El lejano pa?s de los estanques
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En mitad de un t?rrido agosto mesetario, el sargento Bevilacqua, que pese a la sonoridad ex?tica de su nombre lo es de la Guardia Civil, recibe la orden de investigar la muerte de una extranjera cuyo cad?ver ha aparecido en una urbanizaci?n mallorquina. Su compa?era ser? la inexperta agente Chamorro, y con ella deber? sumergirse de inc?gnito en un ambiente de clubes nocturnos, playas nudistas, trapicheos dudosos y promiscuidades diversas. Poco a poco, el sargento y su ayudante desvelar?n los misterios que rodean el asesinato de la irresistible y remota Eva, descubriendo el oscuro mundo que se oculta bajo la dulce desidia del paisaje estival.
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Capítulo 17 ¿POR QUÉ LA MATARON FUERA?
Esa misma noche, después de poner al corriente al comandante, y de acuerdo con sus órdenes, llevamos a Lucas y a Candela ante el juez de guardia, que confirmó su detención. A la mañana siguiente los pusimos, junto a Regina Bolzano, a disposición de la juez encargada del caso, que ordenó la prisión incondicional de los tres y le pidió a Zaplana un informe pormenorizando el resultado de nuestras investigaciones, para agilizar la instrucción. Los tres imputados seguían manteniendo su inocencia, lo que dificultaba la reconstrucción de los hechos, pero todos confiábamos en que al cabo de unos pocos días empezarían a rendirse. Mientras tanto, se encargaron pruebas adicionales al forense, consistentes en comprobar la posible coincidencia de ciertas marcas que habían quedado en el cuerpo de la víctima con la forma de las manos de Lucas Valdivia. La solicitud a las autoridades de Viena para que procedieran contra el padre de Eva Heydrich salió esa misma tarde, con una copia del informe sobre nuestras investigaciones.
A Andrea y a Enzo les llamó Chamorro la misma noche de la detención de Candela y Lucas, y les contó que a mí me habían soltado pero que los otros dos se habían quedado detenidos. No le hicieron ninguna pregunta al respecto y sólo se interesaron por mi estado, sobre el que Chamorro les tranquilizó. Nos costó decidir qué correspondía hacer con ellos, pero al final pesó más el hecho de que les quedaban menos de dos días para abandonar el país. No teníamos indicios que permitieran sospechar que podían estar implicados de ninguna manera en el crimen. Por la mañana les visitó en su hotel la gente de Zaplana y les comunicó que debían permanecer en la isla hasta que se les tomara declaración. Ambos insistieron en lo muy arduo que les resultaría encontrar otro vuelo y la juez accedió a practicar la diligencia inmediatamente. Me chocó, no obstante, que al mismo tiempo que lo autorizaba alegara una indisposición y enviara al secretario Coll para dar fe de las respuestas de los testigos. Cuando menos, era una fórmula heterodoxa, y aunque yo no había estado presente, hacía sólo un par de horas que la juez había estado examinando a los detenidos sin recurrir a la excusa de padecer ningún problema de salud.
Andrea y Enzo confirmaron todo lo que podían confirmar, esto es, haber visto a Lucas y Candela en compañía de Eva Heydrich y haber observado que entre los tres existía una extraña relación. Cuando dijo esto, Andrea se cuidó de espiar mi gesto. Desde que me había mostrado en mi verdadera identidad de sargento de la Guardia Civil, ella había establecido una áspera distancia. Ni siquiera deslizó una alusión o un reproche por la comedia que habíamos representado. Ya sé que confesar esto va en desdoro de mi integridad profesional, pero me hirió que estuviera tan indiferente. En sus hermosos iris grises la indiferencia era una dolorosa ofensa.
Respecto a Regina Bolzano, los italianos declararon haberla visto un par de veces con Eva, en el club, y no haber hablado nunca con ella.
Mientras todo corría así de deprisa, demasiado para mi gusto, porque me daba la sensación de que las cosas se escapaban de mi dominio, el comandante nos felicitó muy calurosamente. La labor que Chamorro y yo habíamos estado realizando se había revelado al fin útil. Gracias a ella disponíamos de un sospechoso solvente para ejecutar los singulares actos que habían rodeado el crimen y parecían exceder de las posibilidades de Regina Bolzano, e incluso habíamos establecido sin lugar a dudas su conexión con la suiza y la víctima. Esta conexión, por añadidura, revestía la turbiedad suficiente como para explicar el luctuoso desenlace. Todo lo que faltaba a Zaplana le parecían minucias que se arreglarían solas, o que le daba igual no arreglar. En parte podía estar de acuerdo con él, pero seguían obsesionándome esas huellas de Regina no borradas en el revólver arrojado a la basura. Cuando osé manifestarle esta comezón, el comandante me demostró una vez más que no era hombre que se arrugara ante las dificultades:
– No te aturdas con eso, Bevilacqua. No eran profesionales. Puede ser que la vieja se pusiera nerviosa y no se diera cuenta de lo que hacía. En el fragor del asunto, cogió el revólver y lo puso en la bolsa sin pensar que el camión pasaba cada tres días.
– ¿Y por qué no se encargó Lucas de deshacerse él mismo del revólver? No es un profesional, pero tampoco un pazguato.
– Sus huellas no estaban. Era un arma traída de fuera, a la que no se le podía seguir el rastro. Y si se le podía seguir, ese rastro no podía perjudicarle a él. Qué más le daba. La dejó en cualquier lado.
El comandante estaba eufórico. No podía aspirar a estropear su felicidad, y al fin y al cabo tampoco me convenía. Acepté que el mundo se plegaba con más gusto a la voluntad de la gente como Zaplana que a la de la gente como yo y me acogí a su certidumbre. Sin embargo, mentiría si afirmara que estaba tan contento como él. Cuando cerraba los ojos veía la cara de Regina, de Candela y de Lucas clamando su inocencia. Había oído antes protestas semejantes, y aún más melodramáticas, de criminales después convictos y hasta envanecidos de sus fechorías. Me esforzaba por recontar los embustes y las incoherencias en que les había sorprendido. Y aun así, algo me remordía. La borrachera a que me había abandonado la noche que había hecho caer todas las máscaras había quedado ya atrás y la resaca, como siempre sucede, era bastante más árida y circunspecta.
A aquellas alturas, nuestra presencia en la cala ya no era necesaria. Se nos encargó que hiciéramos una lista de todas las personas que pudieran servir como testigos de algún hecho relevante para el proceso. La lista debíamos pasarla a los hombres de Perelló para que ellos se encargaran de obtener sus datos y domicilios y tenerlos controlados. Volvimos para entregarle esa lista y recoger nuestras cosas del chalet.
Durante el camino, Chamorro encontró al fin el momento para satisfacer una serie de curiosidades que el vertiginoso final de aquella investigación le había suscitado, y que entre unas cosas y otras yo no había tenido ocasión de despejarle debidamente.
– Así que diste con tu persona clave. Y me lo ocultaste -me afeó.
– ¿Te refieres a Candela?
– Por ahí sacaste el ovillo, al final. ¿Cómo se te ocurrió?
– Por algo que casi había olvidado. En realidad todo empezó con Lucas, naturalmente. Nos faltaba alguien que pudiera mover y colgar a Eva, que tuviera puntería y las tripas necesarias. De todo lo que había, sólo me valía él, y me valía mucho. Pero tenía un problema. Por dónde atacarle. Ahí fue donde recordé de pronto algo.
– Me tienes en vilo.
– El mismo que nos descubrió que Lucas había estado liado con Eva dejó caer un dato muy interesante: que el propio Lucas le había dicho que otra persona en la cala había gozado de los favores de la muerta. Cuando nuestro informador le había preguntado quién era el otro tigre, Lucas le había contestado que era tigra. Había algo de apuesta, pero esa palabreja, y el que Lucas y Candela tuvieran entre sí relaciones secretas, me decidió a jugármela.
– Te podías haber estrellado.
– Candela me dio muchas señales de que no iba descaminado. No quería entrar en Abracadabra, conocía a alguien que había tenido un mal final y que bebía gin- fizz . Todas las trampas que le tendí las pisó, más o menos. Pero cuando llegaste con el legionario todo estaba claro. Le había presentado a Candela a Andrea y Andrea me había hablado de ella y de Lucas. El truco de juntar piezas había funcionado.
Chamorro soltó un bufido.
– Menos mal. Si no hubiera funcionado habríamos estropeado a la vez las dos únicas vías decentes de investigación que habíamos abierto.
– No tenía tiempo para melindres. Zaplana nos había puesto en ridículo. O sacaba algo pronto o veía que nos apartaban del caso y a mí me degradaban. Mientras tramaba todo esto me imaginaba la bronca de Pereira y eso me aguzaba el ingenio.
– Lo que me sorprende es cómo te hiciste con ella, con la Candela esa. Me había parecido un alacrán.
– Justo por ahí. La incité a usar el aguijón, utilizándome contra Lucas. El que se hubieran peleado fue un regalo de la Providencia.
Mi subordinada vaciló antes de sondearme:
– ¿Te gustaba como Andrea?
– No me gustaba nada. Como con Andrea, estaba de servicio. No te confundas conmigo. Soy más serio de lo que aparento. Y tampoco me interesa que vayas por ahí pregonándome como una especie de Romeo.
Chamorro se azoró. El día en que aprendiera a dejar de hacerlo sería una policía temible y perdería una buena parte de su encanto.
– ¿Puedo decirte una cosa? -murmuró.
– Aprovecha ahora que acaban de felicitarnos. Mi vanidad me impedirá tenértelo en cuenta si me disgusta.
– Pensé que habías perdido los papeles.
– Es lógico. Pero me ayudaste. Yo te lo agradezco y el Cuerpo reconoce tu disciplina.
– Rubén.
La forma en que Chamorro había pronunciado mi nombre, una confianza, por otra parte, que no era nada espontánea en ella, me puso alerta.
– Qué.
– ¿Por qué quisiste cargar con todo tú solo? -preguntó, con una súbita ternura-. ¿No te fiabas de mí?
Algo me inclinaba a soñar que no era mi posible falta de fe lo que la enternecía, pero en mi cabeza había un cierto tumulto y preferí interpretar aquel delicado instante con Chamorro del modo menos complicado, para no resbalarme. Me deshice de la cuestión por el lado de fuera:
– No. De quien no me fiaba era de mí.
Charlando con Chamorro había logrado reconstruir la sensación de estar relativamente satisfecho de mí y de la investigación. Cuando llegamos al puesto, después de recoger nuestras cosas, me dirigí al cuarto del brigada con optimismo. Le di a Perelló la lista de posibles testigos, con todos los datos que tenía de cada uno. Con tres o cuatro salvedades no demasiado relevantes, estimó que lo que le proporcioné le serviría para localizarlos. Noté al veterano suboficial algo ausente.
– ¿Ocurre algo, mi brigada?
Perelló dio un respingo, como si le hubiera cogido haciendo algo poco decoroso. Recompuso su sereno talante habitual con un poco de esfuerzo y le quitó importancia:
– No, nada. Hay algo que me bulle en la mollera desde anoche. Una tontería, seguro.
– Ya me extrañaría que lo fuera.
– Se me ocurre que si Lucas quería dejar el cadáver en la casa y estaba de acuerdo con Regina Bolzano, ¿por qué la mataron fuera? Y ya que lo hicieron, ¿por qué la metieron por la ventana, arriesgándose a que les vieran los vecinos, si podían entrar por la puerta?