Cartas de un asesino insignificante
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Durante su solitaria estancia en el pueblo costero de Roquedal, una traductora, Carmen del Mar Poveda, recibe misteriosas cartas de un desconocido que le declara su intenci?n de matarla. Las cartas son abandonadas en el muro que rodea su casa y el desconocido exige una respuesta. Comienza as? un extra?o intercambio epistolar, un juego de acertijos y falsas soluciones, de identidades y espejos, en el que, inexorablemente, se imbricar?n las oscuras leyendas del pueblo, sus antiqu?simas fiestas populares y algunos de sus m?s enigm?ticos habitantes. Escrita en clave l?dica, siguiendo una estructura argumental que recuerda el juego m?ltiple de las cajas chinas, la novela aborda do manera brillante la idea de la muerte, ese asesino particular que siempre nos acompa?a como interlocutor privilegiado de toda la vida, al tiempo que presenta la escritura como met?fora y espejo del destino humano. Estimada se?orita. Voy a matarla y usted lo sabe, as? que me asombra su silencio. La flor del almendro ya destella de blancura en las ramas, pero no advierto la flor de sus cartas en el muro. Eso no es lo convenido. Yo me tomo en serio mi papel de verdugo: haga lo mismo con el suyo de v?ctima. Le sugiero, por ejemplo, que se vuelva rom?ntica.
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El gato
Por una parte, una Virgen enlutada y áspera de crespones que emergió con la oscura fuerza de un novillo desde el interior de la iglesia, cimbrada por los porteadores. El gato tallado a sus pies resultaba perfectamente visible. Jamás había visto antes la figura de una Virgen con un gato; en Roquedal hay una. El animal, que es negro, se yergue como un bizarro repliegue del manto de la efigie; hasta tal punto es pequeño, extraño y tenebroso que podría confundirse fácilmente con otros adornos del atuendo, de no ser por el claror de sus ojos de barniz ictérico. Ya me habían dicho que la llamaban la «Virgen del Gato», y la razón de tal apodo parece obvia; pero lo más curioso es que, en realidad, el gato no existe: se trata verdaderamente de un de talle del manto, una de esas malévolas ilusiones ópticas que la multitud comparte con la misma intensidad que los ideales, influida también por los dos cristales amarillos que sobreviven cosidos a lo que antaño era una hilera de broches similares, que el azar debió de colocar en la posición idónea y la tradición, después, se ocupó de mantener. «¿Ve usted el gato?», me preguntaban los que me rodeaban en aquel momento, porque en Roquedal se afirma (oh, mí cronista infatigable, el señor Guerín) que el turista no siempre lo descubre, y que eso trae mala suerte, de la misma forma que la trae buena pedirle cera de los velones a los nazarenos. Por supuesto, yo había acertado al situarme en el costado felino de la Virgen, ya que desde el otro el espejismo se derrite.