A sus plantas rendido un le?n
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Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.
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El cónsul advirtió que si seguía en el tren iba directamente a la catástrofe. Mientras miraba a los monos que volvían a los vagones, pensó que ahora todo Bongwutsi estaba al tanto de que el dictador había retornado y nadie se ocuparía de perseguirlo a él. En el momento del festejo, luego del discurso de Quomo, el blanco más joven había gritado vivas y carajos en español y eso lo intrigaba un poco porque eran los mismos que se escuchaban en las calles de Buenos Aires antes de que Estela y él partieran para el África. Lo vio orinar junto a la locomotora y luego subir detrás de los negros cuando el tren se ponía en marcha, por lo que dedujo que se trataría de un asesor enviado por los cubanos. Ni bien el último vagón dobló la curva, Bertoldi salió de su escondite y caminó hasta la caja del teléfono, que los comunistas habían dejado abierta. El aparato estaba en el suelo, junto a un enredo de cables amarrados entre sí y conectados a un coaxil que colgaba de la torre de cemento. Dejó la maleta junto a la baliza donde se había sentado Quomo y se dijo que tal vez podría llamar a Daisy para avisarle que lo esperara en Zurich. Por el tubo oyó un fondo de música marcial, pero al agitar la horquilla la marcha desapareció y se hizo un silencio profundo como el de una caverna. Sacudió el aparato y obtuvo primero el tono, luego otra vez la música y al fin un silencio similar al que dejaba la BBC cuando finalizaba sus emisiones. De golpe no pudo resistir la tentación de dirigirse al pueblo de Bongwutsi para explicar la posición de la Argentina ante el inminente desembarco de los británicos en las Malvinas.
Aunque no era diestro en materia de discursos, lo alivió pensar que alguien, al fin, le prestaría atención después de haber sido calumniado, despreciado y prácticamente arrojado en brazos de los comunistas. Así lo dijo, de pie, apenas protegido por el panamá y el impermeable roto por todas partes. Anunció que hablaba desde algún lugar del Imperio donde había puesto a salvo el pabellón nacional y, llevado por el ritmo sofocante de su relato, afirmó que ningún inglés pisaría nunca tierra argentina, ni entraría en el reino de los cielos. Sostenía el teléfono como si estuviera en una cabina pública y por momentos su voz se entrecortaba por la emoción, sobre todo cuando evocó el triunfo de Liniers y anunció que la armada argentina hundiría a la flota real como si fuera un cucurucho de papel. Al final le pareció adecuado recordar que su bandera nunca había sido atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra, y antes de colgar el teléfono dio tres vivas a Dios y a la patria amenazada.
Cuando terminó de hablar se encontró otra vez solo en la vía que cortaba la selva, con el estómago vacío y el espíritu decaído. Tomó la valija y se internó por el sendero de un obraje pensando que ahora sí el mundo sabía de él y por lo tanto a nadie se le ocurriría pensar que estaba huyendo.