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Fan Club
Название: Fan Club
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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Fan Club - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

Sharon Fields, estrella de cine, es una mujer cuyo ?xito parece irresistible a todo el mundo. Existe un silecioso grupo masculino de fans que est? planeando raptarla. Su meta retorcida, sus aspiraciones, son satisfacer sus m?s oscuros deseos y frustraciones con ella. Sharon, a quien la vida sonre?a, se ve secuestrada, atada, humillada y, lejos de rendirse, planea su propia escapada. Uno por uno engatusa a los secuestradores para salir sana y salva de su prisi?n.

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Contemplando a los bañistas y nadadores se preguntó qué pensarían aquellos muchachos si supieran la verdad acerca de aquel conductor de camioneta aparentemente normal, si supieran lo que había hecho y lo que estaba haciendo y sí supieran que pronto nadaría en la abundancia.

Esta era la explicación de su inquietud, claro.

El hecho de que hubiera tanto dinero esperándole, el sueño de toda una vida esperándole en un aislado lugar de una carretera poco transitada, y de que él todavía no hubiera llegado para poder recogerlo, acariciarlo y poseerlo.

Estaba nervioso porque ardía en deseos de hacerse con la recompensa y porque ansiaba apoderarse de ella antes de que lo hiciera accidentalmente alguna otra persona.

¿Y si algún estúpido muchacho amante de la naturaleza o algún "boy scout" o quien fuera encontraba las maletas antes de que él llegara, las abría y las entregaba a la policía? Santo cielo.

Pisó el acelerador, pero pronto dejó de hacerlo porque el tráfico se estaba intensificando.

Aminoró la marcha. Estando ya tan cerca, no era oportuno cometer imprudencias.

Apartó brevemente los ojos del parabrisas y los posó en la escopeta de calibre 10 que había en el asiento de al lado.

Su coartada por si casualmente encontrara a alguien.

Iba adecuadamente vestido con una camisa deportiva y unos ligeros pantalones caqui y, con la escopeta bajo el brazo, pronto se parecería a un cazador cualquiera.

Estaba al corriente de las temporadas de caza y sabía que la temporada estaba abierta en julio y todo el año en lo concerniente a la caza de conejos y ardillas en el caso de que ésta tuviera lugar en la propia finca o en la de un amigo.

Sabía que cerca de la Fortress Rock aún había bastante terreno de propiedad particular -en cierta ocasión había estado a punto de comprar una parcela en calidad de inversión, pero le había faltado la suficiente garantía para el préstamo-y, si alguien le detenía o le hacía alguna pregunta, bastaría con que dijera que se estaba dirigiendo al rancho de un amigo para dedicarse un poco a la caza menor.

El reloj del tablero de instrumentos de la camioneta no funcionaba.

Yost apartó el brazo del volante para ver la hora en su reloj. Por culpa del maldito tráfico ya llevaba casi una hora de retraso.

Su intención había sido la de llegar al lugar poco después de que Zigman depositara el dinero.

Ahora llegaría por lo menos con una hora y media de retraso. No importaba. Mejor tarde que nunca.

Procuró imaginarse el futuro. Se imaginó que ya había recogido las dos maletas.

Había regresado a las Gavilán Hills y al escondite. El dinero se había repartido a partes iguales. Estaban a última hora de la tarde.

Le atarían a Sharon las muñecas, le cubrirían los ojos con una venda, le cubrirían la boca con un esparadrapo y le administrarían una inyección ligera para dejarla inconsciente por espacio de cosa de una hora.

La ocultarían en la parte de atrás de la camioneta y se despedirían del escondite, de las montañas y de Arlington.

Regresarían a la ciudad, después se dirigirían al Laurel Canyon, subirían hasta el cruce con la calle Mulholland y girarían.

En un lugar aislado que él conocía, la desatarían apresuradamente y la abandonarían.

Ella estaría medio adormilada, pero consciente, y para cuando hubiera logrado quitarse la venda de los ojos y el esparadrapo, se orientara un poco y se dirigiera a la casa más próxima para efectuar la llamada, ellos cuatro ya estarían muy lejos.

A las diez o las once de esta noche ya habría regresado a casa junto a Elinor y los niños. Y con un cuarto de millón de dólares en el bolsillo.

Tendría que guardarlo en algún sitio hasta que se sacara de la manga alguna falsa inversión, capaz de justificar su repentina riqueza.

Esta noche ya habría regresado sano y salvo junto a su familia y todos podrían vivir el resto de sus días sin preocupaciones. Pero entonces lo recordó.

Esta noche tal vez no, maldita sea. Se había olvidado del peligroso asunto de Brunner, del hecho de que Sharon conociera el nombre de Brunner y Shively quisiera liquidar a Sharon, y del compromiso a que habían llegado en el sentido de que Sharon no sufriría el menor daño siempre y cuando Brunner abandonara la ciudad durante algún tiempo.

Ello significaba que no podría regresar a casa hasta mañana. Bueno, qué demonios, toda una vida de seguridad personal bien valía el precio de veinticuatro horas de retraso.

Después empezó a pensar en algo desagradable. Shively. El tejano se había avenido finalmente a una solución de compromiso a propósito del destino de Sharon.

Pero Shively era muy voluble. Tal vez esta noche o mañana llegara a la conclusión de que no bastaba con que Brunner se alejara de Los Angeles durante uno o dos años. Que su supervivencia sólo podía garantizarse eliminando a Sharon.

Y eso, pensó Yost, no iba a permitirlo. En su vida no todo estaba muy claro. Había estafado un poco. Había mentido y engañado un poco en su trabajo. ¿Quién no lo hacía? últimamente se había visto mezclado en un asunto, de secuestro y violación, si bien, qué demonios, ella había accedido en cierto modo a colaborar voluntariamente con ellos.

En cuanto al dinero del rescate, Sharon ni siquiera lo echaría en falta. Todo eso había estado muy mal, se dijo Yost, pero de aquí no pasaría.

No participaría ni sería cómplice de un asesinato. Tal vez no se llegara a este extremo pero caso de que ello ocurriera o de que Shively se pusiera pesado, bueno, tendría que recordarle a Shively que no era el único que poseía un arma.

Nada mejor que una buena escopeta de caza para mantener el orden y promover la moderación.

Vio por el rabillo del ojo a una bronceada belleza californiana de cabello negro vestida con un traje de baño color rojo de dos piezas de pie junto a la cuneta.

Labios fruncidos. Cuerpo esbelto, jugoso busto en sazón. Ombligo hundido. Encantador montículo entre las piernas.

De pie junto a la cuneta esperando cruzar la carretera para bajar a la playa o tal vez que alguien la recogiera para divertirse un poco.

Nena, nena, hubiera querido decirle, espera a Howie que volverá en seguida y, cuando vuelva, será un cuarto de millonario. Nena, vas a querer mucho a Howie.

En aquellos momentos él ya estaba queriendo a Howie, al acaudalado Howie que tanto se iba a divertir. Pisó el acelerador.

Fortress Rock y veinte pasos, allá voy.

A la entrada de la vasta propiedad de Sharon Fields, sentado al volante de un vehículo negro de patrulla, el sargento López jugueteaba nerviosamente con la radio del automóvil, que le podía poner en contacto con el centro de comunicación del Departamento de Policía de Los Angeles y con el recientemente instalado teleimpresor capaz de recibir inmediatamente datos computadorizados desde el Centro Nacional de Información del Crimen de Washington, D. C.

Aunque se encontraba estacionado a la sombra, el sargento López se estaba achicharrando de calor y no apartaba la vista de la ornamentada puerta de estilo español a la espera de que desde dentro se le ordenara algo que pusiera en marcha la paralizada operación.

En el salón de Sharon Fields, donde el criado Patrick O’Donnell había colocado un semicírculo de sillas bajo la araña de cristal, la presión estaba empezando a aflorar al rostro de todos y cada uno de los participantes en aquella reunión de estrategia.

Sentada en el centro se encontraba una pálida, agotada y nerviosa Nellie Wright.

A uno de sus lados, cruzando y descruzando constantemente las piernas y sin dejar de fumar, se encontraba Félix Zigman.

Al otro lado, con un cuaderno de notas amarillo apoyado sobre las rodillas, se hallaba acomodado el sargento Neuman, que ya había dejado de tomar notas.

Detrás de Neuman, con las manos apoyadas en el respaldo de la silla de éste, se encontraba de pie el teniente Trigg sin dejar de fruncir el ceño.

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