A sus plantas rendido un le?n
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Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.
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También Lenin había ido en tren hacia la revolución. Lauri lo estaba pensando mientras Quomo abría las puertas de los vagones, iba y venía hablándoles a los monos, sacudiéndolos cuando se dormían o se ponían a arrancarse los parásitos con aire distraído. Chemir y el sultán vigilaban al maquinista y al fogonero para que no los llevaran por una vía muerta: tenían orden de detenerse en el puesto de los señaleros donde había un teléfono de campaña. Lauri, colgado del pasamanos, miraba hacia la flaca luz de la locomotora y trataba de adivinar las siluetas que se desvanecían entre las sombras. Por un instante le pareció ver a un hombre con una valija que cruzaba los rieles, pero lo atribuyó al cansancio que le excitaba la imaginación. Justo antes de una curva, distinguió un poste con una caja pintada de rojo y dio la voz de alerta. El maquinista frenó despacio, como si temiera que el tren se desarmara en pedazos. El sultán saltó al terraplén y corrió como si llegara a un oasis. Quomo y Lauri se acercaron con una linterna y lo encontraron golpeando la caja con una piedra.
– Abra eso o me quedo sin discurso -dijo Quomo.
El argentino apartó al sultán y miró su reloj. Trataba de calcular qué hora sería en Buenos Aires. Pidió alambre y una pinza al fogonero y trabajó cinco minutos mientras los otros seguían sus movimientos con ansiedad. Por fin la cerradura cedió y un aparato negro y antiguo apareció a la vista de todos. El sultán se abalanzó sobre el tubo, se lo llevó a la oreja y sacudió la horquilla con una mueca de disgusto.
– Mudo -dijo, y se lo pasó a Quomo.
– ¿Puede arreglar esa cosa también? -preguntó el comandante con una sonrisa de complicidad.
Lauri dijo que lo intentaría y pidió un destornillador. Todos se quedaron mirándolo como si esperaran un milagro. Sin advertirlo, habían formado una cola disciplinada, como si esperaran frente a una cabina pública.
Al rato, el argentino avisó que la operadora estaba en línea. El Katar le arrebató el teléfono y pidió un largo número de Trípoli mientras les hacía señas de que lo dejaran solo. De repente, su cara se iluminó y empezó a hablar en árabe, bajando la voz, mirando furtivamente a su alrededor.
Quomo se alejó por la vía y señaló a Lauri una torre cemento más allá de la curva.
– Ahí están las antenas de radio y televisión -dijo-Vamos a tirar el cable del teléfono hasta allá.
– ¿Qué hubiera hecho si no se tropezaba conmigo?
– Me hubiera casado con Florentine y andaría por los casinos del mundo.
– ¿Sabe que usted se parece a Lenin?
– Trato de serle fiel. Ahora conecte ese cable y va a ver cómo este país salta de la cama y sale a cambiar la historia.