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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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En la oscuridad del callejón vio la silueta inconfundible de Isabelita. Cualquier otro hubiera seguido caminando hasta su casa, pero ella vio cómo la Vaca se detuvo y se quedaba quieta.
Escuchaba. En ese momento los gritos no eran muy fuertes, pero al cabo de unos minutos el diapasón de éstos volvió a subir, y durante todo ese tiempo, le sonrió la vieja arrugada al policía, la Vaca había permanecido inmóvil, a la espera, como quien va caminando por una calle cualquiera y de pronto oye su canción favorita, la canción más triste del mundo que sale de una ventana. Y la ventana ya está identificada. Lo que sucedió entonces es difícil de creer. La Vaca entró en la casa y cuando volvió a salir traía al hombre cogido de los pelos. Lo vi yo, dijo la vieja, pero posiblemente lo vieron todos, sólo que nadie dijo nada, por vergüenza, supongo. Pegaba como un hombre y si la mujer del borracho no sale de la casa y le pide por el amor de Dios que no lo siguiera golpeando, la Vaca sin duda lo habría matado. Otra vecina atestiguó que era una mujer violenta, que volvía tarde a casa, la mayor parte de las veces bebida, y que luego no se le veía la nariz hasta pasadas las cinco de la tarde.
Epifanio no tardó en establecer una conexión entre la Vaca y dos tipos que últimamente la visitaban, uno de ellos apodado el Mariachi y el otro apodado el Cuervo, quienes muchas veces se quedaban a dormir o iban a buscarla cada día, y otras veces desaparecían como si nunca hubieran existido. Los amigos de la Vaca probablemente eran músicos, no sólo por el alias del primero, sino porque en alguna ocasión los vieron pasar por el callejón con sendas guitarras. Mientras Epifanio empezó a moverse por el centro de Santa Teresa y por la Madero-Norte, en los locales donde se ofrecía música en directo, el judicial Juan de Dios Martínez siguió investigando en el callejón de Las Ánimas.
Las conclusiones que sacó fueron éstas. 1: la Vaca era una buena persona, según la opinión mayoritaria de las mujeres.
2: la Vaca no trabajaba, pero nunca le faltó el dinero. 3: la Vaca podía ser extremadamente violenta y tenía una idea formada, rudimentaria pero idea al fin y al cabo, de lo que estaba bien hecho y de lo que no. 4: alguien le pasaba dinero a la Vaca a cambio de algo. Cuatro días después detuvieron al Mariachi y al Cuervo, que resultaron ser los músicos Gustavo Domínguez y Renato Hernández Saldaña, respectivamente, y tras ser interrogados en la comisaría n.o 3 los dos se declararon autores del asesinato del callejón de Las Ánimas. El detonante del crimen fue, de hecho, una película que la Vaca quería ver y que sus amigos, con sus risotadas, pues ya los tres estaban bastante borrachos, no le dejaban. La Vaca había empezado todo, golpeando con la mano cerrada al Mariachi. El Cuervo, al principio, no quiso inmiscuirse en la pelea, pero cuando vio que la Vaca la emprendía contra él se tuvo que defender. La pelea fue larga y limpia, dijo el Mariachi. La Vaca les había pedido que salieran a la calle para no perjudicar los muebles de la casa y ellos la obedecieron. Ya en la calle la Vaca les advirtió que la pelea iba a ser limpia, sólo con los puños, y ellos accedieron a que así fuera, aunque sabían de la fuerza de su amiga, que no por nada pesaba casi ochenta kilos. Pero no de gordura sino de músculos, dijo el Cuervo. En la calle, en la oscuridad, empezaron a darse en la madre. Estuvieron así cerca de media hora, dando y recibiendo, sin descansar ni un minuto. Cuando la pelea terminó el Mariachi tenía la nariz rota y sangraba de las dos cejas y el Cuervo se dolía de una costilla dizque rota. La Vaca estaba tirada en el suelo. Sólo al intentar jalarla se dieron cuenta de que estaba muerta. El caso se cerró.
Poco después, sin embargo, el judicial Juan de Dios Martínez fue a visitar a los músicos a la penitenciaría de Santa Teresa.
Les llevó cigarrillos y un par de revistas y les preguntó cómo les iba. No nos podemos quejar, jefe, dijo el Mariachi. El judicial les dijo que él tenía algunas amistades en el tambo y que si ellos querían él podía ayudarlos. ¿Y nosotros qué le tenemos que dar a cambio?, dijo el Mariachi. Sólo una información, dijo el judicial.
¿Y qué información es ésa? Muy sencilla. Ustedes eran amigos de la Vaca, amigos íntimos. Yo les hago unas preguntas, ustedes me contestan y eso es todo. Empiece con las preguntitas, dijo el Mariachi. ¿Se acostaban con la Vaca? No, dijo el Mariachi. ¿Y tú? Yo menos, dijo el Cuervo. Ah, caray, dijo el judicial. ¿Y cómo es eso? A la Vaca no le gustaban los machos, ya bastante macha era ella, dijo el Mariachi. ¿Saben su nombre completo?, dijo el judicial. Ni idea, dijo el Mariachi, nosotros le decíamos Vaca y ya está. Ah, caray, qué amigos más íntimos, dijo el judicial. Ésa es la mera verdad, jefe, dijo el Mariachi.
¿Y saben de dónde sacaba el dinero?, dijo el judicial. Eso mero le preguntamos nosotros, jefe, dijo el Cuervo, a ver si por ahí nos sacábamos unos pesos extra, pero la Vaca de eso no habló nunca.
¿Y no tenía ninguna amistad, quiero decir aparte de ustedes y de las rucas del callejón?, dijo el judicial. Pues sí, una vez que íbamos en mi carro me señaló a una amiga, dijo el Mariachi, una chamaquita que trabajaba en una cafetería del centro, nada del otro mundo, más bien flaquita, pero la Vaca me la mostró y me preguntó si había visto alguna vez una mujer tan bonita. Yo le dije que no, para que no le entraran las cóleras, pero en realidad no era nada del otro mundo. ¿Cómo se llama?, dijo el judicial.
No me dijo su nombre, dijo el Mariachi, tampoco me la presentó.
Durante los días en que la policía trabajaba en esclarecer el asesinato de la Vaca Harry Magaña encontró la casa donde vivía Miguel Montes. Un sábado por la tarde se puso a vigilar la casa y al cabo de dos horas, cansado de esperar, forzó la cerradura y entró. La casa sólo tenía una habitación y una cocina y un baño. En las paredes vio fotos de actores y actrices de Hollywood. En un estante, enmarcadas, había dos fotos del propio Miguel, sin duda un muchacho con cara de buena persona, agraciado, de esos que gustan a las mujeres. Revisó todos los cajones. En uno encontró un talonario de cheques y una navaja. Al levantar el colchón de la cama encontró unas revistas y unas cartas. Hojeó todas las revistas. En la cocina, debajo de una alacena, halló un sobre con cuatro fotos tomadas con una cámara Polaroid. En una se veía una casa en medio del desierto, una casa de adobes de apariencia humilde, con un pequeño porche y dos ventanas diminutas. Junto a la casa estaba estacionada una furgoneta con tracción en las cuatro ruedas. En la otra se veía a dos chicas abrazadas por los hombros, con las cabezas ladeadas a la izquierda, que miraban a la cámara con un gesto similar de pasmosa seguridad, como si acabaran de llegar a este planeta o como si ya tuvieran las maletas hechas para irse. Esta foto estaba tomada en una calle con mucha gente, que bien podía ser una de las del centro de Santa Teresa. En la tercera foto se veía una avioneta a un lado de una pista de aterrizaje de tierra, en el desierto. Detrás de la avioneta aparecía un cerro. El resto era plano, sólo arena y matojos. En la última se veía a dos tipos que no miraban a la cámara y que probablemente estaban borrachos o drogados, vestidos con camisas blancas, uno de ellos con un sombrero, que se daban la mano como si fueran grandes amigos. Buscó la cámara Polaroid por todas partes, pero no la halló. Se guardó las fotos, las cartas y la navaja en un bolsillo y tras registrar una vez más la casa se sentó en una silla y se dispuso a esperar. Miguel Montes no volvió esa noche ni la noche siguiente. Pensó que tal vez había tenido que largarse apresuradamente o que tal vez ya estuviera muerto.
Se sintió abatido. Por suerte para él, desde que conociera a Demetrio Águila no se alojaba en una pensión ni en un hotel ni se pasaba las noches insomne recorriendo garitos y bebiendo, sino que se retiraba a dormir a la casa de la calle Luciérnaga, en la colonia Rubén Darío, propiedad de su amigo, quien le había dado una llave. La casita, contra lo que uno podía esperarse, siempre estaba limpia, pero su limpieza, su decoro, carecía de cualquier marca femenina: era una limpieza estoica, carente de gracia, como la limpieza que exhiben las celdas de una cárcel o las de un monasterio, una limpieza que caminaba hacia la carencia, no hacia la abundancia. A veces, al volver, encontraba a Demetrio Águila preparándose un café de olla en la cocina y ambos se sentaban en la sala y se ponían a hablar. Conversar con el mexicano lo calmaba. El mexicano hablaba de la época en que había sido vaquero en el rancho Triple T y de las diez maneras que existían de embridar un potro salvaje. En ocasiones Harry le preguntaba por qué no se iba con él a Arizona y el mexicano le contestaba que era lo mismo, Arizona, Sonora, Nuevo México, Chihuahua, todo es lo mismo, y Harry se quedaba pensando y al final no podía aceptar que fuera igual, pero le daba tristeza contradecir a Demetrio Águila, y no lo hacía.