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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Asimismo, todos los inmuebles de la calle Hortensia y Licenciado Cabezas, que eran las paralelas a Tablada, estaban registrados a nombre del presidente municipal de Santa Teresa o de algunos de sus hijos. También: que dos manzanas al norte, las casas y los edificios de la calle Ingeniero Guillermo Ortiz eran propiedad de Pablo Negrete, el hermano de Pedro Negrete y rector benemérito de la Universidad de Santa Teresa. Qué cosa más rara, se dijo Juan de Dios. Uno está con los cadáveres y tiembla. Luego se llevan los cadáveres y deja de temblar. ¿Está metido Rengifo en el crimen de las niñas? ¿Está metido hasta las cejas Campuzano? Rengifo era el narco bueno. Campuzano era el narco malo. Qué raro, qué raro, se dijo Juan de Dios.
Nadie viola y mata en su propia casa. Nadie viola y mata cerca de su propia casa. A menos que esté loco y quiera que lo atrapen.
Dos noches después del hallazgo de los cadáveres se reunieron en un club privado anexo al campo de golf el presidente municipal de Santa Teresa, el licenciado José Refugio de las Heras, el jefe de la policía Pedro Negrete y los señores Pedro Rengifo y Estanislao Campuzano. El encuentro duró hasta las cuatro de la mañana y se aclararon algunas cosas. Al día siguiente toda la policía de la ciudad, se podría decir, se puso a la caza de Javier Ramos. Lo buscaron hasta debajo de las piedras del desierto. Pero la verdad es que ni siquiera fueron capaces de hacerle un retrato robot convincente.
Durante muchos días Juan de Dios Martínez pensó en los cuatro infartos que sufrió Herminia Noriega antes de morir.
A veces se ponía a pensar en ello mientras comía o mientras orinaba en los baños de una cafetería o de un local de comidas corridas frecuentado por judiciales, o antes de dormirse, justo en el momento de apagar la luz, o tal vez segundos antes de apagar la luz, y cuando eso sucedía simplemente no podía apagar la luz y entonces se levantaba de la cama y se acercaba a la ventana y miraba la calle, una calle vulgar, fea, silenciosa, escasamente iluminada, y luego se iba a la cocina y ponía a hervir agua y se hacía café, y a veces, mientras bebía el café caliente y sin azúcar, un café de mierda, ponía la tele y se dedicaba a ver los programas nocturnos que llegaban por los cuatro puntos cardinales del desierto, a esa hora captaba canales mexicanos y norteamericanos, canales de locos inválidos que cabalgaban bajo las estrellas y que se saludaban con palabras ininteligibles, en español o en inglés o en spanglish, pero ininteligibles todas las jodidas palabras, y entonces Juan de Dios Martínez dejaba la taza de café sobre la mesa y se cubría la cabeza con las manos y de sus labios escapaba un ulular débil y preciso, como si llorara o pugnara por llorar, pero cuando finalmente retiraba las manos sólo aparecía, iluminada por la pantalla de la tele, su vieja jeta, su vieja piel infecunda y seca, sin el más mínimo rastro de una lágrima.
Cuando le contó a Elvira Campos lo que le sucedía, la directora del psiquiátrico lo escuchó en silencio y luego, mucho rato después, mientras ambos descansaban desnudos en la penumbra del dormitorio, le confesó que ella a veces soñaba que lo dejaba todo. Es decir, que lo dejaba todo de forma radical, sin paliativos de ningún tipo. Soñaba, por ejemplo, que vendía su piso y otras dos propiedades que tenía en Santa Teresa, y su automóvil y sus joyas, todo lo vendía hasta alcanzar una cifra respetable, y luego soñaba que tomaba un avión a París, en donde alquilaba un piso muy pequeño, un estudio, digamos entre Villiers y la Porte de Clichy, y luego se iba a ver a un médico famoso, un cirujano plástico que hacía maravillas, para que le realizara un lifting, para que le arreglara la nariz y los pómulos, para que le aumentara los senos, en fin, que al salir de la mesa de operaciones parecía otra, una mujer diferente, ya no de cincuenta y tantos años sino de cuarenta y tantos o, mejor, cuarenta y pocos, irreconocible, nueva, cambiada, rejuvenecida, aunque por supuesto durante un tiempo iba vendada a todas partes, como si fuera la momia, no la momia egipcia sino la momia mexicana, cosa que le gustaba, salir a pasear en el metro, por ejemplo, sabiendo que todos los parisinos la miraban subrepticiamente, incluso algunos le cedían el asiento, pensando o imaginando los dolores horribles, quemaduras, accidente de tránsito, por los que había pasado aquella desconocida silenciosa y estoica, y luego bajarse del metro y entrar en un museo o en una galería de arte o en una librería de Montparnasse, y estudiar francés dos horas diarias, con alegría, con ilusión, qué bonito es el francés, qué idioma más musical, tiene un je ne sais quoi, y luego, una mañana lluviosa, quitarse las vendas, despacio, como un arqueólogo que acaba de encontrar un hueso indescriptible, como una niña de gestos lentos que deshace, paso a paso, un regalo que quisiera dilatar en el tiempo, ¿para siempre?, casi para siempre, hasta que finalmente cae la última venda, ¿adónde cae?, al suelo, a la moqueta o a la madera, pues el suelo es de primera calidad, y en el suelo todas las vendas se estremecen como culebras, o todas las vendas abren sus ojos adormilados como culebras, aunque ella sabe que no son culebras sino más bien los ángeles de la guarda de las culebras, y luego alguien le acerca un espejo y ella se contempla, se asiente, se aprueba con un gesto en el que redescubre la soberanía de su niñez, el amor de su padre y de su madre, y luego firma algo, un papel, un documento, un cheque, y se marcha por las calles de París. ¿Hacia una nueva vida?, dijo Juan de Dios Martínez.
Supongo que sí, dijo la directora. Tú a mí me gustas tal como eres, dijo Juan de Dios Martínez. Una nueva vida sin mexicanos ni México ni enfermos mexicanos, dijo la directora. Tú a mí me vuelves loco tal como eres, dijo Juan de Dios Martínez.
Al finalizar el año 1996, se publicó o se dijo en algunos medios mexicanos que en el norte se filmaban películas con asesinatos reales, snuff-movies, y que la capital del snuff era Santa Teresa. Una noche dos periodistas embozados hablaron con el general Humberto Paredes, antiguo jefe de la policía del DF, en su castillo amurallado de la colonia del Valle. Los periodistas eran el viejo Macario López Santos, un colmillo de la nota roja desde hacía más de cuarenta años, y Sergio González.
La cena con que los agasajó el general consistía en tacos de carnita extra chilosos y tequila La Invisible. Cualquier otra cosa que se echara al buche de noche sólo conseguía provocarle agruras. Mediada la comida, Macario López le preguntó qué opinaba sobre la industria del snuff en Santa Teresa y el general les dijo que durante su dilatada vida profesional había visto muchas barbaridades, pero que nunca había visto una película de esas características y que dudaba de que existieran. Pero existen, le dijo el viejo periodista. Puede que existan, puede que no existan, le respondió el general, lo raro es que yo, que lo vi y lo supe todo, no haya visto ninguna. Los dos periodistas convinieron en que eso, efectivamente, era raro, aunque dejaron caer la sugerencia de que tal vez, en la época en que el general estuvo en activo, aquella modalidad del horror no se hubiera desarrollado aún. El general no estuvo de acuerdo: según él, la pornografía había alcanzado su total desarrollo poco antes de la revolución francesa. Todo lo que uno pudiera ver en una película holandesa actual o en una colección de fotos o en un librito sicalíptico, ya había sido fijado con anterioridad al año 1789, y en gran medida era una repetición, una vuelta de tuerca a una mirada que ya miraba. General, le dijo Macario López Santos, usted habla a veces igualito que Octavio Paz, ¿no lo estará leyendo? El general soltó una risotada y dijo que lo único que había leído, y de esto hacía muchos años, era El laberinto de la soledad, y que no había entendido nada. Entonces yo era muy jovencito, dijo el general mirando a los periodistas fijamente, debía tener unos cuarenta años. Ah, que mi general, dijo Macario López. Luego hablaron sobre la libertad y el mal, sobre las autopistas de la libertad en donde el mal es como un Ferrari, y al cabo de un rato, cuando una vieja sirvienta retiró los platos y les preguntó si los señores iban a querer café, volvieron al tema de las snuff-movies. Según Macario López la situación en México había experimentado algunos reacomodos novedosos. Por una parte nunca como entonces había habido tanta corrupción. A esto había que sumar el problema del narcotráfico y de las montañas de dinero que se movían alrededor de este nuevo fenómeno. La industria del snuff, en este contexto, era sólo un síntoma. Un síntoma virulento en el caso de Santa Teresa, pero sólo un síntoma, al fin y al cabo. La respuesta del general fue apaciguadora. Dijo que no creía que la corrupción de ahora fuera mayor que la que hubo en otros gobiernos del pasado. Si la comparábamos con la que hubo durante el gobierno de Miguel Alemán, por ejemplo, era menor, y también resultaba menor comparada con la del sexenio de López Mateos. La desesperación ahora tal vez fuera mayor, pero no la corrupción. El narcotráfico, les concedió, era algo nuevo, pero el peso real del narcotráfico en la sociedad mexicana (y también en la norteamericana) estaba sobrevalorado. Lo único que era necesario para hacer una película snuff, les dijo, era dinero, sólo dinero, y dinero había habido antes de que el narco asentara sus reales y también industria pornográfica y sin embargo la película, la famosa película, no se había hecho. Puede que usted no la haya visto, general, dijo Macario López. El general se rió y su risa se perdió entre los arriates del jardín oscuro.