El Documento R
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El Documento R, la fant?stica historia de una conspiraci?n que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que est? dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constituci?n para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado polic?aco.
Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.
Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la naci?n.
En su b?squeda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra ?l mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una peque?a poblaci?n cuyos habitantes han sido despose?dos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelaci?n de un esc?ndalo de su esposa, que hace que ?sta desaparezca…
Transcurren d?as angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la ?ltima y decisiva votaci?n para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del pa?s depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.
Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposici?n de ficci?n y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta ?ltima novela de Irving Wallace ser? sin duda una de las obras m?s discutidas y elogiadas de estos ?ltimos tiempos.
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5
Eran las dos menos cuarto de la madrugada y, a excepción de la luna, todo era oscuridad; Harry Adcock conducía despacio en medio de las tinieblas.
Por tercera vez en una hora, Vernon T. Tynan, sentado en el asiento de al lado, le preguntó:
– ¿Está seguro de que nadie sabe que hemos salido de la ciudad?
– Nadie, estoy completamente seguro -repuso Adcock tranquilizándole-. Hasta he dejado allí un falso programa de sus actividades de esta noche en Washington.
– Bien, Harry, muy bien. -Tynan escudriñó a través del parabrisas contemplando el denso follaje y los árboles que protegían aquella carretera secundaria tan poco transitada.- No veo absolutamente nada. ¿Está seguro de que sabe dónde nos encontramos?
– Estoy siguiendo al pie de la letra las instrucciones que me ha facilitado el director -repuso Adcock-. Jenkins me lo ha explicado con toda claridad.
– ¿Tardaremos mucho en llegar?
– Ya falta poco, jefe.
Habían efectuado el vuelo desde Washington a Harrisburg, Pennsylvania, en un pequeño jet privado. Se las habían arreglado para ser los únicos pasajeros. En el aeropuerto de Harrisburg les esperaba un Pontiac de alquiler. Adcock se había sentado al volante desde un principio y Tynan se había acomodado a su lado manteniendo abierto un mapa topográfico de la zona de Lewisburg con indicaciones en lápiz rojo. Habían dejado atrás Harrisburg, habían cruzado el puente del río Susquehanrra y habían seguido en dirección norte por la autopista 15 bordeando la orilla occidental del río. Habían tardado una hora y media, cubriendo una distancia aproximada de ochenta kilómetros, en llegar al primer punto señalado, es decir, a la Universidad de Bucknell, situada a la derecha. Y habían proseguido hasta llegar a la ciudad de Lewisburg, una ciudad espectral que se hallaba sumida en el sueño a aquellas horas de la madrugada.
Al pasar frente a la escuela superior de la ciudad, Adcock había aminorado la marcha del vehículo con el fin de poder consultar el mapa.
Después había dejado el mapa y había estudiado la calle que se abría ante ellos. Habían llegado al extremo más alejado de la ciudad.
Adcock señaló hacia la izquierda.
– Se gira aquí para ir a la entrada de la penitenciaría. Jenkins ha dicho que siguiéramos adelante por la autopista 15 en dirección noreste y que al llegar al Hospital Evangélico torciéramos a la izquierda y nos dirigiéramos al norte a lo largo de los muros de la penitenciaría…
– ¿Podrá vernos alguien a partir de aquí? -había preguntado Tynan intranquilo.
– No, jefe. Nadie nos verá. Además, fíjese en la hora que es. De todos modos, seguiremos un poco más y después giraremos otra vez al llegar a la carretera secundaria que atraviesa el bosque. A continuación seguiremos a través del bosque hasta que lleguemos al borde sur y entonces veremos los muros y la torre del depósito del agua de la penitenciaría, y allí es donde tendremos que esperar.
Ahora estaban avanzando a paso de tortuga a través del bosque.
Adcock se agachó sobre el volante y Tynan se inclinó y miró a través del parabrisas contemplando lo que parecía ser el final de la carretera y del bosque.
– Creo que ya hemos llegado -murmuró Adcock-. Ha dicho que a la derecha hay un claro. Sí, aquí mismo, ante nuestras propias narices. Ya estamos.
Se desvió de la carretera hacia la derecha, después giró bruscamente a la izquierda y estacionó. A cierta distancia pudieron distinguir la silueta de la parte central del muro de hormigón que rodeaba la prisión, la parte superior de varios edificios que había en el patio y dos torres de depósito de agua, una a la derecha y la otra detrás de la penitenciaría federal de Lewisburg.
Adcock se inclinó hacia el tablero de mandos y apagó los faros delanteros.
– Hay algunos tipos duros encerrados en ese agujero de máxima seguridad -dijo señalando las siluetas de los edificios.
– Algunos -dijo Tynan-. Pero Donald Radenbaugh no es de ésos. Es uno de los blandos, un preso político.
– No sabía que fuera un preso político.
– Técnicamente no lo es. Pero lo es. Sabía demasiado acerca de lo que estaba ocurriendo en las alturas. Y eso también puede ser un delito.
Tynan se removió en su asiento mirando a través del parabrisas y esperando.
Habían transcurrido varios minutos cuando Adcock tiró de la manga de Tynan.
– Jefe, me parece que ya se están acercando.
Tynan miró a través del parabrisas contrayendo los ojos y, al final, distinguió dos manchas de luz que se estaban acercando.
– Debe de ser Jenkins -dijo-. Sólo utiliza las luces de posición. Guardó silencio mientras contemplaba el avance del otro automóvil.- Muy bien -dijo súbitamente-, vamos a hacer lo siguiente. Yo me acomodaré en el asiento de atrás para hablar con él. Usted quédese donde está, sentado al volante. Puede escuchar. Pero no hable. Sólo hablaré yo. Usted limítese a escuchar. Ambos estamos metidos en esto.
Tynan abrió la portezuela del Pontiac, descendió, la cerró, abrió la portezuela trasera, subió y se colocó en un rincón del asiento.
El otro automóvil había penetrado en el claro y se había acercado a cosa de unos diez metros por detrás. El motor se detuvo. Las luces de posición se apagaron. Se abrió y se cerró una portezuela.
Se escuchó el crujido de unas pisadas.
El marchito rostro del director de la prisión Bruce Jenkins se inclinó y apareció al otro lado de la ventanilla de Adcock, que señaló con el pulgar hacia atrás. Jenkins apartó la cabeza y retrocedió acercando el rostro a la ventanilla de atrás. Tynan bajó el cristal hasta la mitad.
– Hola, Jenkins, ¿cómo está usted?
– Me alegro de verle, señor director. Bien, muy bien. Traigo conmigo a la persona que usted desea ver.
– ¿Algún problema?
– Pues, francamente, no. No se mostraba demasiado deseoso de verle a usted…
– No le gusto -dijo Tynan.
– … pero ha venido. Siente curiosidad.
– No me sorprende -dijo Tynan-. Será mejor que no perdamos el tiempo. Ya es muy tarde. Tráigamelo aquí. Que suba por la otra portezuela para que pueda sentarse a mi lado.
– Muy bien.
– Cuando hayamos terminado y él haya salido y usted le haya asegurado, vuelva aquí. Tal vez desee hablar con usted. Es posible que necesite pedirle alguna otra cosa.
– No faltaba más.
– Otra cosa, Jenkins. Por lo que respecta a este encuentro, jamás tuvo lugar.
– ¿Qué encuentro? -preguntó el director de la prisión esbozando una sonrisa.
Tynan esperó. Antes de que hubiera transcurrido un minuto, se abrió la otra portezuela trasera.
– Aquí está -dijo Jenkins asomando la cabeza.
Donald Radenbaugh se hallaba rígidamente de pie al lado del director de la prisión. Tynan no podía verle el rostro. Sólo podía ver que sus muñecas estaban juntas.
– ¿Va esposado? -preguntó.
– Sí, señor.
– Quítele las esposas, haga el favor. No se trata de una reunión de ese tipo.
Tynan escuchó rumor de llaves y vio cómo Jenkins abría las esposas y las retiraba. Observó después cómo el preso se frotaba las muñecas y oyó que el director le decía:
– Ahora ya puede acomodarse en el asiento de atrás.
Donald Radenbaugh se agachó para subir al automóvil. Su cabeza y su rostro resultaban ahora visibles. No había cambiado demasiado en el transcurso de aquellos casi tres años de reclusión. Estaba tal vez ligeramente más delgado, en su triste y holgado atuendo gris de presidiario. Era calvo, poseía un cerco de cabello rubio alrededor de la cabeza y patillas, y sus ojos daban la impresión de ser más pequeños como consecuencia de las bolsas que se observaban bajo ellos tras los cristales de las gafas de montura de acero. Poseía un cetrino y enjuto rostro, fina nariz puntiaguda, un pequeño y descuidado bigote rubio y un mentón poco pronunciado. Estaba pálido y como enfurruñado. Debía medir un metro setenta y cinco y pesar unos setenta kilos.