Monsieur Pain
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A un disc?pulo de Mesmer le encargan que cure el hipo que sufre un sudamericano pobre abandonado en un hospital de Par?s en la primavera de 1938. En apariencia, nada puede pasar. Sin embargo el mesmerista Pierre Pain se ver? envuelto en una intriga en donde se planea un asesinato ritual de proporciones planetarias. ?Qui?n es el sudamericano que agoniza en el hospital Arago? ?Por qu? unas fuerzas ocultas desean su muerte? ?Qu? se pierde y qu? se gana con esa muerte? S?lo Pierre Pain se da cuenta de lo que se teje entre bastidores. Y ?l no es un h?roe sino un hombre com?n y corriente: solitario, secretamente enamorado de madame Reynaud, delicado, pac?fico, descre?do, el menos indicado para intentar resolver una historia extraordinaria a mitad de camino entre la casualidad y la causalidad, una aventura a vida o muerte en donde se pondr? en juego el amor, la soledad, la dignidad y el valor del ser humano, el delirio, la irremediable tristeza. Una ins?lita novela en la que el autor de Los detectives salvajes, premiado con el R?mulo Gallegos, exhibe su no menos ins?lita altura literaria.A un disc?pulo de Mesmer le encargan que cure el hipo que sufre un sudamericano pobre abandonado en un hospital de Par?s en la primavera de 1938. En apariencia, nada puede pasar. Sin embargo el mesmerista Pierre Pain se ver? envuelto en una intriga en donde se planea un asesinato ritual de proporciones planetarias. ?Qui?n es el sudamericano que agoniza en el hospital Arago? ?Por qu? unas fuerzas ocultas desean su muerte? ?Qu? se pierde y qu? se gana con esa muerte? S?lo Pierre Pain se da cuenta de lo que se teje entre bastidores. Y ?l no es un h?roe sino un hombre com?n y corriente: solitario, secretamente enamorado de madame Reynaud, delicado, pac?fico, descre?do, el menos indicado para intentar resolver una historia extraordinaria a mitad de camino entre la casualidad y la causalidad, una aventura a vida o muerte en donde se pondr? en juego el amor, la soledad, la dignidad y el valor del ser humano, el delirio, la irremediable tristeza. Una ins?lita novela en la que el autor de Los detectives salvajes, premiado con el R?mulo Gallegos, exhibe su no menos ins?lita altura literaria.
En una conversaci?n de bar parisino, monsiuer Pain discute sobre mesmerismo con otro paciente -quiz? un farsante-, que le recuerda que uno de los practicantes de esta teor?a (que pretend?a curar mediante el uso del magnetismo) fue el m?dico ingl?s Hell, apellido que, discurren los dos, significa infierno. Curiosamente no llevan la analog?a m?s all?, pero quiz? en esta charla se encuentra una de las claves de la sorprendente novela del narrador chileno, avecindado en Espa?a, Roberto Bola?o, Monsieur Pain, que la editorial Anagrama reedit? recientemente. A lo largo de toda la historia, los nombres de los protagonistas son parte fundamental del misterio y llevan a este seguidor de las ense?anzas de Mesmer a un ins?lito viaje por el Par?s de la primera posguerra, en donde convalece C?sar Vallejo y a?n resuenan los disparos de la guerra civil espa?ola.
La historia ocurre en 1938 e inicia cuando madame Reynaud, una viuda joven a la que Pierre Pain ama en silencio, le pide a ?ste -que asisti? en la agon?a a su esposo- que ausculte al poeta peruano, convaleciente en un hospital a causa de un ataque de hipo. Esta petici?n es el detonador de una aventura inquietante donde tienen cabida tanto los seguidores de Mesmer como ciertos conspiradores de origen espa?ol, e incluso las investigaciones metaf?sicas de Pierre Curie forman parte de la intriga.
La novela de Bola?o es un pastiche, un collage de situaciones que poco a poco sugieren una historia a?n m?s oscura: la de una conspiraci?n maligna no s?lo contra el poeta que agoniza sino tambi?n contra ciertas teor?as que, como el propio mesmerismo, rechazan la verdad cient?fica oficial. Monsieur Pain ser? el encargado de descubrir los hilos de esta trampa, pero al realizar su investigaci?n s?lo encontrar? lo que profetiza su apellido. Incapaz de enfrentar a los verdugos, el protagonista de la novela callar? para siempre lo que descubri? o aquello que simplemente crey? intuir.
Bola?o, cuya novela Los detectives salvajes ha conocido un ?xito inusitado, se muestra aqu? como un narrador de buena mano: algunos protagonistas fueron personas reales y algunos de los hechos que ocurren en la novela -la muerte de Curie o la de Vallejo- sucedieron realmente, pero el autor ha mezclado de tal suerte las historias que el resultado es inquietante y, por momentos, perturbador.
Pain es la clave, lo que leemos es la historia de un momento de su vida y su fracaso tanto en el amor como en la resoluci?n de un misterio que est? m?s all? de sus propias fuerzas. Para hacer a?n m?s profundo el enigma, al final de la obra el autor plantea la vida de sus protagonistas a trav?s de diversas voces que prefiguran los testimonios acerca de sus `detectives``. Y de alguna manera el ep?logo hace a?n m?s inquietante el destino de Pain, las casualidades que lo llevaron a encontrarse, en una ciudad plagada de surrealistas, con dos fabricantes de cementerios marinos que desprecian a los seguidores de Andr? Breton, as? como con un mundo nocturno repulsivo y atrayente donde la ?nica persona que parece comprenderlo es un portero argelino. Porque si bien monsieur Pain es incapaz de vestirse de h?roe, el azar y sus leyes lo llevan por caminos jam?s imaginados para concluir en el fracaso. Por eso su personalidad nos toca a todos. Pain representa al hombre que espera la derrota final, a quien no lo redime ni siquiera un ?ltimo acto de rebeld?a.
El protagonista de la novela de Bola?o vive una aventura que no esperaba pero tambi?n padece, como todo solitario, el terror a la oscuridad, la sospecha que anida en el coraz?n de los amantes desesperanzados y silenciosos. Y si parece que al final que no ocurre nada -o al menos eso podemos creer-, la verdad es que las peripecias del se?or Pain son las que mantienen pendiente al lector hasta la ?ltima p?gina. La novela en conjunto no es m?s que una gran trampa en la que caemos f?cilmente. Pero de eso se trata precisamente: de seguir a Pierre Pain a lo largo de un periplo que lo llevar? (y a nosotros con ?l) al desencanto.
Si bien Monsieur Pain no es la m?s lograda de las novelas de Roberto Bola?o, s? prefigura algunos de sus temas y ese estilo personal que ha convertido al escritor chileno en una de las m?s gratas revelaciones de la prosa latinoamericana de los ?ltimos a?os.
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De pronto, como para justificar mis temores, al doblar la esquina de mi calle de ordinario desierta a esas horas, escuché unas pisadas que se aceleraban. Caminé aún unos cuantos metros antes de detenerme, sorprendido. Me siguen, constaté con la misma mezcla de certeza y asombro con que los soldados se descubren una pierna gangrenada. ¿Era posible?
Con cautela miré por encima del hombro; dos hombres, a unos veinte metros, caminaban en mi misma dirección, muy juntos, uno al lado del otro hasta parecer hermanos siameses, los sombreros de ala ancha, desmesurados, las siluetas negras recortadas por el farol de la acera de enfrente.
Supe que mientras caminaban no me quitaban el ojo de encima. Me sentí observado hasta el dolor, un dolor que me desnaturalizaba. Recorrí deprisa el tramo que me separaba de mi edificio. No recuerdo haberlos oído correr, por lo que supongo que mi reacción debió de tomarlos desprevenidos. Al trasponer el umbral, después de cerrar no sin esfuerzo la puerta del zaguán, me descubrí empapado de sudor. Apoyado de espaldas en la puerta, pensé: La transpiración es señal inequívoca de salud. Después me sentí profundamente avergonzado; debo de haber corrido, me dije, y los hombres deben de haber pensado, con toda razón, que huía de ellos, etcétera. Justo al terminar con estas recriminaciones que a nada conducían salvo a mi propia humillación, cuando ya cogía aliento para escalar los empinados peldaños hasta el quinto piso, oí, al otro lado del portal y casi a la altura de mi oído, las voces de dos personas farfullando algo en español.
Subí las escaleras sin encender la luz, lo más silenciosamente posible, y me encerré en mi cuarto. Ya en la cama, después de haber calentado un té en el hornillo, me dije que había elementos nuevos entre ayer y hoy que trastornarían mi cotidianidad. Movimiento, pensé. El círculo se abre en el punto más inesperado. Tengo un paciente que se muere de hipo; dos españoles (y mi paciente, si no español, es hispanoamericano) que sin duda alguna me siguen; madame Reynaud que se pone nerviosa al ver a los dos caballeros altos que nos observaban en el café Bordeaux, quienes a su vez no son los españoles que me siguen pero a quienes madame Reynaud parece conocer, o adivinar su identidad, y temer.
Abril, pensé. Un nuevo ciclo vital. En algún momento me quedé dormido.
Desperté tarde, con dolor de cabeza. Alguien golpeaba la puerta. Era madame Grenelle, la arrendataria de las habitaciones contiguas a las mías, sujetando entre los dedos un sobre azul oscuro y otro blanco, de papel corriente. Al verme reprimió un grito:
– Monsieur Pain, qué susto me ha dado.
– Pero si sólo he abierto la puerta -dije, y, en efecto, lo había hecho sin ninguna violencia, incluso casi demasiado lentamente, digamos: como si hubiera abierto la puerta con resignación. ¡Y la Grenelle se había asustado!
– Es mediodía -dijo mientras alargaba el cuello con la vana esperanza de encontrar algún acompañante nocturno en mis habitaciones.
Por dignidad cerré un poco más la puerta y pregunté si las cartas eran para mí.
– Por supuesto -dijo-, a mí nadie me escribe, si recibo carta es de provincias, de mi hermana o de la hermana de mi difunto esposo, pero nunca del mismo París.
Sonrió retadora y su doble papada quedó a la altura de mi pecho. También yo intenté una sonrisa comprensiva.
– Las han traído personalmente. Esta -abanicó el sobre blanco-, dos individuos extranjeros, españoles o italianos. Y ésta -hizo una pequeña espiral en el aire con el sobre azul y guiñó un ojo de inteligencia-, un mensajero. Pero huélala. Perfume, ¿verdad?
Permanecí impasible, aparentando un desinterés que no sentía, las manos en los bolsillos de la bata, con la vista perdida en el pasillo desierto y frío.
– ¿Vio usted a los caballeros extranjeros?
– Sí, también hablé con el mensajero, un pobre muchacho recién llegado de Albi, ni siquiera conoce la ciudad.
– ¿Habló usted con los españoles?
– ¿Eran españoles?
– Creo que sí -dije no muy seguro-. ¿Habló con ellos?
– Un poco. Estuvieron llamando a su puerta durante mucho rato, serían las nueve de la mañana, tiene usted el sueño pesado, monsieur Pain.
– ¿Qué le dijeron, madame Grenelle?
– Nada en particular, me preguntaron si usted vivía aquí y yo les dije que sí, claro, pero que seguramente había pasado la noche en otro sitio, quién se iba a figurar que estaba acostado; después me preguntaron si usted solía pasar las noches fuera de casa y yo les dije que eso no era de mi incumbencia, aunque me cuidé de asegurar que usted era una persona poco bohemia, dedicada a los estudios, que casi siempre venía a dormir. Se ve que les costaba entender o que no sabían cómo responderme. El caso es que se quedaron callados, como esperando oír algún ruido proveniente de su habitación, luego uno de ellos escribió una nota, la metió dentro del sobre y me la dio, el sobre está cerrado, véalo. Me dijo que era urgente que usted lo recibiera sin demora, lo repitió varias veces. Qué tipo más pesado. De acuerdo, de acuerdo, le dije, lo he entendido todo, no se preocupe. El otro no despegaba la oreja de su puerta, sin perder la esperanza, digo yo.
Le arrebaté las cartas murmurando unas confusas palabras de agradecimiento y cerré la puerta. Recordé entonces, mientras escuchaba las pisadas de madame Grenelle perdiéndose por el pasillo, haber despertado en algún momento de la noche soñando que alguien a quien intuía de forma vaga como benefactor me tapaba con suave y obstinada autoridad la boca. Al despertar me había encontrado con mi propia mano apretada sobre los labios. ¿Como si pretendiera ahogarme? ¿Como si pretendiera obligarme a permanecer en silencio?
Sentado en el borde de la cama abrí el sobre blanco: Monsieur Pierre Pain, le rogamos se sirva acudir al café Victor, en el Barrio Latino, a las 22 horas. Es un asunto de extrema gravedad. No falte. Por supuesto, carecía de firma. El sobre azul lo había mandado madame Reynaud y decía lo siguiente: Querido amigo, he hablado con madame Vallejo, está de acuerdo en que nos encontremos hoy, a las cuatro de la tarde, en el café Bordeaux. El estado de monsieur Vallejo es el mismo, sigue con hipo y la fiebre no ha bajado. Madame Vallejo no cree que pueda surgir ningún problema entre el médico que trata a su esposo y usted. Soy de la misma opinión. Hasta pronto. Marcelle Reynaud.
Desde la ventanilla algo empañada del taxi contemplé la fachada de la clínica: comprendí que sobre todas las cosas, incluso sobre la locura, allí había soledad, tal vez la forma más sutil de locura, al menos la más lúcida.
Eran las siete de la tarde del día 7 de abril y madame Vallejo, madame Reynaud y yo acabábamos de llegar a la Clínica Arago. Durante el trayecto casi no despegué los labios. Ambas mujeres parecían tener mucho de que hablar y mis pensamientos, por lo demás, deambulaban por regiones brumosas, poco proclives a la charla.
– Parece usted ausente -comentó madame Reynaud mientras su amiga cambiaba unas palabras, en el otro extremo, con la enfermera encargada de la recepción.
– De ninguna manera -sonreí.
Después nos internamos a la zaga de madame Vallejo por pasillos blancos y grises, de una tonalidad metálica, fosforescente, manchada aquí y allá por imprevistos rectángulos negros.
– Es como una galería de arte moderno -oí que murmuraba madame Reynaud.
– En realidad los pasillos son circulares -dije-. Si se prolongaran podríamos llegar hasta el último piso sin haber tenido en ningún momento atisbo de ello.
– Como la torre de Pisa -dijo madame Vallejo con voz ausente.
Me pareció que no era un buen ejemplo, pero no quise contradecirla.
Madame Reynaud me sonrió con un gesto raro: la atmósfera que emanaba del hospital conseguía entristecerla, dando a su rostro un aire grave y expectante.
– Es todo tan blanco -dijo.
– Antinatural -añadió madame Vallejo cogiéndola del brazo y acelerando la marcha.
Las seguí.
Las dos amigas caminaban deprisa aunque sus pasos no eran firmes. Vistas desde atrás uno tenía la impresión de que los tacones de sus zapatos estuvieran flojos. Pensé que todo era culpa de los nervios. Asimismo noté que la luz de los pasillos, dispuesta de una manera curiosa pero muy práctica puesto que iluminaba uniformemente hasta los rincones en donde un extraño a simple vista no percibía trazas de instalación eléctrica, tendía a parpadear; de forma imperceptible y a intervalos regulares, la iluminación decrecía.
De pronto, plantado en medio del corredor, encontramos a un hombre de bata blanca, el primero que veíamos a lo largo de nuestro recorrido, el cual parecía sumido en profundas cavilaciones. Al aproximarnos levantó la mirada, midiéndonos con los labios curvados en una mueca burlona, y luego se cruzó de brazos. Me dio la impresión de una persona fría, o al menos así lo pensé entonces. Por su gesto deduje que nuestra irrupción, a todas luces, lo disgustaba. Madame Vallejo, de manera notoria, declinó la marcha como si quisiera posponer el encuentro inevitable con aquel hombre. Era evidente que se conocían, así como que ella le temía. ¿Pero por qué?
Fuimos presentados formalmente:
– El doctor Lejard, médico de cabecera de mi marido.
Con una inclinación de cabeza, sin pronunciar palabra ni siquiera cuando le anunciaron el motivo de mi visita, Lejard nos saludó. Su atención de forma ostensible y un tanto afectada la acaparaba madame Reynaud.
Permanecí en silencio, estudiando el rostro enjuto del médico, mientras madame Vallejo decía algo sobre unos análisis de orina que no se habían efectuado o que se habían perdido y ante lo cual Lejard sólo se encogió de hombros. Luego, cuando pensé que había llegado mi momento de hablar, me dirigí directamente a él preguntándole con mal disimulado candor cuál era a su juicio la enfermedad que aquejaba a monsieur Vallejo. Su respuesta, tajante, me llegó a través de una voz de barítono:
– No estoy obligado a contestarle. Madame Vallejo puede hacerlo, está al tanto, yo no. Los charlatanes nunca han sido mi debilidad.
– Pero qué… -balbuceó madame Vallejo.
Madame Reynaud la cogió del brazo.
– Georgette…
Lejard, ajeno a las mujeres, me miró fijamente y sonrió, como para darme tiempo de digerir lo que me había espetado. A mi lado, madame Vallejo enrojeció visiblemente, la mandíbula crispada, hubiérase dicho a punto de abofetear al médico. Yo me limité a suspirar, intentando darle a mi rostro un aire despreocupado, vano esfuerzo, y mirando el contorno de mis zapatos.