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A sus plantas rendido un leon

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A sus plantas rendido un leon
Название: A sus plantas rendido un leon
Автор: Soriano Osvaldo
Дата добавления: 16 январь 2020
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A sus plantas rendido un leon - читать бесплатно онлайн , автор Soriano Osvaldo

Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.

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– ¿Quién cayó? -preguntó Tindemann, y se acercó a la ventana.

"Se sublevaron los negros", pensó el irlandés y se deslizó al piso. El teniente lo sujetó de un brazo y lo acomodó contra la caja fuerte. O'Connell vio, como entre sueños, que el ruso retrocedía y le alumbraba la cara. Entonces loganó un sentimiento de infinito bienestar y pensó en Quomo y en el levantamiento popular. Sintió que el corazón le latía con fuerza y tuvo ganas de salir al jardín a unirse a los revolucionarios. Imaginó que pronto comenzaría la marcha hacia el palacio imperial y lamentó haberse quedado sin energía y sin voz para aportar su experiencia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no supo si era de impotencia o de alegría. A su lado todo se hacía difuso. Oyó dos disparos más, casi simultáneos, y apenas pudo levantar la vista hacia la ventana. Se preguntó si la presencia allí de un oficial ruso significaba que Moscú apoyaba la revolución y respondió al interrogatorio del teniente Tindemann para hacerse una idea. ¿Reconocía ser el jefe de la misión militar de la OTAN en Bongwutsi? Movió la cabeza hacia los costados y la sintió pesada como una piedra. ¿Sabía dónde se encontraban las copias de los informes cifrados que Mister Burnett enviaba a Londres? Negó otra vez. ¿Conocía el plan de desembarco británico en las Falkland? De nuevo no.

Tindemann empezó a pensar que los búlgaros se habían confundido al entregarle el paraguas: tal vez en lugar del de la droga de la verdad, le habían dado el de la euforia paralizante. Para confirmarlo hizo a O'Connell una pregunta de respuesta obvia: ¿reconocía ser súbdito de la corona británica? O'Connell volvió a negar con un ojo perdido en el techo y el otro apuntando al cesto de los papeles. El soviético maldijo a los servicios de Bulgaria y pensó que debía bajar de inmediato si quería llegar a tiempo para tomar una foto del duelo.

Miró hacia la cancha de tenis donde los embajadores cargaban las armas. Tenía que deshacerse del británico y le pareció que lo más adecuado seria arrojarlo por la ventana. Lo arrastró por la alfombra mientras O'Connell lo miraba, decepcionado, pensando que los soviéticos empezaban con las purgas aun antes de la victoria. El teniente lo enderezó, le pasó las manos por debajo de los brazos y tocó, a través del chaleco, el paquete con las cartas del cónsul Bertoldi. Tuvo un momento de duda y luego una corazonada. ¿Se había topado, acaso, con el propio correo del Foreign Office? Dejó caer el cuerpo, prendió la linterna y le miró la cara. Estaba seguro de que alguna vez Moscú les había enviado la foto de ese hombre. Se arrodilló, agitado, y le quitó el paquete; al azar tomó una de las cartas y la leyó con la misma dificultad que siempre había tenido para el inglés. Encontró un verso en el idioma de los cubanos y algunos nombres que seguramente serían seudónimos. Revisó otros manuscritos y vio que todos estaban dirigidos a Daisy, que bien podía ser la clave de Margaret Thatcher. Las diferentes firmas no podían confundirlo: Faustino, Bebé, Gatito Goloso, le revelaban la remanida treta de la carta de amor. Había descifrado decenas de ellas en Birmania, Irak y Angola. Guardó el paquete y revisó los bolsillos de O'Connell. Encontró algunos restos de cables, dos relojes de cuarzo, un plano hecho a lápiz y cincuenta libras que de inmediato reconoció falsas.

Se guardó todo, recogió el revólver, y apagó la linterna con la convicción de que había encontrado algo que interesaría a la KGB. Enderezó otra vez el cuerpo desbaratado del irlandés, lamentó sacrificar semejante fuente de información, y lo empujó por el hueco de la ventana.

Mientras caía, O'Connell pensó que de todos modos el cónsul no tendría nada que temer. A esa altura Mister Burnett ya debía estar camino al pelotón de fusilamiento.

40

Entre tantas valijas amontonadas en el depósito, el cónsul temió no encontrar la suya. Dedujo que el botones era miope porque se tropezaba con bolsos y trofeos de caza mientras apartaba todas las maletas oscuras y se agachaba a mirarles de cerca el número de consigna. Bertoldi recorrió la pila con ojos ansiosos hasta que descubrió un bulto azul con el cerrojo saltado. El corazón le dio un vuelco y mientras levantaba un dedo tembloroso para señalar el lugar, sintió un súbito dolor en las muelas. El empleado se acercó, comparó el número del ticket con él de la etiqueta y empezó a tirar de la manija como si quisiera hacer avanzar a un elefante. Bertoldi saltó por encima de la balanza y quiso darle una mano.

– ¡No blanco adentro! -gritó el botones y Bertoldi se mordió los labios pensando que era la segunda vez en la noche que un negro lo echaba de alguna parte. Volvió al otro lado del mostrador y observó los forcejeos del hombre con las manos crispadas. Por fin la maleta zafó, aplastada y deforme, y el negro la echó sobre el mostrador. Bertoldi vio, con alivio, que la otra cerradura seguía en su lugar y fue hasta el ascensor cargando las dos valijas.

El gerente le dio otra vez la bienvenida, como si fuera un viejo cliente y le ofreció una habitación con vista al lago. El cónsul pidió que le reservaran un lugar en el ómnibus para Tanzania y dejó que le subieran el equipaje mientras terminaba de llenar la ficha.

Una vez en la habitación puso la ropa a secar, abrió la valija y se sentó a mirar los billetes. Estuvo inmóvil un cuarto de hora y luego cambió de posición para contemplarlos desde otro ángulo. Las muelas habían dejado de molestarlo y se sentía protegido y sereno. Encendió un cigarrillo y abrió la maleta que había traído del consulado. Puso el retrato de Estela sobre la mesa de luz y le prometió que regresaría a buscarla antes de que echaran sus restos a la fosa común. Sintió que su voz sonaba poco convincente, y se enmarañó en explicaciones hasta que sonó el teléfono y el conserje le avisó que su pasaje a Dar-es-Salaam estaba confirmado. Colgó y se quedó en silencio con los ojos cerrados. Imaginó la bronca de Mister Burnett, de plantón frente al consulado, esperándolo en vano, para exigirle la capitulación, y se puso a tararear Chau, otario. Se vistió y guardó un fajo de billetes en un bolsillo. Luego puso un poco de ropa junto a la plata y cerró la valija azul con cuidado. Pensó que era hora de probar el pulpo y la langosta con una botella de blanco del Rhin, y bajó al comedor.

El salón lo desilusionó un poco: había demasiada iluminación y la música estaba muy fuerte. En el centro; una fuente despedía luces de colores que teñían las caras y las ropas de los comensales. El maítre lo acompañó a la barra y el cónsul eligió un gimlet porque le sonaba de alguna parte. La mitad de las mesas estaban vacías, pero varias tenían puesto el cartel de reservadas. Al otro lado de la barra, bajo un cuadro con una escena de caza, estaba la adolescente casi desnuda que había visto las otras veces en elhall. Tenía el pelo abandonado y rubio como el de una muñeca y por los labios entreabiertos asomaban los dientes como pastillas de menta. Los pechos cabrían en las manos de un chico y en las piernas bronceadas chispeaba! una pelusa dorada y suave. Una gota de agua o de sudor le brillaba entre las cejas. Estaba sola con su refresco, mordiéndose las uñas, y el cónsul tuvo la impresión de que lo miraba con ojos de ballena encallada.

Pidió otro gimlet y se preguntó si la muchacha tenía edad para andar sola por el mundo. Recorrió el salón con la vista para estar seguro de no tropezar con algún diplomático y la miró con una sonrisa que quería ser sugestiva. Se sorprendió al ver que ella le devolvía el gesto escondida detrás del vaso de Pepsi y no supo qué hacer. Su respiración se aceleró y miró en el espejo el traje ordinario y arrugado. Se deslizó del taburete y rozó el piso con la punta de los zapatos mojados, como si temiera que se escucharan sus pisadas. La adolescente mordió el vaso y estiró el cuerpo para mostrar las puntas de los pechos. Bertoldi presumió que sólo estaba jugando, pero ya caminaba hacia ella con el gimlet en la mano y cinco mil dólares en el bolsillo. Cuando se sentó a su lado, la muchacha volvió a sonreír y lo miró de arriba abajo.

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