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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Los más discretos repartían droga. El patio tenía la forma de una V. La mitad del suelo era de cemento y la otra de tierra y estaba flanqueado por dos muros con torres de vigilancia de donde asomaban guardianes aburridos que fumaban marihuana.
En la parte estrecha de la V se apreciaban las ventanas de algunas celdas, con ropa tendida colgando de los barrotes. En la parte abierta, había una reja metálica de unos diez metros de altura, detrás de la cual se deslizaba un camino pavimentado que conducía a otras dependencias de la cárcel, y más allá había otra reja, menos alta, pero adornada con una crin de alambre de púas, que parecía surgida directamente del desierto. La primera vez que salió al patio, durante unos minutos, a Haas le pareció que estaba caminando por un parque de una ciudad extranjera donde nadie sabía quién era. Por un instante se sintió libre. Pero allí todos sabían todo, se dijo, y esperó pacientemente a que se le acercara el primer preso. Al cabo de una hora le ofrecieron drogas y cigarrillos, pero él sólo compró un refresco.
Mientras se lo tomaba, mirando el partido de básket, se le acercaron unos cuantos presos y le preguntaron si era cierto que él había matado a todas esas mujeres. Haas dijo que no.
Entonces los presos le preguntaron por su trabajo y si daba lana vender computadoras. Haas dijo que eso iba por rachas. Y que un empresario, a ciencia cierta, nunca lo sabía. O sea que tú eres un empresario, dijeron los presos. No, dijo Haas, soy un experto en informática que ha levantado su propio negocio. Lo dijo con tanta seriedad y convicción que algunos de los presos asintieron. Después Haas quiso saber qué hacían ellos afuera y la mayoría se puso a reír. Ahí no más, fue la única frase que entendió.
Él también se puso a reír e invitó a los cinco o seis que lo rodeaban a tomar unos refrescos.
La primera vez que fue a las duchas un tipo al que llamaban el Anillo lo quiso forzar. El tipo era grande pero comparado con Haas resultaba pequeño y por la cara que puso se veía que hacía aquello como si las circunstancias lo obligaran a interpretar aquel rol. Si de él hubiera dependido, decía su cara, se habría hecho una paja tranquilamente en su celda. Haas lo miró a la cara y le preguntó cómo era posible que un adulto se comportara así. El Anillo no entendió nada y se rió. Tenía la cara ancha y el rostro lampiño y su risa no era desagradable.
Los presos que estaban a su lado también se rieron. El amigo del Anillo, un preso más joven llamado el Guajolote, sacó un punzón de debajo de una toalla y le dijo que se callara el hocico y fuera con ellos a una esquina. ¿En una esquina?, dijo Haas. ¿En una chingada esquina? Dos de los amigos que había hecho Haas en el patio se pusieron detrás del Guajolote y le sujetaron los brazos. El rostro de Haas estaba escandalizado. El Anillo volvió a reírse y dijo que no era para tanto. ¿En una esquina no es para tanto?, gritó Haas. ¿En una esquina como los perros no es para tanto? Otro de los amigos de Haas se puso junto a la puerta y nadie pudo entrar ni salir de las duchas.
Que te haga una mamada, gringo, gritó uno de los presos. Que el pinche buey te haga un guagüis, gringo. Ahorita. Plánchalo.
Las voces de los presos subieron de volumen. Haas le arrebató el punzón al Guajolote y le dijo al Anillo que se pusiera a cuatro patas. Si no tiemblas, pendejo, nada te pasará. Si tiemblas o tienes miedo, vas a tener dos agujeros para cagar. El Anillo se quitó la toalla y se puso en el suelo a cuatro patas. No, ahí no, dijo Haas, bajo la ducha. El Anillo se levantó con un gesto de indiferencia y se puso debajo del agua. El pelo, ondulado y peinado hacia atrás, le cayó sobre los ojos. Disciplina, chingados, sólo pido un poco de disciplina y respeto, dijo Haas cuando a su vez entró en el pasillo de las duchas. Luego se arrodilló detrás del Anillo, le susurró a éste que se abriera bien de piernas, y le introdujo lentamente el punzón hasta el mango. Algunos pudieron ver que cada cierto tiempo el Anillo sofocaba un gritito.
Otros pudieron ver que del culo del Anillo caían gotas de sangre muy oscura que el agua deshacía en segundos.
Los amigos de Haas se llamaban el Tormenta, el Tequila y el Tutanramón. El Tormenta tenía veintidós años y estaba cumpliendo condena por haber matado a un guarura de un narco que se quería beneficiar a su hermana. En la cárcel lo habían intentado matar dos veces. El Tequila tenía treinta años y tenía los anticuerpos del sida, aunque muy pocos lo sabían puesto que aún no había desarrollado la enfermedad. El Tutanramón tenía dieciocho años y su mote venía de una película. Su nombre auténtico era Ramón, pero había ido a ver más de tres veces La venganza de la momia, que era su película favorita, y sus amigos, o tal vez él mismo, como creía Haas, lo bautizaron con el nombre de Tutanramón. Haas los contentaba comprándoles latas de conserva y drogas. Ellos le hacían recados o le servían de guardaespaldas. A veces Haas los escuchaba hablar de sus cosas, de sus negocios, de su vida familiar, de lo que más deseaban y de lo que más temían, y no entendía nada. Parecían extraterrestres.
Otras veces era Haas el que hablaba y sus tres amigos escuchaban sumidos en un silencio conmovedor. Haas hablaba de contención, de autoesfuerzo, de autoayuda, el destino de los individuos está en manos de cada individuo, un hombre podía llegar a ser Lee Giacoca si se lo proponía. Ellos no tenían idea de quién era Lee Giacoca. Suponían que se trataba de un jefe de la mafia. Pero no preguntaban nada por temor a que Haas perdiera el hilo.
Cuando Haas fue trasladado a la crujía con los demás presos, el narcotraficante se le acercó para despedirse, un detalle que Haas agradeció emocionado. Si tienes algún problema, avísame, le dijo, pero sólo si tienes un problema gordo, no me molestes por chingaderas. Procuro no molestar, dijo Haas. Ya me he dado cuenta, dijo el narcotraficante. En la visita del día siguiente, su abogada le preguntó si quería que iniciara las diligencias para que lo volvieran a poner en la celda individual.
Haas le dijo que ya estaba bien así, que tarde o temprano iba a tener que dejar aquella celda y que más valía aceptar lo antes posible la realidad. ¿Qué puedo hacer por ti?, le dijo su abogada.
Tráeme un teléfono celular, le dijo Haas. No es fácil que te dejen tener un teléfono en la cárcel, le dijo su abogada. Es fácil, es fácil, dijo Haas. Tráemelo.
Una semana más tarde le pidió a su abogada otro celular, y poco después otro. El primero se lo vendió a un tipo que cumplía condena por la muerte de tres personas. Era un tipo común y corriente, más bien chaparro, al que regularmente le mandaban dinero de afuera, probablemente para que mantuviera la boca cerrada. Haas le dijo que la mejor manera de controlar los negocios era mediante un celular y el tipo pagó tres veces lo que le había costado el teléfono. El otro se lo vendió a un carnicero que había matado a uno de sus empleados, un adolescente de quince años, con un cuchillo de destazar bestias.
Cuando al carnicero le preguntaban, medio en broma, por qué había matado al muchacho, contestaba que por ladrón y por abusar de su confianza. Los reclusos entonces se reían y le preguntaban si no había sido, más bien, por no dejarse encular. El carnicero entonces agachaba la cabeza y negaba varias veces, con obstinación, pero de sus labios no salía ni una sola palabra en contra de aquel infundio. Desde la cárcel quería seguir manejando sus dos carnicerías pues pensaba que su hermana, que ahora estaba al frente de los negocios, le robaba. Haas le vendió el teléfono y le enseñó a utilizar la agenda y a mandar mensajes.
Le cobró cinco veces el valor original del aparato.
Haas compartía la celda con otros cinco reclusos. El que mandaba era un tipo llamado Farfán. Tenía cerca de cuarenta años y Haas nunca había visto un hombre más feo. El pelo le crecía desde la mitad de la frente, tenía ojos de ave rapaz puestos como al azar en medio de una cara de filiación porcina. Era panzudo y olía mal. Tenía un bigote ralo, que crecía de forma despareja y al que se le solían adherir restos minúsculos de comida.
