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La palabra

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La palabra
Название: La palabra
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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La palabra - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.

Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.

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Randall se sintió enfermo. No de frustración… sino de desconfianza.

A la mañana siguiente, habiendo llegado al Aeropuerto Schiphol con media hora de anticipación, Steven Randall se hallaba sentado a la barra de la cafetería, aguardando la llegada del abad Mitros Petropoulos en el vuelo de Air France al cual había transbordado en París.

Sorbiendo su café caliente (la tercera taza de la mañana), Randall contemplaba tristemente el quinteto de alegres lámparas globulares que se elevaba sobre la barra.

Se sentía más deprimido que nunca. No tenía idea de qué le podría decir al abad, salvo la verdad, acerca de la desaparición del Papiro número 9; verdad que los editores no querían que se supiera. A Randall no se le ocurría una sola mentira, así que había decidido decir la verdad y ofrecer infinitas disculpas por haber desviado al anciano sacerdote. Se podía imaginar la consternación de Petropoulos al enterarse del extravío. Y se preguntaba, además, si el abad abrigaría sospechas… las mismas sospechas que a él le carcomían el cerebro desde el día anterior.

Porque la larga búsqueda de ayer no reveló ningún indicio acerca del paradero del papiro extraviado.

Heldering y sus agentes de seguridad habían interrogado a todas las personas que trabajaban para Resurrección Dos en ambos pisos del «Gran Hotel Krasnapolsky». Además, habían hurgado por todos los rincones de cada oficina y sala de conferencias. Habían hecho una lista de todos los miembros del proyecto que no se encontraban en el hotel y los habían ido a buscar, comenzando con el doctor Knight, que estaba trabajando en el «San Luchesio», y terminando con Ángela Monti, que se encontraba en el «Hotel Victoria», después de haber regresado de su tarea de investigación. Incluso habían registrado el apartamento del señor Groat y, según Randall había oído, se habían colado a las habitaciones de Hans Bogardus mientras el ex bibliotecario se encontraba ausente.

El inspector Heldering y sus agentes no habían averiguado nada ni descubierto rastro alguno del Papiro número 9.

Los editores, que habían evitado el pánico y que no estaban dispuestos a rendirse, se habían encerrado en una oficina con Heldering hasta la medianoche. Para todos los involucrados, el misterio se había profundizado. Para Randall, sólo sus sospechas habían aumentado.

La noche anterior se había retirado, solo, a su suite del «Hotel Amstel» para cavilar. Había contestado sólo una llamada, la de Ángela, evadiendo sus preguntas acerca de qué era lo que estaba sucediendo y por qué la habían interrogado tan bruscamente. Randall le mintió diciendo que iba a tener una junta con los miembros de su personal en la habitación contigua, y le había prometido que la vería la noche siguiente, o sea esta noche. El encuentro con Ángela sería otro evento que le resultaría miserable, pero sabía que ya no lo podría posponer.

Sí, había cavilado la noche anterior, y todavía estaba cavilando, sentado en la cafetería del Aeropuerto Schiphol. Era demasiada coincidencia… la repentina desaparición de un papiro que estaba en duda… la víspera de la prueba final de autenticidad. Apenas se atrevía a hacer conjeturas acerca de cómo había ocurrido la desaparición. Constantemente tenía que recordarse a sí mismo que la pérdida del papiro era tan dañina para los cinco editores como para su propia fe. Sin ese fragmento, ellos eran vulnerables y él ya no podía tener fe. La desaparición simplemente no podía ser obra interna. Y sin embargo, tampoco podía ser obra externa, de ninguna manera.

Desafiando toda lógica, la sombra de la desconfianza, de la sospecha, permanecía en la mente de Randall.

Una voz se escuchó de nuevo por el altavoz del aeropuerto, pero esta vez llamándolo a él.

– Señor Steven Randall… Se solicita la presencia del señor Steven Randall en la inlichtingen…. en la mesa de información.

¿Qué podría ser?

Apresuradamente, Randall pagó su cuenta y salió de la cafetería, dirigiéndose a la mesa principal de información en la Sala de Llegadas de Schiphol.

Dio su nombre a una bella jovencita holandesa que estaba detrás del mostrador.

La joven buscó el mensaje y lo entregó a Randall.

Decía: «Señor Steven Randall. Comuníquese inmediatamente con el señor George L. Wheeler al "Gran Hotel Krasnapolsky". Urgentísimo.»

En pocos segundos, Randall se hallaba al teléfono, esperando que la secretaria de Wheeler lo comunicara con el editor norteamericano.

Randall afianzó fuertemente el auricular al oído, sin saber qué esperar, consciente sólo de una cosa: que el vuelo 912 de Air France, procedente de París y en el cual viajaba el abad Petropoulos, aterrizaría dentro de exactamente cuatro minutos.

La voz de Wheeler llegó al auricular… No era una voz ronca, ni rasposa, sino jubilosa como una campana…

– ¿Es usted, Steven? Le tengo buenas noticias. Las mejores. ¡Lo encontramos!… ¡Hemos localizado el papiro!

El corazón de Randall estaba agitado.

– ¿Lo encontraron?

– ¿Creería usted que no fue robado… que no fue sacado de la bóveda? Ahí estuvo todo el tiempo. ¿Qué le parece? Lo recobramos en un acto de desesperación. Ya no sabíamos qué hacer. Hace una hora, yo sugerí que buscáramos en la bóveda una vez más. Pero esta vez quería que todas esas gavetas de metal y vidrio fueran desmanteladas; que las sacaran y las desarmaran. Así que pusimos a trabajar a dos carpinteros, y cuando sacaron la gaveta 9 y la pusieron en el suelo, ¡lo encontramos, encontramos el papiro faltante! Lo que sucedió es que la parte de atrás de la gaveta se había aflojado y zafado, y el papiro, con sus flexibles hojas protectoras de acetato de celulosa, de alguna manera se había deslizado hacia atrás y había caído a través de la apertura que había en la parte posterior de la gaveta, quedando prensado y oculto contra la pared de la bóveda. Lo encontramos ahí colgado, y gracias a Dios que no había pasado nada; estaba intacto. ¿Qué le parece todo esto, Steven?

– Me parece muy bien -jadeó Randall-. Me parece estupendamente bien.

– Así que traiga al abad Petropoulos. El papiro está aquí, esperándolo. Estamos listos para recibirlo.

Randall colgó el auricular y recargó el brazo y la cabeza contra el teléfono, debilitado por el alivio.

Luego oyó la voz que venía del altavoz.

– Air France anuncia la llegada de su vuelo 912, procedente de París.

Se dirigió a la sala de espera donde los pasajeros salían de la aduana.

Estaba listo para recibir al abad, para enfrentarse a la verdad y… una vez más… a la fe.

Era una escena rara, pensó Randall.

Todo el grupo se encontraba dentro de la bóveda, en el sótano del «Hotel Krasnapolsky», habiendo estado allí, prestando atención en silencio, durante cuando menos veinte minutos. Todos estaban concentrados en la única figura que estaba sentada en la cámara, la de Mitros Petropoulos, abad del monasterio de Simopetra, en el Monte Atos.

El abad, con su gorro negro como de turco, enfundado en su túnica negra y con su blanca barba rozando la orilla de la mesa, estaba agachado sobre la hoja de papiro café que había sido sacada de su carpeta de celulosa y que ahora estaba prensada entre dos placas de vidrio. Petropoulos estaba completamente absorto en su examen de los tenues caracteres arameos escritos en estrechas columnas sobre el áspero meollo de papiro. De vez en cuando, casi abstraídamente, buscaba a tientas su gruesa lupa, acercándola a los ojos mientras se agachaba más sobre la mesa. En repetidas ocasiones se refirió a extraños libros de consulta, buscando luego su pluma estilográfica y haciendo anotaciones en una libreta de apuntes que tenía a un lado.

Detrás de él, a una distancia respetuosa, el doctor Deichhardt, George Wheeler, Monsieur Fontaine, Sir Trevor Young y el Signore Gayda observaban tensos y nerviosos. Más allá de los editores, el solemne y ahora calmado señor Groat esperaba.

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