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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Dos semanas después, en mayo de 1994, fue secuestrada Mónica Durán Reyes a la salida de la escuela Diego Rivera, en la colonia Lomas del Toro. Tenía doce años y era un poco atolondrada pero muy buena alumna. Aquél era su primer curso en la secundaria. Tanto la madre como el padre trabajaban en la maquiladora Maderas de México, dedicada a la construcción de muebles de tipo colonial y rústico que se exportaban a los Estados Unidos y Canadá. Tenía una hermana más pequeña, que estudiaba, y dos hermanos mayores, una muchacha de dieciséis, que trabajaba en una maquiladora dedicada al cableado, y un muchacho de quince que trabajaba junto a sus padres en Maderas de México. Su cuerpo apareció dos días después del secuestro, a un lado de la carretera Santa Teresa-Pueblo Azul.
Estaba vestida y a un lado tenía la cartera con los libros y cuadernos. Según el examen patológico había sido violada y estrangulada.
En la investigación posterior algunas amigas dijeron haber visto subir a Mónica a un coche negro, con las ventanas ahumadas, tal vez un Peregrino o un MasterRoad o un Silencioso. No daba la impresión de estar siendo forzada. Tuvo tiempo para gritar, pero no gritó. Incluso, al divisar a una de sus amigas, se despidió de ella haciéndole una señal con la mano. No parecía asustada.
En la misma colonia Lomas del Toro, un mes más tarde, encontraron el cadáver de Rebeca Fernández de Hoyos, de treintaitrés años, morena, de pelo largo hasta la cintura, que trabajaba de mesera en el bar El Catrín, sito en la calle Xalapa, en la vecina colonia Rubén Darío, y que antes había sido obrera de las maquiladoras Holmes amp;West y Aiwo, de donde había sido despedida por querer organizar un sindicato. Rebeca Fernández de Hoyos era natural de Oaxaca, aunque ya llevaba más de diez años viviendo en el norte de Sonora. Antes, a los dieciocho, había estado en Tijuana, donde figura en un registro de prostitutas, y también intentó sin éxito la vida en los Estados Unidos, de donde la migra la devolvió a México en cuatro ocasiones.
Su cadáver lo descubrió una amiga que tenía llave de la casa y a quien le extrañó que Rebeca no hubiera ido a trabajar a El Catrín, pues, tal como declaró posteriormente, la occisa era una mujer responsable y sólo faltaba al trabajo si estaba muy enferma. La casa, según su amiga, permanecía igual que siempre, es decir no descubrió al principio ninguna señal que le indicara lo que posteriormente encontraría. Era una casa pequeña, compuesta por una sala, una habitación, una cocina y un baño. Cuando entró en este último descubrió el cadáver de su amiga, que yacía en el suelo, como si se hubiera caído y dado un fuerte golpe en la cabeza, aunque sin que ésta llegara a sangrar.
Sólo al intentar reanimarla, pasándole agua por la cara, se dio cuenta de que Rebeca estaba muerta. Telefoneó a la policía y a la Cruz Roja desde un teléfono público y luego volvió a la casa, trasladó el cadáver de su amiga hasta la cama, se sentó en uno de los dos sillones de la sala y se puso a ver un programa de televisión mientras esperaba. Mucho antes que la policía llegó la Cruz Roja. Eran dos hombres, uno muy joven, de menos de veinte, y el otro de unos cuarentaicinco, que parecía el padre del primero y que fue quien le dijo que no había nada que hacer.
Rebeca estaba muerta. Después le preguntó dónde había encontrado el cadáver y ella le dijo que en el baño. Pues lo volveremos a poner en el baño, no vaya a meterse usted en un lío con la tirana, dijo el hombre, mientras con un gesto le indicaba al muchacho que cogiera a la muerta por los pies mientras él la sujetaba por los hombros y de esta manera la devolvían al escenario natural de su muerte. Después el camillero le preguntó en qué posición la había encontrado, si sentada en la taza del wáter, si apoyada en ésta, si en el suelo, si acurrucada en un rincón.
Ella apagó entonces la tele y se acercó a la puerta del baño y dio instrucciones hasta que los dos hombres dejaron a Rebeca tal cual ella la había hallado. Los tres la miraron desde la puerta.
Rebeca parecía estar hundiéndose en un mar de baldosas blancas. Cuando se cansaron o se marearon de esta visión los tres tomaron asiento, ella en el sillón y los camilleros junto a la mesa, y se pusieron a fumar unos cigarrillos rijosos que el camillero sacó de un bolsillo trasero de su pantalón. Usted debe de estar acostumbrado, dijo ella de forma más o menos incoherente.
Depende, dijo el camillero, que no sabía si ella se refería al tabaco o a levantar muertos y heridos cada día. A la mañana siguiente el forense escribió en su informe que la causa de la muerte había sido estrangulamiento. La fallecida había tenido relaciones sexuales en las horas previas a su asesinato, aunque el forense no se atrevió a certificar si había sido violada o no. Más bien no, dijo al serle exigida una opinión concluyente. La policía intentó detener a su amante, un sujeto llamado Pedro Pérez Ochoa, pero cuando por fin dieron con su casa, una semana después, el sujeto en cuestión ya hacía días que se había marchado.
La casa de Pedro Pérez Ochoa estaba al final de la calle Sayuca, en la colonia Las Flores, y consistía en una casucha hecha, no sin cierta maña, de adobes y elementos de desechos, con sitio para un colchón y una mesa, a pocos metros de donde pasaba el desagüe de la maquiladora EastWest, en la que había trabajado. Los vecinos lo describieron como un hombre formal y en general bien aseado, de lo que se deduce que se duchaba en casa de Rebeca al menos en los últimos meses. Nadie supo decir de dónde era, por lo que no se envió orden de detención preventiva a ningún lugar. En la EastWest su ficha de trabajador se había perdido, lo que no era algo inusual en las maquiladoras, en donde el trasiego de trabajadores era incesante. En el interior de la casucha encontraron varias revistas deportivas, una biografía de Flores Magón, algunas sudaderas, un par de sandalias, dos pares de pantalones cortos y tres fotografías de boxeadores mexicanos, recortadas de una revista y pegadas a la pared donde se arrimaba el colchón, como si Pérez Ochoa, antes de quedarse dormido, hubiera querido grabarse en la retina los rostros y las poses combativas de aquellos campeones.
En julio de 1994 no murió ninguna mujer pero apareció un hombre haciendo preguntas. Llegaba los sábados a mediodía y se marchaba los domingos por la noche o durante la madrugada del lunes. El tipo era de mediana estatura y tenía el pelo negro y los ojos marrones y vestía como vaquero. Empezó dando vueltas, como si tomara medidas, por la plaza principal, pero luego se hizo asiduo de algunas discotecas, en especial de El Pelícano y también del Domino’s. Nunca preguntaba nada directamente. Parecía mexicano, pero hablaba un español con acento gringo, sin demasiado vocabulario, y no entendía los albures aunque al verle los ojos la gente se cuidaba mucho de alburearle.
Decía llamarse Harry Magaña, al menos así escribía su nombre, pero él lo pronunciaba Magana, de tal forma que al oírlo uno entendía Macgana, como si el pinche culero mamón de su propia verga fuera hijo de escoceses. La segunda vez que apareció por el Domino’s preguntó por un tal Miguel o Manuel, un tipo joven, de unos veintipocos años, de una estatura como ésta, de una complexión física como aquélla, un tipo simpático y con cara de buena persona ese tal Miguel o Manuel, pero nadie le supo o le quiso dar una información. Una noche se hizo amigo de uno de los barman de la discoteca y cuando éste salió de trabajar Harry Magaña lo estaba esperando afuera, sentado en su coche. Al día siguiente el barman no pudo ir a trabajar, dizque porque había tenido un accidente.
Cuando al cabo de cuatro días volvió al Domino’s con la cara llena de morados y cicatrices fue el asombro de todos, le faltaban tres dientes, y si se levantaba la camisa para que lo vieran uno podía apreciar un sinfín de cardenales de los colores más vivos tanto en la espalda como en el pecho. Los testículos no los enseñó, pero en el izquierdo aún le quedaba la marca de un cigarrillo.