La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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Se hallaban parados junto al brocal de una fuente de piedra, coronada por la confusa silueta de una estatua que se cernía amenazadora sobre sus cabezas, entre la bruma. Muñoz se pasó la mano por el pelo, hacia atrás, y observó la palma húmeda antes de secársela en la gabardina.
– La agresividad, externa o interna -dijo- es característica de muchos jugadores -sonrió brevemente, sin establecer con claridad si se consideraba al margen de la definición-. Y el ajedrecista suele identificarse con un individuo coartado, oprimido en alguna forma… El ataque al rey, que es lo que se busca en ajedrez, atentar contra la autoridad, sería una especie de liberación de ese estado. Y desde semejante perspectiva sí puede interesar el juego a una mujer… -la sonrisa fugaz pasó de nuevo por los labios de Muñoz-. Cuando se juega, la gente parece muy pequeña contemplada desde donde uno está.
– ¿Ha descubierto algo de eso en las jugadas de nuestro enemigo?
– Esa es una pregunta difícil de responder. Necesito más datos. Más movimientos. Por ejemplo: las mujeres suelen mostrar predilección por el juego de alfiles -la expresión de Muñoz se animaba al adentrarse en detalles-… Ignoro la razón, pero el carácter de esas piezas, que mueven profundamente y en diagonal, es posiblemente el más femenino de todos -hizo un gesto con la mano, como si él mismo no diese demasiado crédito a sus palabras y pretendiera borrarlas en el aire-. Pero hasta ahora los alfiles negros no tienen papel importante en la partida… Como ve, disponemos de muchas bonitas teorías que no sirven de nada. Nuestro problema es el mismo que sobre un tablero: sólo podemos formular hipótesis imaginativas, conjeturas, sin tocar las piezas.
– ¿Tiene alguna?… A veces da la impresión de que ha sacado ya conclusiones que no quiere contarnos.
Muñoz ladeó un poco la cabeza, como cada vez que se le planteaba una cuestión difícil.
– Es algo complicado -respondió tras una breve vacilación-. Tengo un par de ideas en la cabeza; pero mi problema es justo el que acabo de contarle… En ajedrez no hay forma de probar nada hasta que se ha movido, y entonces resulta imposible rectificar.
Echaron a andar de nuevo, entre los bancos de piedra y los setos de contornos imprecisos. Julia suspiró suavemente.
– Si alguien me hubiese dicho que iba a seguir la pista de un posible asesino sobre un tablero de ajedrez, le habría dicho que estaba loco. De remate.
– Ya le dije una vez que hay muchas conexiones entre el ajedrez y la investigación policíaca -Muñoz avanzó de nuevo una mano en el vacío, imitando el gesto de mover piezas-. Ahí tiene, incluso antes de Conan Doyle, el método Dupin, de Poe.
– ¿Edgar Allan Poe?… No me diga que también jugaba al ajedrez.
– Era muy aficionado. El episodio más famoso fue su estudio de un autómata conocido como Jugador de Maelzel, que casi nunca perdía una partida… Poe le dedicó un ensayo hacia mil ochocientos treinta y tantos. Para desentrañar su misterio desarrolló dieciséis aproximaciones analíticas, hasta concluir que dentro del autómata tenía que haber necesariamente un hombre escondido.
– ¿Y éso es lo que está haciendo usted? ¿Buscar el hombre escondido?
– Lo intento, pero eso no garantiza nada. Yo no soy Allan Poe.
– Espero que lo consiga, por la cuenta que me trae… Usted es mi única esperanza.
Muñoz movió los hombros, sin responder enseguida.
– No quiero que se haga demasiadas ilusiones -dijo al cabo de unos pasos-. Cuando yo empezaba a jugar al ajedrez, hubo momentos en que estuve seguro de no perder una sola partida… Entonces, en plena euforia, resultaba vencido, y la derrota me obligaba a poner de nuevo los pies en la tierra -entornó los ojos, como si acechase una presencia frente a ellos, en la niebla-. Resulta que siempre hay alguien mejor que uno. Por eso es útil mantenerse en una saludable incertidumbre.
– Yo la encuentro terrible, esa incertidumbre.
– Tiene motivos. En la ansiedad de una partida, cualquier jugador sabe que se trata de una batalla incruenta. Al fin y al cabo, piensa como consuelo, se trata de un juego… Pero ese no es su caso.
– ¿Y usted?… ¿Cree que él conoce su papel en esto?
Muñoz hizo otro gesto evasivo.
– Ignoro si sabe quién soy. Pero tiene la certeza de que alguien es capaz de interpretar sus movimientos. De otra forma, el juego carecería de sentido.
– Creo que debemos visitar a Lola Belmonte.
– De acuerdo.
Julia miró el reloj.
– Estamos cerca de mi casa, así que lo invito antes a un café. Tengo allí a Menchu, y a estas horas estará despierta. Tiene problemas.
– ¿Problemas graves?
– Eso parece; y anoche se comportó de forma extraña. Quiero que la conozca -meditó un instante, preocupada-. Especialmente ahora.
Cruzaron la avenida. Los coches circulaban despacio, deslumbrándolos con sus faros encendidos.
– Si es Lola Belmonte la que ha organizado todo esto -dijo inesperadamente Julia- sería capaz de matarla con mis propias manos…
Muñoz la miró, sorprendido.
– Suponiendo que la teoría de la agresividad resultara cierta -dijo, y ella descubrió un nuevo y curioso respeto en la forma en que la observaba-, usted sería una excelente jugadora, si decidiera dedicarse al ajedrez.
– Ya lo hago -respondió Julia, mirando con rencor las sombras que se difuminaban a su alrededor, entre la niebla-. Hace tiempo que estoy jugando. Y maldita la gracia que me hace.
Introdujo la llave en la cerradura de seguridad y la hizo girar dos veces. Muñoz esperaba a su lado, en el rellano. Se había quitado la gabardina y la doblaba sobre el brazo.
– Todo estará revuelto -dijo ella-. Esta mañana no tuve tiempo de arreglar nada…
– No se preocupe. Lo que importa es el café.
Julia entró en el estudio y, tras dejar su bolso sobre una silla, descorrió la gran persiana del techo. La claridad brumosa del exterior se deslizó dentro, tamizando el ambiente de una luz gris que dejaba en sombras los rincones más alejados de la habitación.
– Demasiado oscuro -dijo, y se dispuso a accionar el interruptor de la lámpara. Entoces vio la expresión de sorpresa en la cara de Muñoz y, con una súbita sensación de pánico, siguió la dirección de su mirada.
– ¿Dónde ha puesto el cuadro? -preguntaba el jugador de ajedrez.
Julia no respondió. Algo había estallado en su interior, muy adentro, y se quedó inmóvil, con los ojos abiertos, mirando el caballete vacío.
– Menchu -murmuró al cabo de unos instantes, sintiendo que todo daba vueltas a su alrededor-. ¡Me lo advirtió anoche, y yo fui incapaz de darme cuenta…!
Se le contrajo el estómago en una profunda arcada y sintió en la boca el sabor amargo de la bilis. Miró absurdamente a Muñoz e, incapaz de contenerse, echó a correr hacia el cuarto de baño, deteniéndose en el pasillo, desfallecida, para apoyarse en el marco de la puerta del dormitorio. Entonces vio a Menchu. Se hallaba tendida en el suelo, boca arriba, a los pies de la cama, y el pañuelo con que la habían estrangulado aún estaba alrededor de su cuello. Tenía la falda grotescamente subida hasta la cintura, y el cuello de una botella introducido en el sexo.