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Monsieur Pain

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Monsieur Pain
Название: Monsieur Pain
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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Monsieur Pain - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

A un disc?pulo de Mesmer le encargan que cure el hipo que sufre un sudamericano pobre abandonado en un hospital de Par?s en la primavera de 1938. En apariencia, nada puede pasar. Sin embargo el mesmerista Pierre Pain se ver? envuelto en una intriga en donde se planea un asesinato ritual de proporciones planetarias. ?Qui?n es el sudamericano que agoniza en el hospital Arago? ?Por qu? unas fuerzas ocultas desean su muerte? ?Qu? se pierde y qu? se gana con esa muerte? S?lo Pierre Pain se da cuenta de lo que se teje entre bastidores. Y ?l no es un h?roe sino un hombre com?n y corriente: solitario, secretamente enamorado de madame Reynaud, delicado, pac?fico, descre?do, el menos indicado para intentar resolver una historia extraordinaria a mitad de camino entre la casualidad y la causalidad, una aventura a vida o muerte en donde se pondr? en juego el amor, la soledad, la dignidad y el valor del ser humano, el delirio, la irremediable tristeza. Una ins?lita novela en la que el autor de Los detectives salvajes, premiado con el R?mulo Gallegos, exhibe su no menos ins?lita altura literaria.A un disc?pulo de Mesmer le encargan que cure el hipo que sufre un sudamericano pobre abandonado en un hospital de Par?s en la primavera de 1938. En apariencia, nada puede pasar. Sin embargo el mesmerista Pierre Pain se ver? envuelto en una intriga en donde se planea un asesinato ritual de proporciones planetarias. ?Qui?n es el sudamericano que agoniza en el hospital Arago? ?Por qu? unas fuerzas ocultas desean su muerte? ?Qu? se pierde y qu? se gana con esa muerte? S?lo Pierre Pain se da cuenta de lo que se teje entre bastidores. Y ?l no es un h?roe sino un hombre com?n y corriente: solitario, secretamente enamorado de madame Reynaud, delicado, pac?fico, descre?do, el menos indicado para intentar resolver una historia extraordinaria a mitad de camino entre la casualidad y la causalidad, una aventura a vida o muerte en donde se pondr? en juego el amor, la soledad, la dignidad y el valor del ser humano, el delirio, la irremediable tristeza. Una ins?lita novela en la que el autor de Los detectives salvajes, premiado con el R?mulo Gallegos, exhibe su no menos ins?lita altura literaria.

En una conversaci?n de bar parisino, monsiuer Pain discute sobre mesmerismo con otro paciente -quiz? un farsante-, que le recuerda que uno de los practicantes de esta teor?a (que pretend?a curar mediante el uso del magnetismo) fue el m?dico ingl?s Hell, apellido que, discurren los dos, significa infierno. Curiosamente no llevan la analog?a m?s all?, pero quiz? en esta charla se encuentra una de las claves de la sorprendente novela del narrador chileno, avecindado en Espa?a, Roberto Bola?o, Monsieur Pain, que la editorial Anagrama reedit? recientemente. A lo largo de toda la historia, los nombres de los protagonistas son parte fundamental del misterio y llevan a este seguidor de las ense?anzas de Mesmer a un ins?lito viaje por el Par?s de la primera posguerra, en donde convalece C?sar Vallejo y a?n resuenan los disparos de la guerra civil espa?ola.

La historia ocurre en 1938 e inicia cuando madame Reynaud, una viuda joven a la que Pierre Pain ama en silencio, le pide a ?ste -que asisti? en la agon?a a su esposo- que ausculte al poeta peruano, convaleciente en un hospital a causa de un ataque de hipo. Esta petici?n es el detonador de una aventura inquietante donde tienen cabida tanto los seguidores de Mesmer como ciertos conspiradores de origen espa?ol, e incluso las investigaciones metaf?sicas de Pierre Curie forman parte de la intriga.

La novela de Bola?o es un pastiche, un collage de situaciones que poco a poco sugieren una historia a?n m?s oscura: la de una conspiraci?n maligna no s?lo contra el poeta que agoniza sino tambi?n contra ciertas teor?as que, como el propio mesmerismo, rechazan la verdad cient?fica oficial. Monsieur Pain ser? el encargado de descubrir los hilos de esta trampa, pero al realizar su investigaci?n s?lo encontrar? lo que profetiza su apellido. Incapaz de enfrentar a los verdugos, el protagonista de la novela callar? para siempre lo que descubri? o aquello que simplemente crey? intuir.

Bola?o, cuya novela Los detectives salvajes ha conocido un ?xito inusitado, se muestra aqu? como un narrador de buena mano: algunos protagonistas fueron personas reales y algunos de los hechos que ocurren en la novela -la muerte de Curie o la de Vallejo- sucedieron realmente, pero el autor ha mezclado de tal suerte las historias que el resultado es inquietante y, por momentos, perturbador.

Pain es la clave, lo que leemos es la historia de un momento de su vida y su fracaso tanto en el amor como en la resoluci?n de un misterio que est? m?s all? de sus propias fuerzas. Para hacer a?n m?s profundo el enigma, al final de la obra el autor plantea la vida de sus protagonistas a trav?s de diversas voces que prefiguran los testimonios acerca de sus `detectives``. Y de alguna manera el ep?logo hace a?n m?s inquietante el destino de Pain, las casualidades que lo llevaron a encontrarse, en una ciudad plagada de surrealistas, con dos fabricantes de cementerios marinos que desprecian a los seguidores de Andr? Breton, as? como con un mundo nocturno repulsivo y atrayente donde la ?nica persona que parece comprenderlo es un portero argelino. Porque si bien monsieur Pain es incapaz de vestirse de h?roe, el azar y sus leyes lo llevan por caminos jam?s imaginados para concluir en el fracaso. Por eso su personalidad nos toca a todos. Pain representa al hombre que espera la derrota final, a quien no lo redime ni siquiera un ?ltimo acto de rebeld?a.

El protagonista de la novela de Bola?o vive una aventura que no esperaba pero tambi?n padece, como todo solitario, el terror a la oscuridad, la sospecha que anida en el coraz?n de los amantes desesperanzados y silenciosos. Y si parece que al final que no ocurre nada -o al menos eso podemos creer-, la verdad es que las peripecias del se?or Pain son las que mantienen pendiente al lector hasta la ?ltima p?gina. La novela en conjunto no es m?s que una gran trampa en la que caemos f?cilmente. Pero de eso se trata precisamente: de seguir a Pierre Pain a lo largo de un periplo que lo llevar? (y a nosotros con ?l) al desencanto.

Si bien Monsieur Pain no es la m?s lograda de las novelas de Roberto Bola?o, s? prefigura algunos de sus temas y ese estilo personal que ha convertido al escritor chileno en una de las m?s gratas revelaciones de la prosa latinoamericana de los ?ltimos a?os.

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– Nosotros.

Un mundo sumergido, preservado, donde sólo ondeaban las banderas de la muerte: los peces rojos. Pero incluso éstos parecían asustados.

En los labios del muchacho se dibujó una sombra de sonrisa.

– No es gran cosa, pero me divertí consiguiendo las miniaturas, no sabe lo difícil que es encontrar buenos trenes de plomo… Observe aquél, el del lado izquierdo…

Busqué el que indicaba. Era un precioso tren negro de más de diez vagones, con la leyenda Meersburgo Express pintada en los costados. La locomotora era azul y por unos instantes no supe discernir qué podían ser unos puntitos negros que sobresalían del fondo de la pecera, esparcidos a lo largo del tren. Luego me di cuenta: se trataba de cabezas seccionadas o bien de figuras enterradas hasta el cuello. Un reguero de cadáveres, pero ninguno, curiosamente, en el interior del tren, que, salvo por el desgaste del agua, permanecía incólume.

– Es alemana. La tuvimos que encargar a Alemania.

– ¿Meersburgo Express?

– Eso fue idea de Alphonse. Fue él quien pintó la leyenda.

Miré a Alphonse. Se sentaba muy tieso y su expresión era ausente.

– Parece que en efecto el camarero tiene problemas -dije mientras regresaba a mi mesa-. ¿Son ustedes, por casualidad, los propietarios?

– Oh, no -contestó el único que parecía dispuesto a hablar-. Somos clientes.

– Esto no parece muy frecuentado.

El rubio titubeó un poco antes de contestar.

– En ocasiones…, pero en general es un lugar tranquilo… No viene mucha gente…

– Tal vez sea un sitio demasiado exclusivo, acaso para una clientela de artistas -le ayudé.

– No, no lo crea. -Ensayó una sonrisa, sus dientes eran blanquísimos-. En este barrio no hay muchos artistas, aunque esta afirmación desde luego peca de subjetiva.

Alphonse, como la vez anterior, dejó escapar una risita aguda que se apresuró a ocultar con el dorso de la mano.

– Mi hermano y yo tenemos intención de mudarnos. En realidad -hizo un gesto vago que lo abarcaba todo- esto no es para nosotros.

Justo entonces me di cuenta del extraordinario parecido de ambos. Me pregunté si no serían gemelos.

– ¿Y hacia dónde piensan marchar?

– A Nueva York. El problema, como usted comprenderá, es el dinero. No nos alcanza ni para la mitad del pasaje. En algunas ocasiones, no muchas, he soñado que llegamos nadando. ¿Sabe lo que significa soñar con agua?

– No lo sé.

– Yo tampoco. De todas maneras no es nada divertido cruzar el océano en una sola noche. El dinero siempre es un engorro, ¿no lo cree así?

No contesté.

– Y la gente apenas se interesa por las miniaturas en pecera. De vez en cuando podemos vender alguna, sobre todo en Navidad, pero el que paga exige y nosotros sólo hacemos cementerios marinos. No estamos dispuestos a transigir. Si le contara los malentendidos… Y lo avariciosa e ignorante que es la gente.

– Pobres -dijo Alphonse. Y luego murmuró una frase ininteligible de la que sólo entendí la palabra anamnesis.

– Nos piden belenes, es divertido, ¿no le parece? Nos piden escenas de batallas, reproducciones históricas, a nosotros…

Su rostro permanecía inmutable; entronizado en aquella silla de respaldo verde daba la sensación de dominar sus alegrías y desgracias de una forma encantadora.

– Supongo que las ventas no irán viento en popa.

– Supone usted bien. No, claro que no. En los últimos meses sólo hemos colocado ésta. -Con la barbilla, en un gesto que no supe si calificar de despectivo o cariñoso, señaló la pecera que ya había tenido ocasión de apreciar-. Y no creo que el propietario del Bosque esté del todo satisfecho. -Sonrió en dirección a su hermano-. Una persona bastante original, el guardabosque, ¿no es así, Alphonse?

– Oh, sí.

– Problemas en la vejiga o en la próstata, no estoy seguro, creo que sufre horrores cada vez que hace pipí. Debe de haber contraído alguna infección en las colonias… Al menos posee todos los ingredientes de un drama de ese tipo…

– ¿Por qué Nueva York, hay algún motivo especial?

– Ah, Nueva York. -No pareció agradarle dejar el tema del dueño del café-. Casi le respondería que por instinto. Aquí no hay futuro para dos jóvenes como nosotros. No nos gustan los surrealistas ni el uniforme de soldado. Y tarde o temprano cualquiera de estas fuerzas nos echaría el guante. Tal como están las cosas, más temprano que tarde.

– Lo triste es que no nos podremos ir -dijo Alphonse.

– No seas fatalista -le reprendió su hermano.

– Es que no nos podremos ir -insistió Alphonse.

– ¡Qué absurdo! Claro que nos iremos. En un barco americano. Incluso podemos hacer una exposición de miniaturas en pecera y sacar mucho dinero… No en el barco, claro, aquí, en el barrio… Ser razonablemente famosos…

– Pero…

– ¡Incluso pueden ponerse de moda! ¿Verdad? -dijo dirigiéndose a mí.

– No es una idea muy peregrina -apunté-, siempre que los cementerios marinos no sean todos iguales.

– Serán casi iguales. -Su mirada era fulminante. Un muchacho de carácter fuerte, pensé.

– Pero no tenemos dinero para comprar ni una sola pecera, ni una sola figurita de plomo -se quejó imperceptiblemente Alphonse.

– En última instancia, podemos pedírselo a papá -susurró su hermano.

Siguieron discutiendo un rato más, de forma inaudible y sin perder en ningún momento la compostura.

De improviso, como si nos hubiera estado escuchando, surgió de las penumbras el camarero. Era un hombre rubio, de edad similar a la mía, ataviado con una chaquetilla verde limón. Su parecido con los jóvenes artistas resultaba insoportable.

– Qué desea -murmuró turbado, sin mirarme.

– Una menta -dije.

El camarero agachó la cabeza y desapareció. El muchacho me sonrió: Una elección a juego con el establecimiento, dijo. Alphonse parecía a punto de llorar.

Cuando el camarero puso frente a mí la copa de menta, no pude resistir más. Me levanté, dije adiós a los muchachos y salí a la calle. Fuera todo era distinto o al menos eso quería creer.

Dos coches se detuvieron junto a la acera desierta y de su interior descendieron más de quince personas, como si la capacidad de los automóviles escapara a las reglas físicas de este mundo. Los ocupantes iban disfrazados y poco a poco fueron entrando en una casa de tres pisos, con pausas largas que les permitían observar la calle vacía, conversar y decir cosas aparentemente ingeniosas que provocaban la risa general. Creo que jamás he visto gente disfrazada con trajes mejor confeccionados; el primor y la fantasía no lograban imponerse, empero, a la sensación de decoro y congoja (la congoja de aquello que sabemos ido para siempre) que emanaba de los disfraces.

Sin pensarlo dos veces me detuve a una distancia prudente de la casa y me dediqué a admirarlos. Distinguí un Mariscal de Napoleón, un Cónsul Romano y un Caballero Medieval que rodeaban con atenciones y requiebros a una Santa Católica; los precedía un hombre muy viejo -aunque cabe en lo posible que aquellas arrugas fuesen parte del disfraz- vestido de Mandarín de la China, con un traje negro recamado en oro, lleno de pliegues y volantes y con el emblema del dragón. Sin ninguna duda era el Mandarín el que guiaba la comitiva y por un instante me fue dado escuchar sus palabras: un volapuk sugerente, enérgico, incomprensible.

Detenidas a mi lado contemplaban el espectáculo dos adolescentes de no más de quince años. Ambas llevaban cuadernos y libros escolares que apretaban contra el pecho y en sus rostros se advertía una seriedad poco usual. Creí mi deber sonreírles. Tal vez el gesto fuera demasiado brusco, tal vez fuera inesperado. Pensé que el hecho de ser los únicos espectadores conllevaba una cierta complicidad. Lo cierto es que ellas, al percatarse de mi ademán, se marcharon de inmediato, asustadas, intercambiando rápidos y rotundos comentarios que no alcancé a oír. Imaginé lo peor y por unos segundos estuve a punto de ceder al impulso de seguirlas, acaso hasta las puertas de sus casas, para explicarles que mi sonrisa no pretendía insinuar nada, absolutamente nada. Pero desistí. Sin duda, me dije, ellas habían interpretado el gesto y la intención de otra manera y ya no tenía remedio. Antes de marcharme me di cuenta de que el Mandarín me observaba y sonreía con ferocidad. Una imagen, reflexioné, anclada en el mundo real contra viento y marea.

Me sentí molesto conmigo mismo. Por momentos me ganaba la melancolía y a los pocos metros volvía a estar sereno, dueño de una tranquilidad atemporal, ajeno a cualquier sobresalto. Pero el temor, lo sabía, seguía allí, incorpóreo y tenaz. ¿Qué era lo que temía? Sin duda no una agresión física, de eso estaba seguro. ¿Entonces por qué no reunía el valor suficiente para irme a casa o dedicarme a pasear sin mirar atrás constantemente, a la espera del par de españoles?

Finalmente volví a mis habitaciones después de divagar por barrios extremos, estaciones en desuso, avenidas que parecían no acabar nunca y que de la manera más abrupta desembocaban en terrenos baldíos que jamás hubiera esperado hallar en esa zona de París.

Llegué tarde y lo único que encontré agazapado en la oscuridad de las escaleras fue a madame Grenelle. Lloraba ruidosamente.

– ¿Madame Grenelle?

– …

– Soy yo. Pierre Pain, ¿qué le ocurre?

– Nada, nada, nada…

– Entonces deje de llorar y suba a su cuarto.

– Ah, pero qué mierda. Dios mío, qué mierda…

Al acercarme noté que estaba borracha, un olor a ajenjo, pesado y dulzón, la envolvía. No sé por qué, saltó de mi memoria, como un animal fragilísimo, la imagen de las dos adolescentes alejándose entre la multitud; ¿pero qué multitud si no había nadie? Una tristeza tranquila e inexorable trepó a mis espaldas y allí se quedó, como una joroba o como un hermanito infinitamente más sabio.

– Haga un esfuerzo y subamos. Si sigue aquí va a enfermar, hace mucho frío.

– Soy mala, monsieur Pain, pero, atención…

– Venga, suba.

– Es la soledad, ¿alguien lo puede entender? ¡Mire mi ojo!

Dudé un instante, las adolescentes caminaban por una calle vacía, ideal, interminable… Luego encendí un fósforo. La sombra de madame Grenelle subió, escalón tras escalón, hasta la pared descascarada del rellano superior. Tenía un ojo morado.

– ¿Qué le ha ocurrido?

– …

– Déjeme ver. Debería subir a su cuarto y descansar. Tiene el párpado hinchado.

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