El lejano pa?s de los estanques
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En mitad de un t?rrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad ex?tica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cad?ver ha aparecido en una urbanizaci?n mallorquina. Su compa?era ser? la inexperta agente Chamorro, y con ella deber? sumergirse de inc?gnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelar?n los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.
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– Al fin os encuentro -celebré, tendiendo una mano que Enzo sujetó sin fuerza e intentando sobre la cara de Andrea un beso que merced a su brusco giro de cuello le cayó en la nuca.
– Nos habrás encontrado cuando has empezado a buscarnos -me reprochó Andrea.
– No estarás enfadada por mi amiga, ¿eh?
– ¿De dónde la has sacado? -preguntó, apremiante.
– Eh, Andrea -traté de apaciguarla.
– He dicho que de dónde la has sacado.
– De la discoteca de la cala. Su acompañante se ha enamorado de María y a mí me ha tocado cuidarla. Alguien se tenía que ocupar de ella.
– Qué caritativo.
– Lo he hecho por despejarle el panorama a María. Bueno, no sólo. Ahora está distraída y eso me viene bien.
– ¿Cómo era el que estaba con la chica? -indagó Andrea, como si adivinara lo que yo iba a contestarle.
– Un tipo alto.
– ¿Sólo alto? -se interesó.
– Alto y moreno, con coleta y un pendiente así de grande. Oye, ¿por qué te interesa tanto?
La italiana apuntó la vista hacia el infinito y reveló:
– Los conozco. A ella y al tipo. Vinieron aquí con Eva, la última noche, antes de que la mataran.
Simulé preocuparme.
– No insinuarás que María está en peligro. Al margen de la coleta y el aro de la oreja, me pareció un tipo bastante corriente.
Andrea pudo haberse callado, o haberle quitado trascendencia. Pero eligió impresionarme y con ello me ratificó en mis sospechas.
– No tan corriente -se opuso-. Ni ella tampoco. No sé lo que se traían entre los dos, pero Eva me confesó que él no había parado hasta liarla con la tetuda, que a ella le daba más bien igual.
Visto desde ahora, creo que ése fue el instante en que en mi cerebro se produjo el fallo que me llevó a desviarme tan gravemente aquella noche. Un fallo para el que carezco de excusas, porque incurrí en él como consecuencia de un exceso de confianza. Al ver confirmadas mis suposiciones previas, bajé la guardia y me sentí seguro de mi astucia. Es una sensación agradable, de la que cualquiera puede disfrutar con gran aplomo, porque robustece la vanidad. El problema es que uno no siempre es lo bastante astuto como para andar descuidado, y sobre todo, que después de haberse equivocado, que es lo que suele ocurrir cuando uno se descuida, la sensación no es tan agradable y cuesta bastante más mantener el aplomo, porque con la vanidad desintegrada uno se hace una idea exacta de lo indefensa y diminuta que resulta su existencia. Cuando pasa el tiempo se aprende a sacar provecho de la vergüenza, porque en definitiva la vergüenza es mucho más instructiva que la gloria, pero en el momento, y enterrado bajo los inconvenientes, se hace duro apreciar las ventajas de haber sido un imbécil.
Ahora que he de recordar la maldita desenvoltura con que culminé mi representación de aquella noche, desisto de hacerlo arriesgando que nadie pueda simpatizar con mi audacia. En honor a la verdad prefiero que se sepa que me estaba apartando del camino correcto, aunque sea más tarde cuando deba aclarar hasta qué punto y cómo, para mi oprobio, fue el azar el que me dio la oportunidad de enmendarlo.
Tras la confidencia de Andrea, que cerraba mi presunto círculo, me lancé, sin titubeos, a rematar la faena.
– Espera aquí -le pedí a mi interlocutora-. Vamos a averiguar de qué pasta está hecha la chica.
Fui a buscar a Candela y le dije que quería presentarla a unos amigos. El programa no la sedujo, pero se dejó conducir hasta donde aguardaban Andrea y Enzo.
– Ya nos conocemos -la recibió destempladamente Andrea.
– El caso es que me suenas -admitió Candela, haciéndose la tonta de un modo bastante ineficaz. El gesto que se había apoderado de su cara al divisar a los dos italianos había sido elocuente.
– Vaya, ¿y de qué os conocéis? -pregunté.
– Nos habremos visto por aquí -se escurrió Candela.
– Tenemos una amiga común. O teníamos -precisó Andrea.
Candela se puso nerviosa. Aproveché la ocasión:
– ¿Qué es eso de que teníais?
– Ya no es amiga de nadie -sentenció Andrea.
Candela se apresuró a poner distancia:
– Nunca fue mi amiga. La conocía, simplemente.
– ¿Pero qué ocurre? ¿Se ha muerto?
Andrea no contestó. Candela tragó saliva. Debía de acordarse de que me había contado, con cierta jactancia, cómo había mandado al diablo a Eva. La misma persona por cuya mediación ahora le tocaba confesar que se había relacionado con Andrea. Y tenía que confesarlo, porque si no lo hacía ella lo contaría la italiana, lo que tenía razones para no preferir.
– Era la chica que mataron en la cala -rezongó.
– La famosa Eva -hice como que deducía, con lentitud-. Está por todas partes. Pero creía que tú habías tenido una bronca con ella -apreté.
En ese punto la conversación quedó interrumpida por un acontecimiento que yo ya llevaba algunos minutos esperando. Chamorro y Lucas acababan de llegar al club y en cuanto nos habían visto, lo que mi ayudante había propiciado diligentemente, se habían acercado a la mesa. Ahora estaban allí de pie y todos los que estábamos sentados nos habíamos vuelto hacia ellos. Chamorro fingía asombro y en parte también lo sentía, porque yo no la había avisado de que también Candela estaría allí. En el semblante de Lucas era imposible distinguir ninguna emoción.
– Hola -me adelanté-. Ahora ya estamos todos. ¿No vais a sentaros?
Lucas pasó por alto mi ofrecimiento y se dirigió a Candela:
– ¿Qué haces aquí?
– Lo mismo podría preguntarte yo -se defendió la mujer.
– Eres idiota perdida.
– ¿Y tú? Tú empezaste, por si lo has olvidado. Y has venido aquí como yo.
– Creo que deberíamos hablar esto en otra parte -ordenó el ex legionario.
– Eh, ¿a qué vienen esas intrigas? No consentiremos que estropeéis la fiesta -aseguré.
Entonces Lucas me miró. Lo hizo como si me midiera y al mismo tiempo para advertirme. Su parsimonia intimidaba, pero no tanto como el fulgor helado de sus ojos. Por si no bastaba con la mirada, descendió a ponerlo en palabras sencillas:
– No hablo contigo, muñeco. Quédate en tu sitio y podrás salir de aquí con los mismos dientes que trajiste.
No me arredré.
– ¿Estás amenazándome?
– ¿A ti qué te parece?
– ¿Con pegarme?
– Basta -me aconsejó, sin énfasis-. Ven conmigo -exigió a Candela.
– Un momento -me interpuse-. Estás patinando. En realidad ya has patinado cuando has respondido a una amable broma con esa grosería sobre mis dientes. Pero ahora te permites darle órdenes a la chica que viene conmigo. Eso está tan feo que voy a tener que hacerme un llavero con tu coleta.
Lucas sonrió y me puso una palma en el hombro. Conviene indicar que su palma era mucho más grande que mi hombro. No obstante, le aparté el brazo de un codazo. Dudó durante una décima de segundo, pero al final se limitó a tomar a Candela de la mano y llevársela. La chica no opuso resistencia.
Antes de dejamos, Lucas le dijo a Chamorro:
– Discúlpame. Tardo un minuto.
Mientras Lucas y Candela se alejaban en dirección a la puerta, todas las miradas confluyeron en mí.
– ¿Qué pasa? -habló mi ayudante, interpretando el sentir general.
– Nada, María. Esperad aquí. Vuelvo en seguida.
– ¿Qué vas a hacer? -saltó Andrea.
– Probar cuánto vale ese campeón.
– Estás chiflado. Te podría tumbar con un soplido.
– Desde luego. No es por ahí por donde pretendo probarle.
Al principio no me siguieron, pero antes de salir a la calle reparé en que Andrea se había levantado. No llegaron a tiempo de ver cómo me acercaba por detrás a Lucas y le clavaba mi dedo índice por tres veces consecutivas en el hombro, mientras el legionario discutía acaloradamente con Candela. Sí le vieron a él cuando se dio la vuelta, se paró apenas un instante, decidió y me borró media cara de un formidable guantazo. Después de eso, aunque no antes de que me descargara dos puñetazos en el vientre, Perelló y los suyos entraron en escena. Quintero redujo a Lucas con una fulminante patada en los testículos y Satrústegui se hizo con Candela. A mí me levantó Barreiro. Antes de que se nos llevaran a los tres, alcancé a comprobar, con satisfacción, que Chamorro retiraba discretamente a los italianos.