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El Documento R

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El Documento R
Название: El Documento R
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Documento R читать книгу онлайн

El Documento R - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

El Documento R, la fant?stica historia de una conspiraci?n que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que est? dirigida entre bastidores por el FBI.

En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constituci?n para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado polic?aco.

Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.

Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la naci?n.

En su b?squeda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra ?l mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una peque?a poblaci?n cuyos habitantes han sido despose?dos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelaci?n de un esc?ndalo de su esposa, que hace que ?sta desaparezca…

Transcurren d?as angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la ?ltima y decisiva votaci?n para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del pa?s depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.

Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposici?n de ficci?n y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta ?ltima novela de Irving Wallace ser? sin duda una de las obras m?s discutidas y elogiadas de estos ?ltimos tiempos.

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Al cabo de un rato, cerró la puerta con llave. Aturdido, se dirigió a trompicones hacia la mesita donde estaban las bebidas y se preparó un trago.

No estaba seguro de lo que había ocurrido aquel día, pero en cambio sí estaba completamente seguro de lo que acababa de ocurrir aquella noche. No había sido una broma pesada a cargo de algún conocido o algún viejo compañero de estudios. Había sido algo mucho más diabólico. Alguien había intentado tenderle una trampa y comprometerle.

Pero, ¿quién? Y, ¿por qué? ¿Los partidarios de la Enmienda XXXV? Increíble, puesto que hasta aquellos momentos él había estado públicamente de su parte. A menos que quisieran asegurarse de que siguiera estando de su parte. ¿Los enemigos de la enmienda? Resultaba igualmente increíble que unos hombres como Keefe o Pierce llegaran hasta aquellos extremos con el fín de obligarle a cambiar.

Es absurdo, pensó. Después, todavía aturdido, se preparó otro trago, en la esperanza de que la llegada del día le permitiera ver las cosas con mayor claridad.

En efecto, la llegada del día le permitió definir con mayor precisión las sombrías ideas que habían cruzado por su mente en el transcurso de su agitado sueño.

La mañana le trajo cierta iluminación.

Durante el prolongado desayuno con los dos fiscales de distrito despachó varios asuntos de rutina relacionados con el Departamento. Su reunión con una delegación integrada por tres abogados de la Asociación Norteamericana de Abogacía revistió un carácter eminentemente social. La entrevista que le concedió a una joven reportera del Los Angeles Times constituyó en buena parte un ejercicio de habilidad para procurar no defender con excesiva vehemencia la Enmienda XXXV, refiriéndose, en cambio, a las reformas a largo plazo que sería necesario introducir en el sistema judicial norteamericano y tratando de enterarse de las opiniones de la prensa acerca de la escalada del crimen en el sur de California.

Al final, Collins se quedó a solas, con el teléfono.

Su intención había sido la de hablar con los ocho jefes de policía que se habían quejado ante el asambleísta Keefe del hecho de que el FBI hubiera falseado, exagerándolas, las cifras relativas a la criminalidad en California. Pero sólo había hablado con tres de ellos, y después ya no había efectuado ninguna otra llamada. Tras asegurarse de que estaban hablando con el secretario de Justicia, los tres se habían mostrado muy recelosos y sólo habían contestado con evasivas. Uno de ellos reconoció la existencia de una «ligera discrepancia» entre las cifras que él había enviado al FBI y las que habían sido dadas a conocer, pero la atribuyó a un «probable error de la computadora»; y los tres se negaron a reconocer que habían protestado ante Keefe a propósito de las exageraciones contenidas en las estadísticas del FBI. De un modo u otro, los tres vinieron a decirle que el asambleísta Keefe había interpretado erróneamente sus palabras.

O bien los jefes de policía habían protestado efectivamente ante Keefe pero después lo habían pensado mejor y no habían querido atacar al FBI ante el secretario de Justicia, o bien Keefe había interpretado erróneamente sus palabras. En cualquiera de los dos casos, su investigación telefónica había resultado infructuosa.

Pero después se le ocurrió a Collins otro sistema. La noche anterior, mientras escuchaba a los legisladores, había anotado los nombres de los agentes especiales del FBI que habían visitado a Yurkovich y a la amiga de Tobias. Buscó la hoja de papel en la que se hallaban los nombres de los agentes: Parkhill, Naughton, Lindénmeyer.

Collins se preguntó acerca de la conveniencia de localizarles a través de las delegaciones del FBI en California o bien llamandoa Adcock o a Tynan directamente. Decidió actuar con mayor circunspección. Al cabo de un rato llamó directamente a su secretaria Marion.

– Marion, quiero que efectúe una comprobación en el FBI. No debe saberse que la he solicitado yo. Digamos que se trata de una comprobación rutinaria para alguien de la sección de Asesoría Legal. Hable con algún funcionario de bajo nivel dentro del FBI. ¿Tiene un lápiz? Bien, dígales que pregunten sí dos agentes especiales del FBI en California, uno llamado Parkhill y el otro llamado Naughton, entrevistaron la semana pasada al asambleísta del estado Yurkovich. -Le deletreó este último apellido.- Dígales después que pregunten si un agente especial apellidado Lindenmeyer entrevistó… -Se percató entonces de que no conocía el nombre de la amiga del asambleísta Tobias.-Mmm, entrevistó a alguien de Sacramento en el transcurso de una investigación sobre un comité de la Asamblea del estado del que forma parte el asambleísta Tobias. Estoy en el hotel. Llámeme en seguida.

Mientras esperaba, estuvo paseando un rato por el salón del bungalow y después tomó una copia de su discurso y modificó algunas frases del mismo. Al cabo de un cuarto de hora sonó el teléfono y era Marion.

– Es muy raro, señor Collins -dijo la secretaria. En el FBI dicen que entre los agentes que tienen en California no hay ninguno que se llame Parkhill, Naughton o Lindenmeyer. Es más, que no tienen a ningún agente con esos apellidos en ningún lugar del país.

El esfuerzo había resultado inútil, al igual que buena parte de todo lo demás. No había ningún agente apellidado Parkhill, Naughton o Lindenmeyer. Y, sin embargo, el asambleísta Yurkovich había sido entrevistado por Parkhill y Naughton y la amiga de Tobias lo había sido por Lindenmeyer. Ello podía significar que tanto Yurkovich como Tobias habían entendido mal los apellidos. Imposible. O que ambos le habían mentido. Absurdo. O podía significar también otra cosa, igualmente improbable pero mucho más siniestra.

Podía significar que el FBI poseía un cuerpo especial de agentes -un cuerpo secreto, los nombres de cuyos agentes no figuraran en nómina- utilizado para intimidar a los legisladores de California.

Collins reflexionó acerca de esta posibilidad. Collins solía ser una persona de mentalidad positiva y realista, poco dada a las fantasías y a los melodramas. Normalmente, hubiera rechazado esta posibilidad de existencia de un cuerpo secreto considerándola demasiado siniestra como para ser tomada en serio… de no haber sido por una cosa.

Su predecesor en el cargo había reservado sus últimas palabras para advertirle a propósito de un terrible peligro… un peligro llamado Documento R. Si se podía aceptar como un hecho la existencia de un documento susceptible de poner en peligro… ¿qué?, ¿la seguridad del país?, bien, pues si así fuera, también se podía aceptar la posibilidad de unos desconocidos agentes del FBI que estuvieran amenazando a los asambleístas de California, del mismo modo que uno bien conocido había amenazado al padre Dubinski.

A Collins no le gustaba el asunto. Mientras se dirigía al dormitorio para cambiarse de ropa antes de salir a grabar el programa de televisión con Pierce y a pronunciar su discurso ante la ANA, pensó que no le gustaba nada la idea de haber sido elevado a una posición en la que se suponía que tenía que saberlo todo acerca de la delincuencia del país. Y, sin embargo, estaban teniendo lugar a su alrededor ciertas actividades, actividades que tenían toda la apariencia de delitos, y sobre los cuales no sabía apenas nada. Y todo ello, en una u otra forma, se había debido a la atmósfera creada por la Enmienda XXXV. Santo cielo, pensó, ¿qué iba a ocurrir caso de que la enmienda acabara convirtiéndose en una de las leyes del país?

Acababa de terminar de cambiarse cuando empezó a sonar el teléfono del salón. Se dirigió a toda prisa hacia el mismo y lo levantó a la quinta llamada.

Escuchó la voz de Ed Schrader desde Washington.

– Chris, le llamo a propósito del encargo que me hizo anoche.

Casi había olvidado su llamada a Schrader la noche anterior. Había sido acerca de las instalaciones del lago Tule que su hijo le había mostrado, acerca de la construcción de una nueva rama del Proyecto Sanguine de la Marina. Le había pedido a Schrader que le confirmara la existencia de aquellas instalaciones de la Marina con el único fin de poder demostrarle a Josh que se había equivocado con su manía de los campos de internamiento y hacer así que el muchacho recapacitara.

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