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A sus plantas rendido un leon

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A sus plantas rendido un leon
Название: A sus plantas rendido un leon
Автор: Soriano Osvaldo
Дата добавления: 16 январь 2020
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A sus plantas rendido un leon - читать бесплатно онлайн , автор Soriano Osvaldo

Bongwutsi: un pa?s africano ·que ni siquiera figura en el mapa·. All? vive un argentino usurpando la condici?n de c?nsul de su pa?s, hundido en la pobreza y enardecido de entusiasmo por el reciente estallido de la guerra de las Malvinas, en disputa permanente con el embajador ingl?s, inexplicablemente entrampado en una trama donde se suceden conspiraciones con enviados de las grandes potencias mundiales, una interrumpida relaci?n amorosa, los sue?os de liberaci?n y grandeza del inhallable- y ubicuo- Bongwutsi, la entrada triunfal al pa?s de un ej?rcito de monos…el v?rtigo narrativo no se interrumpe, la invenci?n y la verdad se al?an en el desborde de una fantas?a indeclinable. El ?mpetu narrativo de Osvaldo Soriano llega a su punto m?ximo en este relato fascinante.

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– A mí, para serle franco, me parece apresurado decir que se puede saltar por encima de la dictadura del proletariado.

– Eso lo dice él. Yo puse que una revolución popular puede abolir las etapas, pero el coronel agregó por su cuenta unos cuantos párrafos contra el marxismo y eso yo no lo suscribo. Por eso le digo que no sé cómo está la relación de los libios conmigo. En un tiempo había lío.

– No creo. Lo del marxismo se revisó mucho y esto del desalcoholizado puede interesarle al propio coronel porque esun golpe contra el imperialismo.

– Entonces usted nos lleva…

– Yo estoy de vacaciones y me anoto en cualquier aventura.

– Bueno, esto no es precisamente una aventura.

– No lo decía en el sentido novelesco. Digo que acepto el destino de mis hermanos africanos. Si quiere, incluso puedo proveer alguna chatarra que dejan los amigos que pasan por aquí.

– Ya es la hora -dijo de pronto Lauri, y en seguida se escuchó una explosión que hizo temblar los vidrios. Chemir corrió a la ventana.

– ¡Los Kruger! -gritó-. ¡Se están incendiando!

Quomo se paró y fue a mirar. En menos de un minuto oyeron una sirena.

– Esto es cosa suya -dijo, dirigiéndose a Lauri -. ¿Con qué les tiró?

– Estaban festejando un cumpleaños. En el altillo encontré unas estampillas cubanas, y se me ocurrió que les gustaría recibir una caja de habanos de parte de Fidel Castro.

35

En la planta alta, O'Connell encontró un vasto hall desierto. Al fondo, un sereno negro fumaba a hurtadillas. Daba una pitada y enseguida escondía el cigarrillo detrás de la espalda. El irlandés lo tomó de sorpresa y lo encaró con un gesto de reproche.

– Acá se metió un negro -dijo.

– No, señor -respondió el sereno, inquieto-, yo lo habría visto.

– Cuando usted prendía el cigarrillo.

– Le aseguro que no, señor -temblaba y la brasa empezaba a quemarle los dedos, – aquí no entró nadie.

– ¡Apague eso!

– Sí, señor -el sereno sacudió una mano y el cigarrillo cayó al suelo. O'Connell lo pisó.

– Vamos a buscar a ese tipo.

El irlandés le dio un empujón y el sereno fue adelante, lentamente. Le costaba arrastrar el pantalón largo y la chaqueta de botones dorados. Entraron a un gigantesco pabellón que olía a formol. De allí, a oscuras, podían escuchar la lluvia contra las ventanas. El sereno quiso encender las luces pero el irlandés lo tomó de la chaqueta.

– Deje, está bien así.

– Si buscamos a un negro lo mejor es prender la luz, señor.

O'Connell se quedó un rato en silencio. No tenía la menor idea de dónde se encontraban.

– A ver, encienda un fósforo -dijo.

El negro cumplió la orden. De abajo empezó a llegar un aire de vals. O'Connell lo acompañó con movimientos de la cabeza y escuchó un ruido de pasos que subían la escalera. El sereno apagó el fósforo y sacudió los dedos. El que se acercaba prendió una linterna y avanzó hacia la llave de luz.

– Ya lo tenemos -dijo O'Connell por lo bajo.

Cuando el agente inglés vio la llama, pensó que había encontrado al hombre que buscaba. Se acercó al interruptor, pero antes de alcanzarlo sintió un golpe seco en una pantorrilla. Se agarró la pierna creyendo que había tropezado con un mueble, y apretó los dientes para no gritar. Buscó en la oscuridad una pared donde apoyarse y la linterna se le cayó de las manos. Entonces O'Connell le pasó un brazo alrededor del cuello y lo ahogó antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa. Cuando el cuerpo cayó al piso, el sereno lo pateó y masculló algo en su, idioma.

– Voy a tener que pasar un informe -dijo O'Connell.

– Un informe no, señor. Voy a perder el trabajo.

– ¿Ah, sí? Y qué me sugiere, ¿que me lo coma?

– Lo tiramos por la ventana. Vino a robar y se cayó – hizo un gesto con el pulgar hacia abajo.

– No sea estúpido, cómo va a llegar un ladrón hasta aquí.

– Debe ser de la casa, señor. Deje que le vea la cara.

– No, no encienda, ¿qué importa si es de acá?

– Que puede ser un pariente, señor. Tengo un primo que siempre pregunta por el museo y no me gustaría arrojarlo por la ventana.

– La idea fue suya.

– No había pensado en mi primo, señor.

– ¿Anda de smoking su primo? -Eso sí que no. Trabaja de cocinero.

– Bueno, éste tiene smoking. Toque.

– Raro un negro de smoking, señor. Espero que no hayamos golpeado a un diplomático.

– No se preocupe. Vaya a abrir una ventana.

O'Connell guardó la linterna y cargó al inglés sobre un hombro. Oyó un aire de Strauss y se dijo que era hora de regresar al salón antes de que notaran su ausencia. El negro abrió el ventanal y la lluvia les salpicó las caras. El irlandés depositó el cuerpo sobre el rellano y miró hacia el jardín.

– Se va a romper todo -dijo.

– Si lo largamos despacio, no -insistió el sereno.

– Bueno, agárrelo de las piernas.

El sereno empujó por los tobillos hasta que el cuerpo quedó colgando al otro lado de la ventana.

– ¿Lo suelto? -preguntó, agitado.

– Todavía no, acompáñelo un poco más, que no se golpee tanto. Eso, inclínese. Lo ayudo.

El negro había quedado con medio cuerpo a la intemperie, sosteniendo el peso muerto. O'Connell se colocó detrás de él, lo tomó de las rodillas y empujó bruscamente hacia afuera. El sereno salió catapultado detrás del inglés. O'Connell oyó una exclamación de sorpresa y luego el golpe contra la vereda. Al fondo se veían las luces del muelle y a un costado, sobre la colina, la rampa de lanzamiento de bengalas y cohetes que Mister Burnett había preparado para festejar el cumpleaños, de la reina y el desembarco de la flota británica en las Malvinas.

36

Acariciados por una luz difusa, los músicos se dejaban llevar por la melancolía del Danubio Azul. Los violinistas habían colocado pañuelos entre sus barbillas y la lustrosa madera de los instrumentos. Los otros aprovechaban las pausas para secarse la transpiración. Todas las mesas estaban distribuidas alrededor de la que ocupaban Mister Burnett, el Primer Ministro de Bongwutsi y los demás embajadores con sus esposas. Entre los representantes de Francia e Italia había una silla vacía. Mister Fitzgerald, de los Estados Unidos, preguntó por el diplomático ausente y Mister Burnett sonrió mientras miraba al commendatore Tacchi.

– A esta altura ahora ya debe estar baldeando los pisos. ¿A usted le parece que se puede bromear en un día como éste?

– Yo no lo tomaría tan a la ligera -dijo Monsieur Daladieu -. Los argentinos podrían intentar algo.

– ¿Qué vendría a hacer un argentino aquí? -preguntó Herr Hoffmann.

– Rendirse -dijo Mister Burnett, y todos rieron mientras los camareros servían la centolla-. ¿Va a tenernos en suspenso toda la noche, commendatore?

– Si quiere mi opinión, estoy de acuerdo con Monsieur Daladieu: si aquí adentro hay un argentino que no sea Bertoldi estamos todos en peligro.

Cuando oyó nombrar al cónsul, Mister Burnett advirtió que se había olvidado de llamar al banco para ordenar que le pagaran el sueldo y temió que el argentino pudiera acusarlo un día de no practicar el fair play.

– ¿Usted cree que esa gente podría haber enviado hasta aquí un comando suicida? -intervino el Primer Ministro y se llevó la copa a los labios.

– No veo cómo -dijo Herr Hoffmann-. El aeropuerto sigue cerrado. Ahora, si dice ser paraguayo y Mister Burnett asegura que tiene aspecto europeo, habría que vigilarlo. A ver si es el que pone las bombas…

– Ya está hecho -dijo el inglés-. Ese hombre no habla una palabra de español, ¿verdad commendatore?

– No tengo idea. Ni siquiera lo he visto.

– ¡Ah, vamos, sus farsas no engañan a nadie! El año pasado me mandó a su jardinero disfrazado. ¿Quién es ahora? ¿Uno de esos tipos de la P-2 que andan por su embajada?

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