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La palabra

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La palabra
Название: La palabra
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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La palabra - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.

Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.

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Randall, rodeado por el doctor Jeffries, el doctor Knight, el profesor Sobrier y monseñor Riccardi, estaba de pie a la entrada de la bóveda, absorto en el suspense de aquel espectáculo de un solo hombre.

Randall pensó fugazmente si todos formarían parte de un velatorio. Miró su reloj. Ahora habían transcurrido veinticinco… tic tac… veintiséis minutos.

De pronto, el abad Petropoulos se movió. Su frágil cuerpo se enderezó, recargándose contra el respaldo de la silla.

– Muy bien -dijo firmemente, agarrándose la barba y volviéndose hacia los editores-, estoy satisfecho.

El silencio se había roto; sin embargo, nadie más habló.

El abad Petropoulos resumió:

– La discrepancia es explicable. Ha habido un pequeño error, un error comprensible, pero, no obstante, un error, en la lectura del arameo original y en su traducción. Una vez que se haga la corrección, nadie podrá dudar del texto. Su autenticidad está más allá de toda duda.

Los tensos y contraídos rostros de los cinco editores, como si fueran uno solo, se relajaron y brillaron aliviados.

Todos rodearon al abad, extendiendo la mano para felicitarlo, saludándolo con agradecimiento y felicitándose a sí mismos.

– ¡Maravilloso, maravilloso! -dijo el doctor Deichhardt, alardeando-. Ahora, hablemos del error que usted ha encontrado…

El abad Petropoulos tomó su libreta de apuntes.

– La oración dudosa había sido leída del arameo original por los traductores como: «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos del Lago Fucino, que había sido desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Varios de los rasgos, las enroscaduras, los ganchos de la escritura, casi invisibles, deben haber sido pasados por alto, pero, al detectarlos, ofrecen diferentes palabras y cambian el significado. Correctamente leída e interpretada, la oración aramea en realidad se traduce como: «Y Nuestro Señor, al huir de Roma con sus discípulos, hubo de caminar aquella noche a través de los abundantes campos cercanos al Lago Fucino; que sería desaguado por órdenes de Claudio César y cultivado y labrado por los romanos.» Como ustedes ven, «a través de los abundantes campos cercanos al» había sido mal interpretado por «a través de los abundantes campos del», y «que sería desaguado» había sido mal interpretado por «que había sido desaguado».

El abad puso la libreta sobre la mesa.

– Así que su misterio está resuelto. Todo está bien. Señores, quisiera añadir que considero el haber visto este papiro de Santiago como uno de los acontecimientos más conmovedores de mi larga vida. Todo el descubrimiento marca un punto muy elevado en la historia espiritual del hombre. Este texto alterará, mejorándolo, el curso de la cristiandad. Agradezco a ustedes la oportunidad que me han brindado para acercarme tanto a la persona de Nuestro Señor.

– ¡Gracias, muchas gracias a usted! -exclamó el doctor Deichhardt, quien junto con Wheeler ayudó al abad a ponerse en pie-. Ahora -anunció el editor alemán-, iremos arriba para disfrutar de un almuerzo en celebración del acontecimiento. Usted, padre, debe acompañarnos antes de partir hacia su concilio en Helsinki.

– Será un honor -dijo el abad.

Wheeler había recogido la libreta de apuntes de Petropoulos.

– Yo llegaré un poco tarde. Será mejor que telefonee al señor Hennig en Maguncia. Tendremos que suspender el trabajo de encuadernación. Será necesario corregir las traducciones, componer los caracteres de toda la página e imprimirla nuevamente para cada edición.

– Sí, sí, debe hacerse de inmediato -convino el doctor Deichhardt-. Dígale a Hennig que no podemos retrasarnos. Pagaremos los costos adicionales del taller y el tiempo extra de los operarios.

Mientras comenzaban a salir de la bóveda, Randall y su grupo se hicieron a un lado para abrir camino al abad y a los editores. Al pasar frente a Randall, el abad se detuvo brevemente.

– Ahora podrá usted comprender, señor Randall, aquello que le dije cuando me mostró la fotografía del papiro allá en Simopetra. La fotografía no era tan clara. Por un lado, no tenía dimensión de profundidad y no revelaba ninguna muesca recalcada sobre el papiro. Con mucha frecuencia, para una persona como yo, que ha vivido entre estos documentos antiguos, el original ofrece lo que ninguna reproducción puede mostrar claramente.

– Sí, me alegra que haya podido ver el original, padre -dijo Randall-. Ciertamente ha ayudado usted a solucionar un problema grave.

El abad sonrió.

– Usted compartirá el crédito conmigo.

Al decir esto, el abad y los editores salieron, seguidos por Sobrier y Riccardi. Randall se encontró a solas en la bóveda con el doctor Jeffries, que estaba molesto, el doctor Knight, con su apariencia beatífica, y el bullicioso señor Groat.

– Un momento, señor Groat -exclamó el doctor Jeffries-. Antes de que guarde usted este papiro, déjeme echarle otro vistazo a esa confusión.

El doctor Jeffries caminó vacilante hacia el fragmento de papiro, que seguía prensado entre las dos placas de vidrio. Randall y Knight lo siguieron.

El doctor Jeffries se hallaba obviamente perturbado. Randall se daba cuenta de que la responsabilidad total de encabezar el equipo de traductores y aprobar la traducción final había sido de Jeffries. Habérsele encontrado semejante error había significado un rudo golpe para su orgullo. En ese instante Jeffries lo demostraba, recorriendo con los dedos su hirsuta cabellera blanca y arrugando la rosada nariz hasta que se tornó color carmesí. Se colocó su binóculo y observó el papiro.

Randall, que aún no había visto al controvertido papiro original, se acercó para echarle una mirada. Era una hoja bastante grande de antiguo papel oscuro, arrugada, moteada, delgada, con las orillas escamadas. Tenía dos muescas desiguales, como si las hebras del meollo hubiesen sido mordisqueadas pos lepismas. Lo más asombroso era la claridad de la escritura aramea. A simple vista y sin ser experto, Randall podía descifrar porciones completas de las apiñadas columnas.

– Umm… umm… no comprendo -musitaba el doctor Jeffries-. Nunca comprenderé cómo pude haber interpretado mal esa oración. Ahora, conforme la veo, parece tan distinta, tan clara, tan correcta para haberla traducido como el abad lo hizo. Unas cuantas manchas, por supuesto, pero, no obstante, debería yo haber visto las palabras correctamente. -Movió la cabeza con tristeza-. Debe ser mi edad; mi edad y mis ojos…

– ¿Usted tradujo esta sección? -inquirió Randall.

– Sí -suspiró el doctor Jeffries.

– Pero hubo otros cuatro en su comité, quienes comprobaron la traducción después de usted, doctor Jeffries. También ellos lo interpretaron mal.

– Umm… es verdad. No obstante, el error…

– El error -dijo el doctor Knight con divertida mueca- es que los colegas que trabajan con alguien tan eminente como el doctor Bernard Jeffries pueden sentirse intimidados por él. Si él da una opinión, se convierte en un decreto, en un mandato que los estudiosos menores temen contradecir o revocar. Digo esto sólo por el alto respeto que me inspira la erudición del doctor Jeffries.

El doctor Jeffries bufó.

– La erudición requiere de vista aguda, y la mía ya no lo es. De hecho, ya no realizaré proyectos semejantes -se giró para ver a su protegido. Ahora les corresponde a hombres más jóvenes, con ojos más jóvenes y mentes más ágiles. Florian, quizá renuncie pronto a mi cátedra en Oxford. Quizá me mude a Ginebra para asumir a otras responsabilidades, muy diferentes. Cuando renuncie yo, pedirán mi recomendación para un sustituto. Recordaré la promesa que le hice, Florian. Además, no puedo pensar en alguien que estuviera mejor capacitado que usted.

El doctor Knight inclinó la cabeza.

– Su buena opinión acerca de mí es todo lo que yo deseo, doctor Jeffries. Ha sido un día propicio -señaló el papiro-. Lo que importa, en realidad, es la maravilla y el portento de este hallazgo que, como dijo el abad, cambiará el curso de la cristiandad.

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