba tranquilo. Al día siguiente, el Rey salía al bosque, y sus escuderos decían que muchos pájaros humildes, grises y chillones, se posaban en sus hombros, y, al parecer, a él le complacía mucho verlos. Aparentemente, al menos, olvidaba la estepa y sus molestos habitantes.
– ¡Sólo hambre, hambre y miseria! -rezongaba Tuso, deseando poner su broche de oro al tema. Y aunque no lo decía, despreciaba profundamente al Príncipe Almíbar por haber llenado, en algún tiempo que no alcanzaba a descifrar, la sesera de un Rey tan poco dado a fantasías, tan rotundo, expeditivo y desprovisto de quimeras, con tan peregrinas historias: ciudades rematadas por el viento, tiendas de seda y oro, y otras zarandajas. Y, sobre todo, por mezclar en tales pláticas una malhadada cornamusa, cuyo significado no sabía descifrar y tenía la virtud de irritarle.
– ¿Qué cornamusa? ¡Hambre y miseria! -repetía, frenético, aun a solas. Y tentado estaba de darse cabezazos contra el muro, por no llegar a esclarecer el enmarañado revoltijo de aquellas alusiones, que acababan dejándole totalmente desorientado.
– Hambre y miseria, Señor -insistía, más serenamente, cuando los vapores etílicos se habían disipado por completo de la mente del monarca-. Y de eso ya tenemos bastante aquí, en tierras de los Desdichados; no deis entrada a gentes de esa clase, tan dadas a las revueltas, en un país cada día más próspero y floreciente: aun a costa de su derrota…
– Razón tenéis -decía Volodioso, ya serenamente ocupado en cosas más sensatas.
Hasta que se producía la próxima incursión y el Rey, tras batirse con valentía y tesón admirables, regresaba -vencedor a medias, pues sólo había defendido lo que era suyo-, y nuevamente caía en sus melancólicas libaciones y volvía a llamar a Almíbar. Pues sólo se acordaba de su medio-hermano en estas ocasiones.
Almíbar vivía retirado en su Castillo, ocupado en idear los más lujosos y bellos uniformes con que vestir la tropa que le confió -y hasta donó- su hermano el Rey. Tropa malgastada, a juicio de Tuso, aunque no se atrevía a decirlo. «Curiosa relación -pensaba el Consejero- la de estos dos hermanos. Curiosa, en verdad. ¿Qué habrá detrás de ello?…» Entonces, aparecía en su mente una estúpida e indescifrable cornamusa; y se daba a todos los diablos.
De todas formas, la obsesión por la estepa se había apoderado fuertemente de Volodioso, especialmente en aquellos inviernos que fueron de una crudeza jamás conocida en Olar. Pese a que su clima no era suave, tal vez empujados por el hambre y la miseria que propagaba tan obsesivamente Tuso, el caso es que las Hordas penetraron más encarnizadamente y con mayor frecuencia a través de sus fronteras.
Y así, durante los primeros años en que la niña Ardid reinaba -si bien que nominalmente- en Olar, su esposo el Rey se debatía día a día en el Este: librando batallas y más batallas, que poco a poco desangraban su ejército y le sumían en una sorda cólera. No se las tenía que ver con el enemigo acostumbrado, sino con espectrales jinetes.
A veces, en su persecución, llegaron a internarse en la estepa, cerca del Gran Río. Pero una vez allí, los mejores soldados caían presos de una inmensa e inexplicable angustia. Estremecidos de soledad, regresaban a Olar, nunca derrotados, nunca vencedores, siempre insatisfechos.
– ¡Son como diablos! -rugía el Rey, enfurecido-. Nunca les pude ver de frente. Nunca les oyes, ni les hueles, hasta que los tienes encima…
Sin embargo, en cierta ocasión, logró caer con sus hombres sobre un grupo acampado en un pequeño boscaje de chatos matorrales, junto a un arroyo. Fue la inolvidable matanza en la que pasaron a cuchillo a su jefe, Hukjo, y al hijo de éste, Krejko; saquearon sus tiendas, donde sólo hallaron pieles como algo de valor. Una en particular -que servía de manto a Hukjo- agradó a Volodioso y, con ella y otras parecidas, cubrió el suelo de su cámara y el lecho real.
Regresó a Olar con las cabezas de dos de sus cabecillas clavadas en las lanzas de sus dos mejores soldados. Las hizo disecar y colgar de la repisa de su chimenea. Pero fuera que la disecación no estaba bien hecha, fuera que la humedad del Lago no les era propicia, el caso es que a poco hedían de tal forma que tuvieron que ser arrojadas a los estercoleros. Su vista llenó de pánico a rapaces y campesinos. Desde entonces creían ver cabalgar sus espectros en la noche, cruzando el Lago en corceles transparentes, hasta desaparecer en la inmensa estepa celeste.
Para consolarse, Volodioso hizo que tallaran réplicas de aquellas cabezas en el dosel de su cama. Y así, a veces, las contemplaba pensativo, y mudamente les preguntaba qué era lo que había de verdad más allá del Gran Río y las grandes estepas; allí donde el sol desaparecía lentamente, como larga agonía.
2
Entre unas y otras cosas, pasaron seis años. Y cierto día, durante una de sus escaramuzas del Este, Volodioso resultó herido gravemente. Fue conducido con gran cuidado al Castillo para que allí sanara, pues parecía que de otra forma se desangraría sin remedio. Una lanza esteparia le había atravesado el pecho, y aunque en otras ocasiones, durante sus muchas campañas, le alcanzó alguna arma, jamás había recibido otra herida igual y tenía el cuerpo cosido a cicatrices. Cuando se halló en su cámara, mandó llamar a su Físico por si podía detener la gran agonía que empezaba a agostarle.
Su Físico preparó bebidas y emplastes de raíces secretas con que aliviar su dolor, quemó su herida con cuchillo al rojo vivo para librarla de impurezas; y, al fin, tras conseguir detener la huida de su sangre, le dejó suavemente dormido.
Estaba el Rey muy débil, pero era tan fuerte y robusta su naturaleza que, lentamente, fue recuperándose, aunque sin poder levantarse del lecho todavía.
Era ya primavera, cuando Volodioso ordenó que le llevaran a la parte Sur del recinto arbolado que rodeaba el Castillo. Deseaba ver los pájaros, sus viejos amigos -que durante todo aquel tiempo no se habían movido de la ventana-, para llevarles algunas migajas. Le condujeron con gran tiento sentado en un sillón, cubiertas las piernas con la piel de lobo que fuera propiedad de Hukjo. Entonces pidió que le dejaran solo con aquellas avecillas: le gustaba estar así con ellas, sin testigos que pudieran presenciar la ternura que le inspiraban, y tomarla por debilidad.
Él lo había olvidado, pero precisamente allí se alzaba una torre adosada a la muralla interior del recinto, llamada Torre del Sur: y allí habitaba Ardid.
La joven Reina había ordenado plantar a su alrededor un huerto-jardín. En él brotaban rosales y plantas de varios tipos -que muchos desvelos costaron, dado el riguroso clima de Olar-. Mandó construir también en su centro un pequeño estanque, con surtidor, donde coleteaban pececillos dorados, rojos y azules. Había tenido tal ocurrencia porque, siendo niña, y en su cálido país, paseó con frecuencia por los cuidados huertos y jardines que en sus buenos tiempos abundaban. Y allí, durante sus correrías con el Trasgo, descubrieron una puertecilla de hierro, abierta en la misma muralla, y que, al parecer, por hallarse totalmente oculta bajo una maraña de espinos y follaje, permanecía ignorada de todos. Esta puerta encendió la imaginación de Ardid, y con la complicidad del Trasgo, decidió mantenerla en secreto «por si algún día precisaba de sus servicios».
