-->

2666

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу 2666, Bola?o Roberto-- . Жанр: Триллеры. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
2666
Название: 2666
Автор: Bola?o Roberto
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 398
Читать онлайн

2666 читать книгу онлайн

2666 - читать бесплатно онлайн , автор Bola?o Roberto

Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.

Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.

Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.

El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

Перейти на страницу:

Aquella noche, después de la rueda de prensa, Sergio González llamó al número que le había dado la abogada. Le contestó Haas. No supo qué decir. ¿Bueno?, dijo Haas. Tiene usted un teléfono, dijo Sergio González. ¿Con quién hablo?, dijo Haas. Soy uno de los periodistas que hoy estuvieron con usted.

El del DF, dijo Haas. Sí, dijo Sergio González. ¿Con quién esperaba hablar usted?, dijo Haas. Con su abogada, reconoció Sergio. Vaya, vaya, vaya, dijo Haas. Durante un instante ambos se quedaron en silencio. ¿Quiere que le cuente algo?, dijo Haas.

Aquí en la cárcel, los primeros días, yo tenía miedo. Pensaba que los otros presos, al verme, se abalanzarían sobre mí para vengar la muerte de todas esas niñas. Para mí, estar en la cárcel era exactamente igual que ser abandonado un sábado al mediodía en uno de esos barrios, la colonia Kino, la San Damián, la colonia Las Flores. Un linchamiento. Morir despellejado. ¿Me entiende? La turba escupiéndome y luego pateándome y luego despellejándome. Sin posibilidad de decir nada. Pero pronto me di cuenta de que en la cárcel nadie me iba a despellejar. Al menos no por lo que me acusaban. ¿Qué quiere decir eso?, me pregunté a mí mismo. ¿Que estos bueyes eran insensibles a los asesinatos? No. Aquí, quien más y quien menos, todos son sensibles a lo que ocurre fuera, como si dijéramos, a los latidos de la ciudad. ¿Qué pasaba, entonces? Se lo pregunté a un preso. Le pregunté qué pensaba de las mujeres muertas, de las muchachitas muertas. Me miró y me dijo que eran unas putas. ¿O sea, se merecían la muerte?, dije. No, dijo el preso. Se merecían ser cogidas cuantas veces tuviera uno ganas de cogerlas, pero no la muerte. Entonces le pregunté si creía que yo las había matado y el cabrón me dijo no, no, tú seguro que no, gringo, como si yo fuera un jodido gringo, que puede que lo sea en el fondo, aunque cada vez lo soy menos. ¿Qué pretende decirme?, dijo Sergio González. Que en la cárcel saben que yo soy inocente, dijo Haas. ¿Y cómo lo saben?, se preguntó Haas. Eso me costó un poco más averiguarlo. Es como un ruido que alguien oye en un sueño. El sueño, como todos los sueños que se sueñan en espacios cerrados, es contagioso. De pronto lo sueña uno y al cabo de un rato lo sueña la mitad de los reclusos. Pero el ruido que alguien ha oído no es parte del sueño sino de la realidad. El ruido pertenece a otro orden de cosas. ¿Me entiende? Alguien y luego todos han oído un ruido en un sueño, pero el ruido no se produjo en el sueño sino en la realidad, el ruido es real. ¿Me entiende? ¿Está claro para usted, señor periodista? Creo que sí, dijo Sergio González. Creo que lo estoy entendiendo. ¿Sí, sí, seguro que sí?, dijo Haas. Quiere usted decir que hay alguien en la cárcel que sabe fehacientemente que usted no pudo cometer los asesinatos, dijo Sergio. Exactamente, dijo Haas. ¿Y sabe usted quién es esa persona? Tengo algunas ideas, dijo Haas, pero necesito tiempo, lo que en mi caso resulta paradójico, ¿no le parece? ¿Por qué?, dijo Sergio. Pues porque aquí lo único que tengo en abundancia es tiempo. Pero yo necesito más tiempo aún, mucho más, dijo Haas. Después Sergio quiso preguntarle a Haas por su confesión, por la fecha del juicio, por el trato recibido por la policía, pero Haas le dijo que de eso hablarían en otro momento.

Esa misma noche el judicial José Márquez le confidenció al judicial Juan de Dios Martínez una conversación que había escuchado sin querer en una de las dependencias de la policía de Santa Teresa. Los que hablaban eran Pedro Negrete, el judicial Ortiz Rebolledo, el judicial Ángel Fernández y el guarura de Negrete, Epifanio Galindo, aunque a decir verdad Epifanio Galindo fue el único que no abrió la boca. El tema de conversación era la rueda de prensa que había dado el sospechoso Klaus Haas.

Para Ortiz Rebolledo la culpa era del alcaide. Seguramente Haas le había dado dinero. Ángel Fernández estaba de acuerdo. Pedro Negrete dijo que probablemente allí había algo más. Un peso extra para inclinar la voluntad del alcaide en una u otra dirección.

Entonces salió el nombre de Enrique Hernández. Yo creo que Enriquito Hernández convenció al alcaide, dijo Negrete.

Puede ser, dijo Ortiz Rebolledo. Hijo de la gran chingada, dijo Ángel Fernández. Y eso fue todo. Después José Márquez entró en la oficina donde estaban los otros, saludó, hizo ademán de quedarse pero Ortiz Rebolledo, con un gesto, le indicó que era mejor que se largara, y cuando salió el mismo Ortiz Rebolledo cerró la puerta con pestillo para no volver a ser molestados.

Enrique Hernández tenía treintaiséis años. Durante un tiempo trabajó para Pedro Rengifo y luego para Estanislao Campuzano. Había nacido en Cananea y cuando tuvo suficiente dinero se compró un rancho en las afueras, en donde criaba ganado vacuno, y una casa, la mejor que pudo hallar, en el centro de la ciudad, a pocos pasos de la plaza del mercado.

Todos sus hombres de confianza, además, eran naturales de Cananea. Se suponía que era el encargado de transportar la droga que llegaba por mar a Sonora, en algún punto entre Guaymas y Cabo Tepoca, con una flota de cinco camiones y tres Suburban. Su misión consistía en dejar los alijos a salvo en Santa Teresa, después otra persona se encargaba de transportarla a los Estados Unidos. Pero un día Enriquito Hernández entró en contacto con un salvadoreño que estaba metido en el negocio y que, como él, quería independizarse, y el salvadoreño lo puso en contacto con un colombiano, y de golpe Estanislao Campuzano se encontró sin encargado de transporte en México y con Enriquito convertido en competidor. El volumen de los negocios, de todas maneras, no era comparable. Por cada kilo que movía Enriquito, Campuzano movía veinte, pero el rencor no conoce diferencias de lonja, así que Campuzano, con paciencia y sin precipitarse, esperó su hora. Por supuesto, no le convenía entregar a Enriquito por motivos relacionados con el tráfico de drogas, sino sacarlo de circulación, de forma legal, y luego encargarse él, bajo cuerda, de recuperar la ruta. Cuando llegó el momento (un asunto de faldas en el que a Enriquito se le fue la mano y terminó matando a cuatro personas de una misma familia), Campuzano puso sobre aviso a la Procuraduría de Sonora, repartió dinero y pistas, y Enriquito acabó con sus huesos en la cárcel. Durante las dos primeras semanas no pasó nada, pero a la tercera semana cuatro pistoleros se presentaron en un almacén en las afueras de San Blas, en el norte del estado de Sinaloa, y tras matar a los dos vigilantes se llevaron un cargamento de cien kilos de coca. El almacén pertenecía a un campesino de Guaymas, en el sur del estado de Sonora, que llevaba muerto más de cinco años. Campuzano envió a investigar el asunto a uno de sus hombres de confianza, un tal Sergio Cansino (alias Sergio Carlos, alias Sergio Camargo, alias Sergio Carrizo), quien, tras preguntar en la gasolinera y en los alrededores del almacén, sólo sacó en claro que durante el robo más de una persona vio por allí una Suburban negra como las que usaban los hombres de Enriquito Hernández. Después Sergio buscó, por si acaso encontraba al propietario, en los ranchos de la zona, y en su búsqueda llegó hasta El Fuerte, pero allí nadie, ni los pocos rancheros que encontró, tenía dinero para comprarse un vehículo así. El dato no era tranquilizador, pero sólo era eso, pensó Estanislao Campuzano, un dato que necesitaba ser contrastado. La Suburban bien podía ser de un turista norteamericano perdido por aquellas polvaredas, o podía ser de un judicial que pasaba por allí, o de un alto funcionario de vacaciones con su familia. Poco después, mientras iba por la carretera de terracería de La Discordia a El Sasabe, en la frontera con Estados Unidos, le asaltaron un camión cargado con veinte kilos de coca a Estanislao Campuzano, matando al chofer y al acompañante, que iban desarmados, pues pensaban cruzar esa tarde a Arizona y nadie cruza armado al tiempo que transporta droga. O pasas con armas o con drogas, pero no con las dos cosas al mismo tiempo. De los hombres que iban en el camión nunca más se supo. De la droga, tampoco. El camión apareció dos meses después en una chatarrería de Hermosillo. Según Sergio Cansino el dueño de la chatarrería les había comprado el camión, en muy mal estado, además, a tres yonquis que eran delincuentes habituales y soplones de la policía de Hermosillo.

Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название