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2666
Название: 2666
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
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2666 - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.

Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.

Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.

El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.

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Algunos de los espectadores asintieron y nadie se rió. Después Ayala y Farfán, cada uno con un palo de escoba de unos setenta centímetros de longitud, se dirigieron hacia Chimal y el otro Cacique.

A principios de noviembre mataron a María Sandra Rosales Zepeda, de treintaiún años, que solía prostituirse en las aceras del bar Pancho Villa. María Sandra había nacido en un pueblo del estado de Nayarit y a los dieciocho años llegó a Santa Teresa, en donde trabajó en la maquiladora HorizonW amp;E y en El Mueble Mexicano. A los veintidós años empezó a hacer de puta. La noche que la mataron había por lo menos cinco compañeras en la calle. Según los testigos presenciales un Suburban negro aparcó cerca de las mujeres. En su interior había por lo menos tres hombres. La música la tenían puesta a todo volumen.

Los hombres llamaron a una de las mujeres y hablaron un rato con ella. Después la mujer se apartó de la Suburban y los hombres llamaron a María Sandra. Ésta se apoyó en la ventanilla bajada de la Suburban, como si estuviera dispuesta a discutir durante un rato la tarifa que pensaba pedirles. Pero la conversación apenas duró un minuto. Uno de los hombres sacó un arma y le disparó a quemarropa. María Sandra cayó hacia atrás y durante los primeros instantes las putas que esperaban en la acera no supieron qué ocurría. Luego vieron un brazo que salía por la ventanilla y remataba a María Sandra que yacía en el suelo. Después la Suburban se puso en marcha y desapareció en dirección al centro de la ciudad. El caso lo llevó el judicial Ángel Fernández y luego se apuntó, por iniciativa propia, Epifanio Galindo. Nadie recordaba la matrícula de la Suburban.

La puta que había hablado con los desconocidos dijo que éstos le preguntaron por María Sandra. Hablaban de ella como si la conocieran de oídas, como si alguien se la hubiera mentado en los mejores términos. Eran tres y los tres querían hacer un número con ella. Sus rostros no los recordaba bien. Eran mexicanos, hablaban como sonorenses y parecían relajados, dispuestos a pasar una noche de juerga. Según uno de los confidentes de Epifanio Galindo, tres hombres aparecieron una hora después del asesinato de María Sandra en el bar Los Zancudos. Los tipos eran salidores y bebían vasos de mezcal como otros comen cacahuetes. En determinado momento uno de ellos sacó un arma de la cintura y apuntó al cielo raso, como si quisiera cargarse una araña. Nadie les dijo nada y el tipo volvió a guardar su arma. Según el confidente se trataba de una pistola Glock austriaca con cargador de quince tiros. Después se les unió una cuarta persona, un tipo flaco y alto vestido con camisa blanca, con el que estuvieron bebiendo un rato, y luego se marcharon a bordo de un Dodge rojo encarnado. Epifanio le preguntó a su oreja si no habían llegado en una Suburban. Éste le dijo que no lo sabía, sólo sabía que se habían marchado en un Dodge rojo encarnado. El calibre de las balas que acabaron con la vida de María Sandra era 7,65 mm. Browning. La Glock usaba balas de calibre 9 mm. Parabellum. Probablemente, pensó Epifanio, mataron a la pobrecita con una pistola-ametralladora Skorpion, de fabricación checa, un arma que a Epifanio no le gustaba pero algunos de cuyos modelos últimamente empezaban a verse bastante en Santa Teresa, especialmente entre los grupos pequeños que se dedicaban al narcotráfico o entre secuestradores llegados de Sinaloa.

La noticia apenas ocupó una columna interior en los periódicos de Santa Teresa y pocos medios del resto de la república se hicieron eco de ella. Ajuste de cuentas en la cárcel, decía el titular. Cuatro miembros de la banda los Caciques detenidos en espera de juicio por el asesinato de una adolescente fueron masacrados por algunos reclusos del penal de Santa Teresa. Sus cuerpos sin vida se encontraron amontonados en el cuarto donde se guardan los útiles de limpieza de la lavandería. Más tarde se hallaron los cadáveres de otros dos antiguos miembros de los Caciques en las dependencias sanitarias.

Miembros de la propia institución penitenciaria y de la policía investigaron el crimen, sin aclarar los motivos ni la identidad de los autores.

Cuando al mediodía lo fue a ver su abogada, Haas le dijo que había presenciado el asesinato de los Caciques. Estaba toda la crujía, dijo Haas. Los guardias miraban desde una especie de claraboya del piso superior. Sacaban fotos. Nadie hizo nada.

Los empalaron. Les destrozaron el ojete. ¿Son malas palabras?, dijo Haas. Chimal, el jefe, pedía a gritos que lo mataran. Le echaron agua cinco veces para que se despertara. Los verdugos se apartaban para que los guardias tomaran buenas fotos. Se apartaban y apartaban a los espectadores. Yo no estaba en la primera fila. Yo podía verlo todo porque soy alto. Raro: no se me revolvió el estómago. Raro, muy raro: vi la ejecución hasta el final. El verdugo parecía feliz. Se llama Ayala. Lo ayudó otro tipo, uno muy feo, que está en mi misma celda, se llama Farfán.

El amante de Farfán, un tal Gómez, también participó. No sé quiénes mataron a los Caciques que encontraron después en el baño, pero a estos cuatro los mataron Ayala, Farfán y Gómez, ayudados por otros seis que sujetaban a los Caciques. Tal vez fueron más. Quita seis y pon doce. Y todos los de la crujía que vimos el mitote y no hicimos nada. ¿Y tú crees, dijo la abogada, que afuera no lo saben? Ay, Klaus, qué ingenuo eres. Más bien soy tonto, dijo Haas. ¿Pero si lo saben por qué no lo dicen?

Porque la gente es discreta, Klaus, dijo la abogada. ¿Los periodistas también?, dijo Haas. Ésos son los más discretos de todos, dijo la abogada. En ellos la discreción equivale a dinero.

¿La discreción es dinero?, dijo Haas. Ahora lo vas entendiendo, dijo la abogada. ¿Sabes tú acaso por qué mataron a los Caciques?

No lo sé, dijo Haas, sólo sé que no estaban en un colchón de rosas. La abogada se rió. Por dinero, dijo. Esos bestias mataron a la hija de un hombre que tenía dinero. Lo demás sobra.

Puro blablablá, dijo la abogada.

A mediados de noviembre se encontró en el barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer muerta. Tenía múltiples fracturas en el cráneo, con pérdida de masa encefálica. Algunas marcas en el cuerpo indicaban que opuso resistencia. El cadáver fue hallado con los pantalones bajados hasta la rodilla, por lo que se supuso que había sido violado, aunque tras la realización del frotis vaginal se descartó esta hipótesis. Al cabo de cinco días se pudo identificar a la muerta. Su nombre era Luisa Cardona Pardo, de treintaicuatro años de edad, natural del estado de Sinaloa en donde ejerció la prostitución desde los diecisiete años.

Vivía en Santa Teresa desde hacía cuatro años y trabajaba en la maquiladora EMSA. Anteriormente trabajó de mesera y tuvo un puestito de flores en el centro. No figuraba en ninguna ficha policial de la ciudad. Vivía con una amiga en una casa modesta, pero con luz eléctrica y agua corriente, de la colonia La Preciada. Su amiga, trabajadora como ella en EMSA, contó a la policía que al principio Luisa hablaba de emigrar a los Estados Unidos y que incluso tuvo tratos con un pollero, pero finalmente decidió quedarse en la ciudad. La policía interrogó a algunos compañeros de trabajo y luego cerró el caso.

Tres días después del hallazgo del cadáver de Luisa Cardona se encontró en el mismo barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer. Los patrulleros Santiago Ordóñez y Olegario Cura encontraron el cadáver. ¿Qué hacían Ordóñez y Cura en aquel lugar? Curioseaban, según admitió Ordóñez. Más tarde dijo que estaban allí porque Cura había insistido en ir. La zona que tenían asignada para aquel día iba de la colonia El Cerezal a la colonia Las Cumbres, pero Lalo Cura le dijo que tenía ganas de ver el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Luisa Cardona y Ordóñez, que era quien conducía el coche, no opuso reparos. Estacionaron el patrullero en la parte alta del barranco y bajaron por una senda muy empinada. El barranco de Podestá no era muy grande. Las cintas de plástico que delimitaban la actuación de la policía científica aún estaban allí, enredadas entre las piedras de color amarillo o gris y los matorrales. Durante un rato, según Ordóñez, Lalo Cura estuvo haciendo cosas raras, como si midiera el terreno y la altura de las paredes, mirando hacia la parte alta del barranco y calculando el arco que tuvo que hacer el cuerpo de Laura Cardona mientras caía. Al cabo de un rato, cuando Ordóñez ya se aburría, Lalo Cura le dijo que el asesino o los asesinos tiraron el cadáver allí precisamente para que fuera encontrado lo antes posible. Al objetar Ordóñez que aquel lugar no era precisamente un sitio concurrido, Lalo Cura señaló hacia lo alto de una de las paredes del barranco. Ordóñez levantó la mirada y vio a tres niños, o tal vez un adolescente y dos niños, todos vestidos con pantalones cortos, que los observaban atentamente. Después Lalo Cura se puso a caminar hacia el sur del barranco y Ordóñez se quedó sentado sobre una roca, fumando y pensando que tal vez lo mejor hubiera sido entrar en el cuerpo de bomberos. Al cabo de un rato, cuando Lalo ya había desaparecido de su vista, oyó un silbido de su compañero y se dirigió en la misma dirección.

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