El Documento R
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El Documento R, la fant?stica historia de una conspiraci?n que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que est? dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constituci?n para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado polic?aco.
Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.
Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la naci?n.
En su b?squeda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra ?l mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una peque?a poblaci?n cuyos habitantes han sido despose?dos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelaci?n de un esc?ndalo de su esposa, que hace que ?sta desaparezca…
Transcurren d?as angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la ?ltima y decisiva votaci?n para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del pa?s depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.
Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposici?n de ficci?n y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta ?ltima novela de Irving Wallace ser? sin duda una de las obras m?s discutidas y elogiadas de estos ?ltimos tiempos.
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– Me temo que está usted saliéndose por la tangente, señor Collins -replicó Pierce-. Lo importante aquí es que desde un principio tuvimos una Ley de Derechos que garantizaba a todo nuestro pueblo tres derechos fundamentales: libertad religiosa, libertad de expresión y libertad de juicio. Fue Thomas Jefferson quien insistió diciendo: «Una Ley de Derechos es lo que el pueblo necesita frente a cualquier gobierno de la Tierra, general o particular, y lo que ningún gobierno justo debe rechazar u obstaculizar». Nuestra Ley de Derechos era importante y lo sigue siendo. Sin duda Jefferson se hubiera opuesto a la Enmienda XXXV con la misma vehemencia con que yo me estoy oponiendo a ella. Lo que usted está defendiendo es una enmienda susceptible de anular la Ley de Derechos, y yo le digo que hacer eso equivale a anular la democracia misma.
Collins se sentía acorralado e impotente, y, puesto que se sentía acorralado e impotente, reaccionó por medio de la cólera.
– Señor Pierce, estoy defendiendo la Enmienda XXXV precisamente para preservar la democracia -dijo acaloradamente-. Lo que anulará la democracia es el hecho de seguir permitiendo que siga ascendiendo en espiral nuestra actual plaga de ilegalidad y anarquía hasta que perdamos totalmente su control, el hecho de seguir permitiendo que los asesinatos, los secuestros, la colocación de artefactos explosivos, las conspiraciones, las muertes y las revoluciones nos desborden por completo. Dentro de algunos años no habrá democracia alguna. Ni siquiera habrá país. ¿A quién le va a conceder usted derechos cuando el país haya desaparecido?
– Prefiero la desaparición de nuestro país a que éste se convierta en un país sin libertad -replicó Pierce-. Pero existirá el país mientras existan las personas, personas libres y no esclavas. Hay medios mejores que la dictadura para controlar la delincuencia. Podríamos empezar por ofrecer al pueblo comida, trabajo, vivienda, justicia, comprensión e igualdad.
– Yo también creo en todas esas cosas, señor Pierce. Pero en primer lugar es necesario impedir los asesinatos. La Enmienda XXXV lo conseguirá. Después, una vez restablecido el orden, podremos empezar a atender nuestras restantes prioridades.
Pierce sacudió la cabeza.
– No podremos intentar nada una vez hayamos perdido nuestros derechos humanos. Y, no lo dude, bajo la Enmienda XXXV perderemos nuestros derechos. Anoche justamente estaba volviendo a leer un libro -dijo Pierce tomando un libro en edición de bolsillo que había encima de la mesa y abriéndolo-, un libro titulado Sus libertades: la Ley de Derechos, escrito por Frank K. Kelly, vicepresidente del Fondo para la República. Escuche lo que éste nos dice: «Si perdiéramos nuestra Ley de Derechos, ¿qué le ocurriría a nuestra forma de vida? He aquí algunas de las cosas que le ocurrirían: el gobierno podría prolongar indefinidamente el servicio militar de los jóvenes sin necesidad de explicar o justificar tal medida; los jóvenes y las jóvenes, al finalizar sus estudios, podrían ser enviados a trabajar a las industrias en las que, según el gobierno, hicieran falta obreros; podrían ser obligados a aceptar esos puestos; los estudiantes que protestaran contra la política gubernamental… podrían terminar en las prisiones federales por orden del presidente; los norteamericanos, jóvenes y adultos, podrían ver expropiadas sus propiedades para uso público sin la menor indemnización… los nombres de las personas que escribieran a sus congresistas cartas de crítica podrían ser facilitados a la policía, y tales personas podrían ser detenidas y enviadas a prisión… los directores de periódicos que permitieran la publicación de artículos de crítica al gobierno podrían ser arrestados a cualquier hora del día o de la noche».
Pierce seguía hablando, y Collins empezó a encogerse instintivamente en su asiento. La lucha que había intentado simular se le había escapado de las manos. No estaba en el lugar que le correspondía, no estaba del lado del que aparentemente estaba, y aborrecía con toda el alma al otro hombre que se albergaba en su interior, al monstruo de ambición que le había conducido hasta allí.
Esperó. Siguió escuchando. Intentó a regañadientes defender débilmente su posición. Cumplió con su deber. Pasaron los minutos, los interminables treinta minutos, y, por fin, terminó la tortura.
Se desprendió torpemente del micrófono mientras Vanbrugh y Pierce se levantaban, ambos con los rostros animados de una expresión cordial, dispuestos a seguir charlando un rato.
Collins no les hizo el menor caso.
– Perdone -le dijo a Vanbrugh-, ¿dónde están los lavabos?
– Al otro lado del pasillo, a la izquierda.
Collins giró sobre sus talones, cruzó apresuradamente la sala, salió al pasillo y torció a la izquierda.
Encontró los lavabos y entró apresuradamente. Afortunadamente, no había nadie más. Llegó junto a la taza del retrete justo a tiempo.
Se inclinó sobre la misma con el rostro ceniciento.
Y vomitó.
Al cabo de un rato, se lavó el rostro y las manos y trató de recuperar la compostura. Se miró al espejo.
Si en aquellos momentos se hubiera preguntado cuál era su postura en relación con la Ley de Derechos, lo hubiera sabido. Y lo más curioso era que no se lo había dicho su conciencia. Se lohabía dicho su estómago.
Había transcurrido una hora, y Collins ya había decidido lo que iba a hacer. No era todo lo que deseaba hacer, pero constituía un comienzo… un buen comienzo.
Al abandonar el ascensor que le había conducido dos plantas más abajo del vestíbulo principal del hotel Century Plaza, comprendió que ya había adoptado una decisión definitiva sobre los próximos pasos a tomar. Mientras sus guardaespaldas y los agentes de policía locales le ayudaban a abrirse paso entre la muchedumbre de fotógrafos de prensa y espectadores, Collins cruzó el espacioso vestíbulo inferior y penetró en el salón Los Ángeles del hotel.
Escoltado a lo largo de la primera hilera de mesas, se dio cuenta de que no se había preparado para el impacto de todos aquellos cuerpos apretujados en aquel salón iluminado únicamente por la enorme araña central y por un aplique de cuatro brazos situado en el extremo más alejado del mismo. Apretando en su mano izquierda la cartera de cuero que contenía su discurso, avanzando con torpeza, consiguió por fin llegar al estrado, en el que los directivos de la Asociación Norteamericana de Abogacía se levantaron para darle la bienvenida. En la sala todavía no le había reconocido todo el mundo, pero algunos aplausos dispersos le acompañaron hasta su asiento.
Conversación intrascendente y frases amables le siguieron hastasu sitio, al lado del presidente del Tribunal Supremo John G. Maynard.
Mientras estrechaba la mano del presidente del Tribunal Supremo, Collins se sintió una vez más fascinado por el ídolo de su juventud. Maynard era una de las pocas figuras públicas de Norteamérica que parecían hechas ex profeso para desempeñar sus papeles. Su abundante cabello blanco, sus profundos e inquisitivos ojos bajo las pobladas cejas, su nariz aguileña y sus cuadradas mandíbulas le conferían el aspecto de un César honrado. Su erguido porte le confería un aire de vigor y juventud insólito en un hombre de setenta y tantos años.
A Collins iba a resultarle muy difícil el próximo paso. Apenas conocía a Maynard. Le habría visto como unas tres veces, siempre en el transcurso de recepciones ofrecidas por el gobierno, y jamás había mantenido con él una conversación prolongada. En realidad, le había visto una vez más muy recientemente:la vez en que, como presidente del Tribunal Supremo, Maynard le había tomado el juramento de su cargo de secretario de Justicia en la Casa Blanca.
Al percatarse de que el presidente de la Asociación Norteamericana de Abogacía se había acercado a la tribuna y de que los actos estaban a punto de comenzar, Collins experimentó la necesidad de actuar inmediatamente. Buscó la atención de Maynard; observó que éste se hallaba ocupado conversando con la dama que tenía a su izquierda y, atento, se quedó a la espera. A los pocos momentos, Maynard dejó de hablar con la dama y empezó a prestar atención a las frases de presentación.