A sus plantas rendido un le?n
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Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.
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Quomo, Chemir y Lauri subieron al techo de la locomotora ni bien distinguieron los primeros suburbios alumbrados a kerosén. Chemir, con el corazón apretado por la dicha del regreso, se puso a lagrimear. Lauri pensó en sus compañeros y entonó Volver a media voz, apoyándose en la escalera, mientras Quomo observaba las colinas con los prismáticos del maquinista, El tren cambió de vía y se dirigió hacia una playa donde había una fila de vagones abandonados y dos máquinas en reparación. Un chico desnudo y panzón cruzó delante de la locomotora seguido por un perro rengo. Más allá de la estación Quomo distinguió las sombras del lago y algunas barcazas que flotaban a la deriva. Al ver que el bulevar estaba a oscuras temió una emboscada y corrió sobre los techos gritando hasta que los monos se levantaron, furiosos, y empezaron a destrozar los vagones.
Los primeros gorilas saltaron a tierra cuando la máquina entró en la estación dando pitazos y arrastrando las ruedas bloqueadas por los frenos. El rubio iba al frente haciendo sonar el timbre, corriendo por el andén desierto mientras otros volteaban la cerca de alambre y ganaban la calle. Quomo se arrojó sobre una pila de durmientes y Lauri fue detrás de él dando gritos. El sultán cayó de rodillas en el último vagón e invocó la protección de Alá y la gloria del coronel Kadafi, que por teléfono le había ordenado ocupar en su nombre la embajada de los Estados Unidos. Chemir se deslizó por la caldera de la locomotora y cayó lastimosamente a los pies de los ferroviarios que corrían a ponerse a salvo. Los monos invadieron la explanada de carga y empezaron a dar vuelta los camiones y los carros repletos de mercadería. De pronto, en el cielo estalló una bengala amarilla y luego una estrella blanca, y enseguida miles de petardos rojos y azules, hasta que la ciudad se encendió como si fuera mediodía y por las bocacalles llegó un calor de horno y un ruido de tambores: los primeros harapientos aparecieron blandiendo palos, hachas y machetes, y Quomo trepó hasta lo más alto de un farol vociferando, con las venas hinchadas, mientras señalaba con un brazo las torres del palacio imperial.