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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Cuatro días después del hallazgo del cadáver de la niña Guadalupe Guzmán Prieto se encontró en el cerro Estrella, en la ladera este, el cuerpo de Jazmín Torres Dorantes, también de once años de edad. Como causa de la muerte se dictaminó un shock hipovolémico producido por las más de quince puñaladas que le asestó su agresor o agresores. El frotis vaginal y anal determinó que había sido violada repetidas veces. El cadáver estaba completamente vestido: sudadera caqui, pantalón de mezclilla de color azul y tenis baratos. La niña vivía en la parte oeste de la ciudad, en la colonia Morelos, y había sido secuestrada, aunque su caso no había salido a la luz pública, hacía veinte días. La policía detuvo a ocho jóvenes de la colonia Estrella, miembros de una banda dedicada al robo de coches y al tráfico al por menor de drogas como autores del crimen. Tres de los jóvenes pasaron al juez de menores y otros seis terminaron como presos preventivos en el penal de Santa Teresa, aunque no había ninguna prueba concluyente contra ellos.
Dos días después de hallarse el cadáver de Jazmín, un grupo de niños localizó en un baldío al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda el cuerpo sin vida de Carolina Fernández Fuentes, de diecinueve años de edad, trabajadora de la maquiladora WS-Inc. Según el forense la muerte había ocurrido hacía dos semanas. El cuerpo estaba completamente desnudo, aunque a quince metros se halló un sostén de color azul, manchado de sangre, y a unos cincuenta metros una media de nylon, de color negro, de mediana calidad. Interrogada la persona que compartía habitación con Carolina, trabajadora como ella en WS-Inc, declaró que el sostén era de la occisa, pero que la media, sin ninguna duda, no pertenecía a su amiga y compañera tan querida, pues ésta sólo utilizaba pantis y jamás se había puesto una media, prenda que juzgaba más propia de putas que de una operaria de la maquila. Realizado el análisis pertinente, sin embargo, resultó que tanto la media como el sostén tenían restos de sangre y que en ambos casos procedían de la misma persona, Carolina Fernández Fuentes, por lo que corrió el rumor de que la tal Carolina llevaba una doble vida o que la noche en que encontró la muerte había participado voluntariamente en una orgía, pues también se encontraron restos de semen en la vagina y ano. Durante dos días se interrogó a algunos hombres de la WS-Inc que pudieran estar relacionados con su muerte, sin ningún éxito. Los padres de Carolina, originarios del pueblo de San Miguel de Horcasitas, viajaron a Santa Teresa y no hicieron declaraciones. Reclamaron el cadáver de su hija, firmaron los papeles que les pusieron delante y volvieron en autobús a Horcasitas con lo que quedaba de Carolina.
La causa de la muerte fueron cinco puñaladas punzocortantes en el cuello. Según los expertos, no murió en el lugar donde fue encontrada.
Tres días después del hallazgo del cuerpo de Carolina, en el aciago mes de marzo de 1997, se localizó a una mujer de entre dieciséis y veinte años, en unos pedregales cercanos a la carretera a Pueblo Azul. El cadáver estaba en un estado avanzado de descomposición por lo que se supone que llevaba muerta al menos quince días. El cuerpo estaba completamente desnudo y sólo llevaba unos pendientes dorados, de latón, con forma de elefantitos. Se permitió que varias familias de desaparecidas lo vieran, pero nadie lo reconoció como el de una de sus hijas, hermanas, primas o esposas. Según el forense el cadáver presentaba señales de mutilación en el seno derecho y el pezón del pecho izquierdo le había sido arrancado, probablemente de un mordisco o empleando un cuchillo, la putrefacción del cuerpo hacía imposible hacerse una idea más exacta. Se dictaminó oficialmente como causa de la muerte: rotura del hueso hioides.
En la última semana de marzo se descubrió el esqueleto de otra mujer, a unos cuatrocientos metros de la carretera a Cananea, en medio, podría decirse, del desierto. Los descubridores fueron tres estudiantes y un maestro de historia norteamericanos, de la Universidad de Los Ángeles, que viajaban en moto por el norte de México. Según los norteamericanos, se internaron con las motos por un camino vecinal, buscando una aldea yaqui, y se perdieron. Según los policías de Santa Teresa los gringos se salieron del camino para cometer actos nefandos, es decir para encularse mutuamente, y los metieron a los cuatro en un calabozo a la espera de acontecimientos. Entrada la noche, cuando los estudiantes y su profesor llevaban más de ocho horas encerrados, apareció por la comisaría Epifanio Galindo y quiso escuchar la historia. Los norteamericanos la repitieron e incluso trazaron un mapa que indicaba el sitio exacto en donde encontraron el cadáver semienterrado. A la pregunta de si no era posible que hubieran confundido los huesos de una res o de un coyote con los de un ser humano, el profesor respondió que ningún animal, salvo, tal vez, un primate, poseía la calavera de una persona. El tonito con que lo dijo molestó a Epifanio, que decidió presentarse en el lugar de los hechos al día siguiente, de amanecida, y en compañía de los gringos, por lo que determinó que para agilizar los trámites éstos permanecieran a mano, es decir como invitados de la policía de Santa Teresa, en una celda en donde sólo estuvieran los cuatro, así como que se les alimentara a cuenta del erario público, pero no con el rancho carcelario sino con comida decente que un policía fue a buscar a la cafetería más cercana. Y, pese a las protestas de los extranjeros, así se hizo. Al día siguiente, Epifanio Galindo, varios policías y dos judiciales se presentaron acompañados de los descubridores del cuerpo en el lugar de los hechos, un lugar conocido como El Pajonal, denominación que a todas luces resultaba más la expresión de un deseo que una realidad, pues allí no había ni pajonales ni nada que se le pareciera, sino sólo desierto y piedras y, de tanto en tanto, arbustos verdigrises cuya sola visión entristecía el semblante de quien observara semejante yermo. Allí, mal enterrados, en el sitio exacto marcado por los gringos, encontraron los huesos. Según el forense, se trataba de una mujer joven a la que le habían roto el hueso hioides. No llevaba ropa ni zapatos ni nada que facilitara su identificación.
Trajeron el cadáver encuerado o bien la desnudaron antes de enterrarla, dijo Epifanio. ¿Llamas enterrar a esto?, dijo el forense.
Pues no, señor, no se esmeraron, dijo Epifanio, no se esmeraron.
Al día siguiente se encontró el cadáver de Elena Montoya, de veinte años, a un lado del camino vecinal del cementerio al rancho La Cruz. La mujer desde hacía tres días faltaba de su domicilio y ya había sido cursada una denuncia por desaparición.
El cuerpo presentaba heridas punzocortantes en la zona abdominal, abrasaduras en las muñecas y tobillos y marcas en el cuello, además de una herida en el cráneo producida por un objeto contundente, tal vez un martillo o una piedra. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera y su primera medida fue interrogar al marido de la occisa, Samuel Blanco Blanco, el cual permaneció bajo interrogatorio durante cuatro días, al cabo de los cuales se le dejó marchar por falta de pruebas. Elena Montoya trabajaba en la maquiladora Cal amp;Son y tenía un hijo de tres meses.
El último día de marzo unos niños pepenadores hallaron un cadáver en el basurero El Chile, en un estado de descomposición total. Lo que quedaba de él fue trasladado al Instituto Anatómico Forense de la ciudad en donde se le practicaron todos los protocolos de rigor. Resultó que se trataba de una mujer de entre quince y veinte años. No se pudieron dictaminar las causas de la muerte, la cual, según los forenses, había acontecido hacía más de doce meses. Estos datos, sin embargo, pusieron en alerta a la familia González Reséndiz, de Guanajuato, cuya hija desapareció por las mismas fechas, por lo que la policía de Guanajuato solicitó a la de Santa Teresa el informe anatómico de la desconocida hallada en El Chile, haciendo especial hincapié en el envío de las pruebas odontológicas. Una vez recibidas las pruebas se confirmó que la muerta era Irene González Reséndiz, de dieciséis años, fugada del domicilio paterno en enero de 1996, tras reñir con la familia. Su padre era un conocido político priísta de la provincia y su madre había salido en un programa de televisión de gran audiencia pidiéndole a su hija, delante de las cámaras y en directo, que regresara al hogar.