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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Por supuesto, le preguntaron qué clase de accidente había tenido y su respuesta fue que la noche de autos había bebido hasta tarde, en compañía de Harry Magaña, precisamente, y que al separarse del gringo y dirigirse rumbo a su domicilio en la calle Tres Vírgenes un grupo de unos cinco gandallas lo había asaltado y propinado tan descomunal madriza. El fin de semana siguiente a Harry Magaña no se le vio por el Domino’s ni por El Pelícano, sino que visitó un local de putas llamado Asuntos Internos, en la avenida Madero Norte, en donde se estuvo un rato bebiendo jaiboles y luego se aposentó en una mesa de billar en donde estuvo jugando con un tipo llamado Demetrio Águila, un grandote de un metro noventa y más de ciento diez kilos de peso, del que se hizo amigo, pues el grandote había vivido en Arizona y en Nuevo México, dedicado siempre a labores de campo, es decir a cuidar ganado, y luego había vuelto a México porque no quería morir lejos de su familia, dijo, aunque después admitió que familia, lo que se dice familia, la mera verdad es que no tenía o tenía muy poca, una hermana que ya debía de andar por los sesenta años y una sobrina que no se había casado nunca y que vivían en Cananea, de donde él también era, pero Cananea se le hacía pequeña, asfixiante, retechica, y a veces necesitaba venir a la gran ciudad que no dormía nunca, y cuando eso pasaba se montaba en su camioneta, sin decirle nada a nadie, o diciéndole a su hermana ahí nos vemos, y se internaba, a la hora que fuera, por la carretera CananeaSanta Teresa, que era una de las carreteras más bonitas que él había visto en su vida, sobre todo de noche, y conducía sin parar hasta Santa Teresa, en donde tenía una casita de lo más cómoda en la calle Luciérnaga, en la colonia Rubén Darío, que pongo a su disposición, amigo Harry, una de las pocas casas viejas que quedaban después de tanto cambio y de tantos programas de reurbanización como se habían llevado a cabo, la mayor parte de las veces mal. Demetrio Águila debía de tener unos sesentaicinco años y a Harry Magaña le pareció una buena persona. A veces se iba a un cuarto con una puta, pero la mayor parte del tiempo prefería beber y mirar. Le preguntó si conocía a una muchacha llamada Elsa Fuentes. Demetrio Águila quiso saber cómo era. Alta como así, dijo Harry Magaña poniendo la mano vertical a un metro sesenta. Pelo rubio teñido.
Bonita. Buenas tetas. La conozco, dijo Demetrio Águila, Elsita, sí, una muchachita muy simpática. ¿Está aquí?, quiso saber Harry Magaña. Demetrio Águila contestó que hacía un rato la había visto en el bailadero. Quiero que me la señale, señor Demetrio, dijo Harry, ¿lo podrá hacer? Faltaría más, amigo. Mientras subían las escaleras hacia la discoteca, Demetrio Águila quiso saber si tenía alguna cuenta pendiente con ella. Harry Magaña negó con la cabeza. Sentada a una mesa, junto a otras dos putas y tres clientes, Elsa Fuentes se reía de algo que una de sus compañeras le había dicho al oído. Harry Magaña apoyó una de sus manos en la mesa y la otra en el cinturón, por la espalda.
Le dijo que se levantara. La puta dejó de reír y levantó la cara para mirarlo bien. Los clientes iban a decir algo pero cuando vieron que detrás de Harry estaba Demetrio Águila optaron por encogerse de hombros. ¿Dónde podemos hablar? Vamos a una habitación, le dijo Elsa en el oído. Cuando subían las escaleras Harry Magaña se detuvo y le dijo a Demetrio Águila que no era necesario que lo acompañara. Pues ni modo, dijo éste y volvió a bajar. En la habitación de Elsa Fuentes todo era rojo, las paredes, el cobertor, las sábanas, la almohada, la lámpara, las bombillas, incluso la mitad de las baldosas. Por la ventana se observaba el bullicio de la Madero-Norte a aquellas horas, llena de coches que circulaban a vuelta de rueda y de gente que desbordaba las aceras, entre los puestos ambulantes de comida y de zumos y los restaurantes baratos que rivalizaban en los precios de los menús exhibidos en grandes pizarras negras que constantemente eran reactualizadas. Cuando Harry Magaña volvió a mirar a Elsa ésta se había quitado la blusa y el sostén.
Pensó que, en efecto, tenía las tetas grandes, pero que aquella noche no le haría el amor. No te desnudes, dijo. La muchacha se sentó en la cama y cruzó las piernas. ¿Tienes cigarrillos?, dijo. Sacó un paquete de Marlboro y le ofreció uno. Fuego, dijo la muchacha en inglés. Encendió una cerilla y se la acercó.
Los ojos de Elsa Fuentes eran de un marrón tan clarito que parecían amarillos como el desierto. Escuincla estúpida, pensó.
Luego le preguntó por Miguel Montes, dónde estaba, qué hacía, la última vez que lo había visto. ¿Así que buscas a Miguel?, dijo la puta. ¿Se puede saber por qué? Harry Magaña no contestó:
se desabrochó el cinturón y luego se lo arrolló en la mano derecha, dejando la hebilla como cascabel. No tengo tiempo, dijo. La última vez que lo vi fue como hace un mes o tal vez dos meses, dijo. ¿En donde trabajaba? En ninguna parte y en todas. Quería estudiar, me parece que iba a una escuela nocturna.
¿De dónde sacaba el dinero? Pues de chambitas esporádicas, dijo la muchacha. A mí no me mientas, dijo Harry Magaña. La muchacha negó con la cabeza y lanzó una voluta de humo al techo. ¿En dónde vivía? No lo sé, siempre se estaba cambiando de casa. El cinturón silbó en el aire y dejó una marca roja en el brazo de la puta. Antes de que ésta pudiera gritar Harry Magaña le tapó la boca con una mano y la tumbó en la cama. Si gritas te mato, dijo. Cuando la puta volvió a incorporarse la marca en el brazo le sangraba. La próxima va a la cara, dijo Harry Magaña. ¿En dónde vivía?
La siguiente muerta apareció en agosto de 1994, en el callejón de Las Ánimas, casi al final, en donde hay cuatro casas abandonadas, cinco si contamos la casa de la víctima. Ésta no era una desconocida, pero, cosa curiosa, nadie supo decir cómo se llamaba. En su casa, donde vivía sola desde hacía tres años, no se encontraron papeles personales ni nada que pudiera llevar a un rápido esclarecimiento de su identidad. Algunas personas, no muchas, sabían que se llamaba Isabel, pero casi todo el mundo la conocía como la Vaca. Era una mujer de complexión fuerte, de un metro sesentaicinco de altura, morena y con el pelo corto y rizado. Su edad debía de rondar los treinta años.
Según algunos de sus vecinos ejercía como puta en un local del centro o de la Madero-Norte. Según otros, la Vaca jamás había trabajado. Sin embargo no se podía decir que careciera de dinero.
En el registro efectuado en su domicilio se encontró la alacena repleta de latas de comida. Tenía, además, un refrigerador (la electricidad, como casi todos los vecinos del callejón, la robaba del tendido eléctrico del municipio) bien surtido de carne, leche, huevos y verduras. En el vestir era descuidada, pero nadie podía afirmar que se pusiera gallitos. Poseía una tele moderna y un aparato de vídeo y se contaron más de sesenta cintas, la mayoría de películas sentimentales o melodramáticas, que había ido comprando en los últimos años de su vida. En la parte de atrás de la casa tenía un pequeño patio lleno de plantas y en un rincón un gallinero de rejilla en donde, aparte del gallo, había diez gallinas. El caso fue llevado a medias por Epifanio Galindo y por el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo, a quienes se añadió como refuerzo Juan de Dios Martínez, sin demasiado entusiasmo por ninguna de las dos partes. La vida de la Vaca, a poco que uno intentara asomar la cabeza en ella, resultaba contradictoria e imprevisible. Según una vieja que vivía al principio del callejón Isabel fue una mujer como ya no quedan muchas. Una mujer de los pies a la cabeza. En cierta ocasión un vecino borracho le estaba pegando a su mujer. Todos los que vivían en el callejón de Las Ánimas oían los gritos, que conforme pasaba el tiempo subían o bajaban de intensidad, como si la mujer apaleada estuviera pariendo, un parto difícil, de esos que suelen acabar con la vida de la madre y la del angelito. Pero la mujer no estaba pariendo, sólo la estaban golpeando. Entonces la vieja sintió unos pasos y se asomó a la ventana.