Cartas de un asesino insignificante
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Durante su solitaria estancia en el pueblo costero de Roquedal, una traductora, Carmen del Mar Poveda, recibe misteriosas cartas de un desconocido que le declara su intenci?n de matarla. Las cartas son abandonadas en el muro que rodea su casa y el desconocido exige una respuesta. Comienza as? un extra?o intercambio epistolar, un juego de acertijos y falsas soluciones, de identidades y espejos, en el que, inexorablemente, se imbricar?n las oscuras leyendas del pueblo, sus antiqu?simas fiestas populares y algunos de sus m?s enigm?ticos habitantes. Escrita en clave l?dica, siguiendo una estructura argumental que recuerda el juego m?ltiple de las cajas chinas, la novela aborda do manera brillante la idea de la muerte, ese asesino particular que siempre nos acompa?a como interlocutor privilegiado de toda la vida, al tiempo que presenta la escritura como met?fora y espejo del destino humano. Estimada se?orita. Voy a matarla y usted lo sabe, as? que me asombra su silencio. La flor del almendro ya destella de blancura en las ramas, pero no advierto la flor de sus cartas en el muro. Eso no es lo convenido. Yo me tomo en serio mi papel de verdugo: haga lo mismo con el suyo de v?ctima. Le sugiero, por ejemplo, que se vuelva rom?ntica.
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El mago
Pero he hablado de dos sucesos simultáneos. Y es que, cuando la figura hizo su aparición y divisé -sí, a pesar de saber que era falaz- el gato a sus pies (que ya no pude dejar de advertir, de igual manera que tampoco podemos ignorar una silueta en un suelo de baldosas cuando nuestra mirada la inventa), otra cosa me interesó desde la esquina de mis ojos. Era un joven, casi un niño, de melena negra y descuidada, rostro sucio de tiznes y chaleco oscuro repleto de pins como los muestrarios de un puesto ambulante. Estaba en primera fila, a la izquierda, a una distancia de cuatro o cinco personas, pero no miraba el espectáculo sino que se entretenía en fumar y charlar con otros chavales. Fue verle y pensar en un mago: enarbolaba una rama larga y delgada como una varita, con la que, de vez en cuando, incordiaba la cabeza de sus compañeros. El hechizo, al parecer, consistía en hacerles reír: aun los más avinagrados respondían con el resplandor de una sonrisa cuando el gesto les bendecía el pelo. Una inefable tontería -el deseo de que me incluyera a mí también; la tentación de que me encantara con el leve varitazo y quedara, así, alegremente encantada- prolongó mi mirada más allá de lo azaroso, y el joven brujo se apercibió de mis ojos y me volcó los suyos, recónditos y negros como minerales sin desvenar. Aparté la vista, un poco avergonzada, pero conservé su figura como una telaraña en un ángulo de mi percepción. Y de repente se esfumó. Quiero decir que su imagen dejó de manchar el área que yo le había destinado en mi retina, y lo describo con tanto detalle porque no me pareció que se moviera sino que mis ojos se cegaban a su presencia. Volví a mirar, y ya no estaba. Sus compañeros seguían allí -ahora serios-, pero él consistía ahora en un molde de aire. Pensé, aturdida: «Veo un gato que no existe, pero los cuerpos reales se me evaden». Tanta incongruencia -digna de usted- me hizo perder el interés por la procesión. Y cuando la Virgen consiguió enderezarse en la difícil curva de la calle Vicario -los costaleros recibieron aplausos- y la gente empezó a crear una lenta comitiva tras ella, sorprendí de nuevo a mi muchacho mago: tomaba en aquel momento la dirección opuesta al paso, por Palomares. Me enfrenté a una decisión tan arcaica como el cerebro humano -¿magia o religión?, ¿chamanismo o fe?-, y elegí de inmediato desobedecer a la mayoría y perseguir al evanescente chiquillo.
Naturalmente que fue inútil. Habrá comprobado ya lo difícil que resulta caminar con rapidez por el pueblo: un remanso de saludos, encuentros dispares y personas que se acercan desde todas las dimensiones impide la premura con la misma sutil languidez que experimentamos en ciertas pesadillas. El laberinto de los obstáculos no sólo se produce en las aglomeraciones, de ahí su misterio: incluso en las madrugadas en que el pueblo parece muerto, individuos estratégicamente situados entorpecen cualquier intento de velocidad. Este ritmo oleoso de Roquedal es lo que hace que la gente parezca -como insinúa en su última carta- desfilar con pies de plomo en una inacabable procesión, al son de tambores íntimos, por las calles solitarias, repletos de pausas, como si tuvieran marcada de antemano la «carrera oficial» y fuera inútil apresurarse. Por ello, arribé a Palomares después de lo que me pareció una eternidad, acezante, y ya no hallé ni rastro de la escuálida silueta. Como me disgustaba que tan modesto propósito se frustrase, eché a correr cuesta abajo sobre los grandes bloques de piedra de la acera, sorteando la impasible geometría de las mecedoras -temía ofrecer el espectáculo de una caída-, por ver de atrapar a mi escurridizo amigo en una de las bocacalles cercanas, pero en vano. Me detuve por fin ante dos ancianas apostadas en sendas sillas junto a un portal pintado de verde, una de ellas con las piernas cilíndricas y veteadas de varices. Me miraban con cierta sorpresa y cierto reproche; parecían pensar: «¿Correr aquí? ¿Para qué?». Y por eso me detuve. ¿Correr en Roquedal? ¿Para qué? Atajé por Mazo a paso normal, llevada por la simple intención de dar un rodeo y regresar a casa. Y eso fue todo. Supongo que usted (que, según parece, me vigilaba) se habrá burlado de mí a más y mejor, pero piense que yo también me burlé de mí misma, y eso le enfriará la risa.
Cese de reír riéndose.
Estimada señorita. Debo confesárselo: mi identidad es tan liviana que podría decirse que no existo, pero usted, que me ha discernido en el inextricable tapiz del pueblo, ya no puede dejar de percibirme. A fuerza de no ser nada, soy inevitable. Un asesino es un ser levísimo. Matar es aún más tenue que morir, porque ni siquiera es el destino sino su cumplimiento. Le adjunto un modesto poema en prosa que, confío, será de su agrado. Siendo, como es, escritora, no me enfadará que lo plagie: firme usted, si quiere, mis creaciones, a cambio de cederme la autoría de su destrucción.